Más allá de la nostalgia

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“El mundo es sórdido y bello”, sentencia Charlie Ramírez, después de caminar por la horrenda –dice– Calzada de Tlalpan. En dicha escena, el personaje principal de la más reciente novela de Daniel Espartaco Sánchez, Los nombres de las constelaciones, encuentra placer al contemplar las naves industriales abandonadas, el tráfico, los charcos de agua estancada (“con lejía y grasa, donde puedes ver los colores del arcoíris”), el color naranja del metro, los puestos callejeros de comida, los mendigos tirados sobre el piso abrazados a botellas de alcohol, entre otros elementos que forman parte del eclecticismo de la Ciudad de México, metrópoli a la que decide marcharse, dejando atrás a su natal Chihuahua.

A los relatos sobre la contemplación y la evocación se les puede acusar de poca acción y escasas vueltas de tuerca, de falta de develaciones y maniqueísmos. Sin embargo, algunos de ellos son relatos íntimos cuya única aspiración es contar uno o varios episodios elegidos por el autor. Es responsabilidad de este sostener el equilibrio de la prosa con la elocuencia creativa y estética de la memoria. El triunfo consistirá en lo entrañable que pueda convertirse la historia.

Los nombres de las constelaciones es un ejemplo triunfante. Todo comienza con la simpleza de lo común (“Desde aquel cielo inmenso que nos rodeaba –el límpido cielo del desierto de Chihuahua–, no tardaría en caer la primera nevada de otoño”) y el peso del objeto simbólico: las llaves de la casa que su padre le otorga la mañana en que Charlie cumple once años mientras camina con él rumbo a la escuela. “Pero no es un juguete…”,sentencia el protagonista, lo que marca su transición a “niño grande”.

Solitario, delgado y débil, Charlie prefiere huir de la escuela por las mañanas para educarse a través de las noticias y de los programas de la telesecundaria, donde asegura aprender cosas mucho más interesantes que los contenidos oficiales: desde técnicas agropecuarias, horticultura, apicultura, porcicultura hasta la revolución inglesa del siglo xvii y los conflictos mundiales. “Portaviones en el Mediterráneo, Muamar el Gadafi, el ayatolá Jomeini. No entendía muy bien todo ese cuento de la Contra y los Sandinistas. El planeta podía estallar en cualquier momento… pero nunca sucedió por alguna razón.” El protagonista pertenece a una familia de clase media, su padre tiene dos trabajos, por la mañana se dedica a la corrección de estilo en una editorial universitaria y por la tarde proyecta películas en un pequeño cine antes de la era de las multinacionales; su madre trabaja por la mañana en el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos y por la tarde supervisa grupos de secundaria abierta en plantas maquiladoras, sin embargo, tras su divorcio, retoma sus estudios en letras españolas. Ambos, de aspiraciones artísticas y culturales, poseen dogmas atípicos a la ideología mexicana que influyen en Charlie, a quien el mundo se le revela a partir del vagar por llanos y terrenos baldíos, campos áridos y cubiertos de hierbajos secos, o la primera vez que vio una escena erótica en el cine donde trabaja su padre: “En la puerta, don Pepe tenía un ojo puesto en mí y el otro en la entrada de los baños. En un descuido me dirigí hacia aquella garganta profunda de donde provenía la música, el gemido de una mujer y una corriente espesa de humo.” Antes de culminar la primera parte de la novela, como regalo de graduación Charlie recibe un reloj dorado de manecillas (un reloj de adultos) que implica una gran responsabilidad: “ahora eres dueño de tu tiempo”.Esta etapa que Charlie vive recuerda la forma en que J. M. G. Le Clézio retrata su propia infancia en El africano,lejos de los sustantivos grandilocuentes para explicarse a sí mismo la vida, se presenta a un niño que se construye a partir de la experimentación y los estímulos y no desde los conceptos ininteligibles y teóricos que los otros se empeñan en trasmitirle.

La segunda parte de la novela presenta al protagonista en la incipiente edad adulta, a mediados de la década de los noventa. En apariencia carente de aspiraciones, o al menos de las que dicta el constructo social para convertirse en “alguien”, Charlie tiene una relación sin compromiso con Sofía, quien está destinada a casarse con su novio que le promete un futuro seguro. Una noche, los dos conducen por una carretera recta, entre huertos de manzanos, para ver el cielo. Contemplan al cometa Hale-Bopp y las constelaciones, de las cuales Charlie apenas y recuerda el nombre de Orión y la Osa Mayor, charlan sobre los suicidios colectivos en Estados Unidos, la novedad del internet y el nuevo formato electrónico de las misivas. Esta extraña e infructuosa relación hace que el protagonista cuestione sus emociones: “No se puede estar seguro de los sentimientos de los demás si no estás seguro de los propios sentimientos.” Esto lo orilla a tomar la decisión de dejar su tierra para irse a la Ciudad de México, en donde aprende que la escritura, como la fotografía, es una forma de preservación. Charlie en la gran ciudad se convierte en uno más de los millones de habitantes que buscan encontrar su lugar en medio del caos, alguien que intenta no ser devorado por el monstruo paradójico, sórdido y bello.

La novela de Espartaco Sánchez no funge como una oda a la nostalgia, ni a un México anterior a la violencia, o por lo menos a la brutalidad ya cotidiana, tampoco a los espacios hoy destruidos en nombre de la modernidad. Para describirla es más acertado recurrir de nuevo a la obra de Le Clézio: “Todo está tan lejos y tan cerca. Una simple pared fina como un espejo separa el mundo de hoy del mundo de ayer. No hablo de la nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida.” Los nombres de las constelaciones no busca el placer en la evocación del ayer, lo que hay entre sus páginas es esa sustancia y sensaciones de las que Le Clézio habla y que la distinguen de las demás obras de su autor, como Autos usadosCosmonautaMemorias de un hombre nuevo y El error del milenio,en las que aborda la utopía comunista, la relación con los padres y la vida en el norte de México.

En una reseña publicada en esta misma revista Juan Manuel Villalobos escribió sobre El africano: “Habla este pequeño libro del mundo inmenso que un niño guarda, por años, en su memoria, en el fondo más íntimo de sí mismo.” Lo mismo podría decirse de Los nombres de las constelaciones. Puede ser que todos tengamos dentro ese mundo inmenso e íntimo, solo que Espartaco Sánchez logra materializarlo con una historia entrañable que evoca un tiempo que no volverá. ~

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Jaime Garba es escritor, reportero y profesor de escritura creativa. Ha publicado la novela ¿Qué tanto es morir? (Arlequín, 2016) y el libro de relatos Cuando las estatuas se cansan (Ficción Breve, 2017). También coordinó la antología de crónicas sobre la pandemia #TextosAislados (2021).


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