Severance (E.U., 2022) inicia in media res, sin decir agua va. En la primera escena de su primer episodio vemos a una mujer que despierta confundida y desconcertada, sobre una mesa en lo que parece una sala de juntas. Una voz que proviene de una pequeña bocina le pregunta amablemente si sabe quién es ella. Siguen otras preguntas personales acerca de dónde nació, si sabe el nombre de algún estado de la Unión Americana, si recuerda de qué color eran o son los ojos de su madre. La mujer se desespera, pide ayuda, intenta abrir la única puerta que está en la habitación, tira al suelo la bocina… De improviso, la puerta se abre y alguien, desde la oscuridad, la felicita. Ha pasado la prueba con una puntuación perfecta.
Estamos en un futuro muy cercano, incluso inminente. La aséptica oficina en la que sucede esa primera escena está en Lumon Corp., una poderosa compañía fundada en 1866 y de la que, por lo menos en los cinco episodios que han sido transmitidos hasta el día en que se publica este texto, no sabemos a qué se dedica. Y no somos los únicos: ni los habitantes del anónimo pueblo en donde se encuentran sus oficinas centrales saben qué se hace en ese lugar –alguien dice que Lumon produce tecnología de punta y otro más afirma que fabrica productos farmacéuticos– y ni siquiera sus propios trabajadores tienen idea de lo que producen.
La “prueba” que pasó Helly (Britt Lower), la mujer de la primera escena, es para formar parte del departamento de “Refinamiento de macrodatos”, cuya tarea es una suerte de reimaginación de la rutinaria labor de Charlot en Tiempos modernos (Chaplin, 1936): los cuatro “refinadores de datos” de Lumon se la pasan viendo un monitor en donde aparecen números de forma aleatoria. Cada refinador debe ver el conjunto de números que se presentan ante él, elegir unos cuantos y arrastrarlos a un bote de basura. ¿Por qué hacen eso? Nadie sabe. ¿Cómo se eligen esos números y no otros? No hay un protocolo definido: el “refinador” siente intuitivamente qué números son los que hay que elegir y eso es todo. ¿Para qué sirve? Alguien muy optimista dice que están limpiando de basura el océano, algún paranoico afirma que están decidiendo la muerte de gente indeseable, pero aquí también reina el misterio.
Aunque nadie en el departamento sabe lo que está haciendo, todo mundo actúa con la mayor seriedad. Y es que, como condición para trabajar en Lumon, los empleados han aceptado que se les practique un procedimiento médico que permite separar la conciencia del empleado de la conciencia de la persona que vive fuera de la empresa: la “separación” o “ruptura” del título en inglés. De este modo, al entrar al edificio de Lumon y subir en el elevador, el empleado olvida todo de su vida de allá afuera –su nombre, su historia, sus recuerdos– y entra, fresquecito, a trabajar. Luego, al salir a las cinco de la tarde, el individuo recobra su identidad –ya sabe quién es, dónde vive, si tiene familia, de qué color son los ojos de su madre– pero no recuerda nada de lo que ha hecho en el trabajo.
Creada por el debutante Dan Erickson y transmitida desde hace unas semanas en Apple TV, Severance es una intrigante alegoría distópica sobre el mundo laboral hipertecnologizado y la alienación existencial que provoca. La división radical entre la vida personal y la vida laboral es llevada al extremo para mejorar la productividad de los trabajadores: se supone que cada empleado, al desprenderse de sus problemas exteriores y al eliminar toda distracción posible, está más concentrado en ejecutar la responsabilidad que tiene encomendada. La realidad es que el protagonista, Mark Scout (Adam Scott), olvida al entrar a trabajar que, en efecto, perdió a su mujer en un accidente dos años atrás, que solía dar clases de historia en la universidad, que llora todos los días en su automóvil, que vive con un par de peces beta como única compañía y que cena cualquier cosa y bebe demasiado alcohol por las noches. Olvida todo esto y mucho más, pero lo cierto es que no puede evitar llegar al trabajo con cara de crudo y sentir una tristeza que no puede explicar, definir ni justificar.
Severance es un triunfo en la forma, tanto en su diseño de producción –esos interminables pasillos blanquísimos que separan todas las oficinas, esos pequeños monitores retro que parecen remitirnos a los de Brasil (Gilliam, 1985)–, como en su puesta en imágenes –con fotografía en colores fríos de Jessica Lee Gagné– y en la música original de Theodore Shapiro, que pasa de tonos ominosos y hasta fantasmales a devaneos románticos que provienen de un discreto piano que acompaña en todo momento a los personajes. La dirección de los primeros tres episodios, a cargo del comediante y ocasional cineasta Ben Stiller, establece con eficacia un escenario harto familiar: la impecable oficina corporativa, su cultura organizacional, sus manuales de comportamiento esperado y hasta la inevitable evaluación del desempeño a la que todo mundo está sujeto si quiere ganar ¡una fiesta de waffles! La clave radica, más allá de la creación de este escenario, en la espléndida dirección de actores de Stiller, un especialista en interpretar personajes que se encuentran entre la incomodidad y el eterno malestar. Así se siente el espectador en Severance.
En un diálogo clave en el mismo primer episodio, un personaje recuerda un dicho de su mamá acerca del infierno: “La buena noticia es que el infierno no existe, que es producto de nuestra imaginación; la mala, es que los seres humanos hemos demostrado una y otra vez que cualquier cosa que nos imaginemos podemos construirla”. En efecto, en Severance el infierno lo hemos hecho todos nosotros: es limpio, eficiente, organizado y parece imposible escapar de él.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.