Tras la lluvia, el vapor inundó a rachas los caminos
y los jardines de la calle volvieron a impregnarse de un aroma
a alhelíes y hierba santa, pero el calor
solo empezó a recrudecer cuando cayó la noche,
húmeda y corpulenta como un vidrio
en nuestro bien cuidado césped.
Mediados de verano.
Con casi todo el pueblo en la feria de agosto,
tomé el camino de la vega hasta donde el arroyo
se estancaba en una negrura repentina: alisos
investidos de noche y calidez, y el primer búho lento
trazando el mapa de la orilla contraria.
Allí siempre había movimiento,
bajo el barniz de luz de luna
del cauce deslizante, como una vida debajo de la vida
que para mí era solo pájaros y cañadas:
una presencia más oscura, alzándose desde las aguas
para emular todos mis gestos, mis pulsaciones.
Negra como una anguila, y fría, se soldaba en mi lengua
con los mil recovecos y ranuras del mundo
donde surgenlos renacuajos, o dobles infantiles se embuten en
[sus pieles
a fin de madurar en el húmedo margen del día,
aún enturbiado de lodo
y canciones por recobrar.
Pero esa noche, mientras el cielo giraba sobre mí,
observé a un nadador muy distinto en el firme
brillo de la marea,
un ser vivo, venido del otro lado
para escurrirse en el frescor
del agua negra. Recuerdo su figura
bajo la luna, tan blanca y desprovista de propósito,
su cuerpo como una vaina desgranada
y vacía: la señorita Pearce, la maestra de ciencias
de mi hermana pequeña, girando en el asombro
iluminado de una dicha que yo casi podía
oler, entre la bruma del calor indolente.
Estaba acurrucado debajo de una base
de sauces, y supongo que no vio
al muchacho que la miró nadar durante media hora
y volver luego a casa bajo la luna de verano,
dejando vislumbrar una sonrisa, el pelo color caoba
desordenado y húmedo; pero más tarde,
mientras me paseaba por las calles de siempre,
pensé que ella sabría reconocer a un alma hermana,
alguien con el río en los ojos
volviendo a casa en una ola de luz y ruido
y notando en los blandos dedos palmeados
la llave de sus noches. ~
Versión de Jordi Doce