El victimismo, aunado a cierto delirio de persecución, es la característica más notable con que La Jornada ha reaccionado ante el fallo de la Suprema Corte de Justicia que resolvió a favor de Letras Libres, el pasado 23 de noviembre de 2011, la querella entre el derecho a la libre expresión y la honra supuestamente malherida o puesta en entredicho. Todo ello, con motivo, ya se sabe, de la querencia, simpatía, consideración o buena onda que han privado entre este periódico y las empresas satélites de la hoy aparentemente aplacada ETA. Los que ayer hacíamos Vuelta y hoy hacemos Letras Libres llevábamos años subrayando esa solidaridad bochornosa. En 2004 demandaron a la revista por decirlo una vez más y, llegado el asunto a la última instancia, el fallo les fue adverso.
Quienes se llaman a sí mismos “jornaleros”, comparando su boyante empresa con los trabajos y los días del Tercer Estado al que dicen representar, recurrieron al oxidado arsenal de descalificaciones estalinistas para denigrar a Enrique Krauze, director de Letras Libres. Lograron que cuarenta y tantos de sus editorialistas y no pocos espontáneos se batieran contra él, acusándolo, para resumir, de agente de potencias extranjeras y de agorero de los intereses siniestros que conspiran contra la bondad natural y popular porellos encarnada. Ha sido un linchamiento de penosas reminiscencias diazordacistas y una cita a la que tampoco faltaron los antisemitas.
La turba siempre es desagradable y lo es más aún cuando en ella no destaca ningún talento. Predominaron la mala prosa del plagiario, la estridencia de las consignas, el informe del comisario. A la batería de ofensas la acompañó un desplegado auto-solidario firmado por los empleados y directivos de la empresa, incluidos casi todos sus articulistas. Quisiera creer que el propósito no fue amedrentar a los ministros, sino cerrar las filas de esa gran secta que es La Jornada y despabilar a sus feligreses. Saben lo que hacen: el sectarismo limpia su organismo mediante las purgas y de tiempo en tiempo de La Jornada han ido saliendo despavoridos (o arrojados al espacio exterior) los liberales, los socialdemócratas y los izquierdistas más democráticos o simplemente aquellos sin ánimo de soportar la servidumbre impuesta por la dirección de un diario que es, con mucho, el menos plural de los periódicos de circulación nacional.
El libreto totalitario, que rige el acto de repudio de agitación y propaganda, es bien conocido y fue el aplicado por La Jornada antes y después del fallo de la Suprema Corte. Lo aprendieron en la escuela del dictador cubano, cuyas ocurrencias siguen difundiendo lealmente en México y se lo acabaron de aprender durante los años felices de la prensa oficial sandinista: convertir al agresor en víctima para mantener en trance de movilización a su militancia. Pero no les salió muy bien: llenos de odio, quedaron como resentidos y como montoneros. Malos perdedores.
No sé si tengan razón quienes dicen, pese al consenso favorable suscitado por el fallo entre los periodistas, que hizo bien La Jornada en defenderse con tamaño estruendo. Yo no estaría tan seguro de que el victimismo de un medio de comunicación que ejerce sus libertades a diario sea conveniente para la vida democrática. Ni creo que quienes somos sus adversarios intelectuales tengamos mucho que festejar con ese desvarío. Más allá de los insultos que dibujaron la calaña de quienes los profirieron y asumiendo la rudeza (consustancial al debate tal cual lo juzgó el proyecto aprobado por la Suprema Corte) de las diferencias ideológicas entre la izquierda autoritaria y una revista liberal, me sigue asombrando (y ya no debería) el autorretrato ficticio de La Jornada. Se pintan como un periódico militante sin otro respaldo que la probidad ideológica de sus abnegados militantes guarecidos en una barricada, amenazada, un día sí y otro también, por la represión. A la imagen autocompasiva que La Jornada tiene de sí misma la alimenta la invención incesante de enemigos al acecho: el capital financiero, la guerra contra el narcotráfico, el neoliberalismo, el sionismo internacional, la globalización, Televisa, la derecha española, los apóstatas expulsados y los examantes encapuchados, el Yunque y un largo etcétera donde Letras Libres aparece como el soplo que vivifica a los intelectuales orgánicos vagabundos por esa galaxia maléfica. El victimismo los hace creer que una resolución que ampara el derecho de otros a señalar su afecto por el independentismo radical vasco los condenaría, en calidad de perseguidos, a padecer una “ley de la selva” en la cual su libertad correría riesgo.
Los jornaleros heredaron, de la antigua prensa partidaria, miedos actualmente fantasiosos que, de no tornar perniciosa su convivencia pública, no habría ni que mencionar. Les incomoda vivir sin heroísmo bajo la rutina democrática pues el suyo no es ningún pasquín en riesgo de ser amordazado o destruido, sino un poder mediático alimentado por el crédito que le concede su público, formado a su imagen y semejanza desde hace un cuarto de siglo. Para que eleve su autoestima maltrecha por un fallo de la Corte, La Jornada podría recordar que de haber ganado su candidato presidencial en el 2006 serían actualmente el diario oficioso u oficial y que este año jugarán, otra vez, un papel significativo en el respaldo electoral que obtenga la izquierda.
Y así como es considerable el prestigio nacional e internacional de Letras Libres (y de Enrique Krauze),La Jornada es un poderoso periódico que cuenta con la fidelidad de sus lectores en las universidades públicas, en los sindicatos y con la simpatía, además, de numerosos diputados del PRD y del PRI, algunos de los cuales lamentaron el sentido de la resolución: no en balde lo hicieron, sobre todo, personeros característicos del antiguo régimen. Buena parte del electorado que le ha dado al PRD el gobierno del DF desde 1997 se compone de lectores de La Jornada, cuyo director-fundador, un respetado empresario, fue senador de la República y desde esa tribuna defendió, por cierto, la posición de su diario ante el conflicto vasco. Las opiniones de La Jornada, finalmente, son respaldadas en radio, en televisión y en la red por influyentes comentaristas y cuenta con un enorme capital político en la UNAM, la cual comparte con La Jornada, quién sabe por qué, su dirección electrónica. En fin, motivos para ponerse a llorar, alegando persecución, no tienen.
Lo que agita La Jornada en su defensa es el petate del muerto. A sus directivos e ideólogos les es imposible sobrevivir sin los fantasmas de su década favorita, esos años setenta del siglo pasado en cuyas cavernas y plazas, servidumbres y dignidades (también), se educaron. Con quienes los hemos criticado proceden de dos maneras, sucesivas y complementarias, haciéndonos la ley del hielo (no te veo, no existes) y rompiéndola, como hicieron con Krauze, acarreando leña verde.
La atrofia intelectual de la izquierda en México se debe en buena medida al dominio ejercido durante los últimos veinte años por La Jornada, un periódico cuya historia crítica, cuando se escriba, habrá de ser un trago amargo y acaso tonificante para esa misma izquierda. Mientras tanto se pueden adelantar algunos elementos de esa atrofia, manifiesta no solo en la defensa de una visión social y económica alérgica a la desintoxicación ideológica llevada a cabo con éxito por otras izquierdas latinoamericanas, o en el respaldo sin fisuras a los dictadores revolucionarios, sean Castro o Chávez, sino, sobre todo, en la aplicación de un doble rasero establecido por Lenin ante la libertad política: por esta solo se lucha cuando se necesita de ella y después se devuelve adonde proviene, al arsenal del enemigo de clase. Que se me perdone la anacrónica referencia pero los más venenosos entre los articulistas desatados contra Letras Libres saben muy bien de lo que hablo.
Esa duplicidad moral consiste en que La Jornada es escrupulosísima e hipersensible (y qué bueno que así lo sea) ante cualquier violación, real o supuesta, de los derechos civiles y humanos cometida por los gobiernos llamados neoliberales y en cambio justifica métodos como los del régimen castrista en aras de objetivos superiores o los pondera apelando a fatales condiciones históricas. Para La Jornada –y lo demostraron con su reacción ante el fallo de la Suprema Corte–, la democracia nunca es un fin en sí mismo sino un instrumento para usar y tirar según sea conveniente para su causa, al grado de que el derecho a la libertad de expresión, bandera en la cual se envuelven todos los días, es desechable cuando toca su patrimonio ideológico. Para Letras Libres la democracia sí es un fin en sí misma. Esa es nuestra principal diferencia. ~
13 de diciembre de 2011
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile