I Voy hasta ti
Que meditas sobre el agua horas enteras,
prendido con alfileres del gran lienzo,
sujeto sin zozobra de una caña
con peculiar señuelo,
rojo y liso y redondo,
gota perfecta de sangre
que no salpica.
Para mí, desorbitado.
Reclinado, dormitando,
casi recordando.
Alerta
–aunque el sombrero
no te deje dar la cara–,
pues pueden pasar días
antes de que un pez,
un sollo en temporada,
revele el verdadero apelativo,
ésox lucius,
se rinda al aguijón
colgante,
punta de lanza,
jabalina
de otra esfera,
nombre de pila
inescapable.
II Quiero abandonarme
Y a duras penas logro fantasear,
pese al solsticio, al equinoccio,
lo que sería ir a pescar.
Nunca aceptaría clavar la vista,
poner pica en la Atlántida,
arpón sobre el tornasolado lomo,
gris metálico, pardusco quizás,
de una trucha arcoíris,
aunque saltara de un dibujo,
una fotografía,
o, mejor aún, una acuarela,
pintura de agua, cuánta en ella,
cuántos ahogados vivos.
III Casi entre ambos
Cubre mi memoria Isla Mujeres,
el codiciado fruto de su vientre,
ante la epifanía remota, imposible,
de una pétrea Isla del Hombre.
A oscuras por dentro, a ciegas,
me voy yendo hasta un lanchón de remos.
Los demás, felices, emocionados ya,
cada quien con el hilo de cáñamo en la mano.
Una madrugada de sol caribe
que desde tan temprano cae a plomo,
quemando en serio,
haciendo daño.
Y nada. El mar, un plato.
El desánimo flotaba en ojos circunspectos,
buscando orilla en curvadas comisuras,
en el rítmico chasquido de los labios,
desafío y reclamo al guía de aquella expedición,
igual de sorprendido por la ausencia del cardumen.
Que terminó, inocente, en la compra de ilusiones,
haciéndonos sentir divinas garzas.
IV Al tocar tu mundo
Me enseñaste a distinguir
entre color de rosa
y centella de flamingo,
lucero de la tarde
y rosicler.
Entre un pez vela herido
y un asesino en vela.
A distinguir
al pez espada
horadando sin clemencia
el horizonte. ~