En su novela El Nicho de la Vergüenza, Ismaíl Kadaré nos habla de una usanza decimonónica en el entonces magnipotente imperio otomano. En un vistoso muro del palacio de Topkapi, en Estambul, había un “nicho donde eran expuestas las cabezas cortadas de los visires rebeldes, o de los altos dignatarios caídos en desgracia”.
Al inicio de la novela, el nicho tiene esta inscripción: “Esta es la cabeza del visir Bugrahan Bajá, condenado por el Sultán Soberano por haberse cubierto de oprobio en la guerra y ser derrotado por el traidor al imperio, Alí de Tepelena, ex gobernador de Albania”. Un joven llamado Abdulla es el encargado de cuidar la cabeza, espantarle las moscas, procurarle hielo para que se conserve en buen estado, e informar al médico de cualquier contingencia; la piel inevitablemente se irá pudriendo, los ojos perderán lustre, el cabello se irá cayendo; pero con suerte, antes de su profunda corrupción, será sustituida por una nueva cabeza de cualquier otro personaje que el Sultán Soberano considere un traidor.
El mayor de ellos, era el mismo Alí de Tepelena, un albanés que procura independizar su Estado del yugo otomano. De inmediato le endilgan nombres y adjetivos: Alí Negro, Alí Noche, traidor, y es acosado por un grupo llamado la Cuarta Sección. El sultán le escribe una breve carta: “Ceniza. Ceniza. Te reduciré a ceniza”.
No cuento más la historia, pero se sabe que la cabeza de Alí acabará en el nicho para que quede clavado en el ánimo de la gente lo que le ocurre a los traidores.
Tampoco es que el sultán fuese un bárbaro de costumbres inéditas, pues por aquellos mismos años, aquí en México tuvimos nuestro Nicho de la Vergüenza en la Alhóndiga de Granaditas, donde se exhibieron las cabezas de quienes fueron considerados traidores por un poder errabundo, ampuloso y en vías de extinción. El texto que el intendente Fernando López Marañón escribió para la ocasión, fue más expresivo que el otomano:
Las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, insignes facinerosos y primeros cabecillas de la revolución; que saquearon y robaron los bienes del culto de Dios y del Real Erario; derramaron con la mayor atrocidad la inocente sangre de sacerdotes fieles y magistrados justos; y fueron causa de todos los desastres, desgracias y calamidades que experimentamos y que afligen y deploran los habitantes todos de esta parte tan integrante de la nación española.
Aquí clavadas por orden del señor brigadier don Félix María Calleja del Rey, ilustre vencedor de Aculco, Guanajuato y Calderón, y restaurador de la paz en esta América. Guanajuato 14 de octubre de 1811.
Pero Ignacio Elizondo, el héroe que apresó a esos cuatro traidores, pasó a ser el traidor que apresó a cuatro héroes. Así de veleidosa es la política; así de lapidaria es la historia.
Cuando el historiador Julio Zárate narra la muerte de Elizondo, concluye con este epitafio: “Así terminó su miserable existencia, detestado de muchos, por nadie llorado, mezquinamente retribuido por el gobierno virreinal, un hombre que creyó adquirir honores y riquezas por la senda encenagada de la traición”.
El héroe Francisco Javier Mina no puede ser sino traidor visto desde el otro lado, a menos que reconozcamos que en el ser humano hay algo más poderoso y noble que las lealtades y los juramentos.
En México, el otro traidor por antonomasia, ya en los primeros años de independencia, fue el genovés Picaluga. Aún recuerdo la estampita que en la primaria compré en alguna papelería: unos marineros sometían de manera facilona a Vicente Guerrero, que iba vestido con todo el relumbrón de un general. Los malos, por supuesto, tenían cara de malos.
En la antigua Grecia, el lugar de máximo deshonor lo tiene Efialtes, que “en la creencia de que obtendría de Jerjes una importante recompensa, le indicó la existencia del sendero que, a través de la montaña, conduce a las Termópilas, con lo que causó la perdición de los griegos allí apostados”. El propio Heródoto comete una traicioncilla hacia sus lectores, pues cuenta que Efialtes “fue asesinado por Aténadas, un natural de Traquis… por otro motivo, que explicaré en posteriores capítulos”, y se olvida de explicar.
En la tradición cristiana, el más indigno galardón le corresponde a Judas. Por supuesto hay muchos problemas lógicos y de condición humana en los relatos evangélicos; por eso no puede concluirse si Judas fue traidor o mártir o predestinado o carne de infierno.
Más claridad tenemos con Dreyfus, el traidor que nunca traicionó, un hombre que la justicia o injusticia de su época condenó a cadena perpetua en la Isla del Diablo. Muchos militares se deshonraron intentando deshonrarlo.
Volviendo al pasado helénico, ocho heroicos generales atenienses habían triunfado en la batalla naval de Arginusas contra los espartanos. Mas vino a ocurrir que muchos náufragos perecieron porque una tormenta repentina evitó que pudiesen ser rescatados. Entonces, en vez de celebrar a los generales, un político llamado Calíxeno litigó sin respetar la ley para que los ocho fuesen juzgados en grupo y condenados a muerte. Otro político, Euriptólemo, que, sin perdón, así se llama, muy respetuoso de las leyes los defendió:
No hagan, oh atenienses, lo mismo que los derrotados e infortunados… no decidan obrar desconsideradamente ante hechos fatales de un dios, culpando de traición en lugar de impotencia, ya que no fueron capaces de ejecutar lo ordenado a causa de la tempestad. Sería mucho más justo premiar a los vencedores con coronas que condenarlos a muerte por obedecer a hombres perversos.
Ahí estaba Sócrates, que también defendió la legalidad. Pero al final, el debate lo ganó Calíxeno porque, sin ser más razonable y sin ajustarse a las leyes, su discurso fue más popular. Dos generales se habían fugado y seis fueron ejecutados. A los atenienses se les bajó la efervescencia y se dieron cuenta de que Calíxeno les había calentado la cabeza. En palabras de Aristóteles: “El pueblo había sido engañado por quienes lo arrastraban a la ira”. Ahora consideraron traidor a Calíxeno y éste tuvo que huir para refugiarse en Decelia, con los enemigos de Atenas. Pudo regresar años después, cuando se declaró una amnistía, pero “murió de hambre odiado por todos”.
Acabó sus días desbaratado e infortunado, recordando aquellos tiempos en que le aplaudían cuando expelía roña por la boca.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.