En un episodio de la legendaria serie de la BBC Yes Minister, el atribulado Jim Hacker, que acaba de tomar posesión de su cargo como ministro de Administraciones Públicas, pregunta a su secretario de Estado cuántas personas trabajan en el departamento. Sir Humphrey replica que no muchas. “¿Dos mil, tres mil?”, sugiere el ministro. “Veintitrés mil,para ser precisos”, responde. “ ¿Veintitrés mil? ¿El ministerio de Administraciones Públicas tiene veintitrés mil burócratas administrando a los demás burócratas? Eso no puede ser. Hay que encargar un estudio para ver de cuánta gente podemos prescindir.” Sir Humphrey replica que eso ya se hizo el año anterior; el ministro pregunta por las conclusiones de la investigación. “Pues resulta que necesitamos quinientas personas más.”
Esa parece ser la sensación mayoritaria que invade ahora a los ciudadanos españoles cuando piensan en su aparato administrativo: que siempre hacen falta quinientas personas más. O que, para ser más exactos, han venido haciendo falta, hasta que la crisis ha puesto en cuestión la racionalidad de nuestra organización pública de la forma más cruda posible, o sea, señalando que no hay dinero para pagarla. Esta nueva percepción se refiere casi de manera exclusiva al llamado Estado de las Autonomías y sus distintas derivaciones, que van de las empresas públicas a las diputaciones, mancomunidades y fundaciones de todo tipo, una estructura institucional que, a medida que se abren los cajones, parece confirmarse como un monumento a la ineficiencia.
Ahora bien, si lo es, es porque ya lo era. Y a identificar sus patologías se ha dedicado no poca literatura especializada, que, por citar el título de la conocida obra de Alejandro Nieto, lleva años denunciando el desgobierno de lo público. Sucede que elreparto de los beneficios de semejante modelo, alimentados a golpe de crédito, relativizaba hasta ahora la magnitud de su relativo fracaso. Este es relativo, claro, desde el punto de vista de los intereses particulares a los que el sistema –la maraña– venía sirviendo; pero no tan relativo si consideramos el buen funcionamiento de la sociedad en su conjunto. No hay, en esto, ningún misterio: ese buen funcionamiento ha tendido a ser un fin secundario respecto del fin principal, o sea, el crecimiento elefantiásico de la legislación y los organismos que presuntamente se encargan de aplicarla, para mejor colocar a los afines y expresar, de manera más rotunda, la propia identidad local, regional o incluso nacional.
Como es natural, los propios interesados niegan con aspavientos que el desarrollo autonómico y provincial haya carecido de rigor o haya servido a fines distintos que los señalados para ellos en los pomposos preámbulos de los boletines oficiales. ¡Todo va bien! Se ha ido creando asíuna peculiar divergencia entre el discurso oficial y la percepción de una buena parte de la ciudadanía, que encuentra dificultades para conciliar ese discurso con su experiencia cotidiana. Ya se trate de las embajadas autonómicas en el extranjero, de las televisiones públicasy sus diversos consejos audiovisuales, o de los observatorios de aquello que sea menester observar en cada caso, es difícil sostener que estas ramificaciones administrativas sirvan para algo distinto que no sea de agencias de empleo para los partidos y para desviar recursos de las muy necesarias inversiones públicas productivas que –ahora– tanto echamos en falta. No hay que ir muy lejos para comprobarlo; basta pensar en la utilidad comparada de estos organismos y la que poseería una red pública de guarderías con un horario ajustado al de la vida laboral. O en los obstáculos al crecimiento que genera la pluralidad de normas autonómicas y locales para la creación de empresas. O en la absurda proliferación de universidades, que tiene como uno de sus efectos disminuir la movilidad de nuestros jóvenes y hacer aún más rígida nuestra sociedad de mesa camilla.
¡Si pudiéramos hablar razonablemente de estas cosas! Pero no podemos; y eso es parte del problema. No hay, en la esfera pública española, espacio para sostener un debate mesurado sobre la eficacia del actual sistema administrativo. Y las razones que explican esta carencia son más diversas de lo que parece. De un lado, por supuesto, tenemos la presión ejercida por los nacionalismos históricos, para los que una revisión competencial es puro anatema, empeñados como están en construir sus pequeñas soberanías; de otro, el extraño prestigio de que ha venido gozando el nacionalismo en las filas de la izquierda desde el fin de la dictadura, acaso como reacción preventiva frente al jacobinismo conservador. Sea como fuere, la crítica de nuestro entramado administrativo se ha venido despachando alegremente mediante la invocación del derecho que asistiría a catalanes, riojanos o andaluces –despojados asíde su condición de ciudadanos– a vivir en comunidades tan capaces de acumular normas y personal como las demás, sin que en ningún momento entraran en consideración los efectos de esta carrera desenfrenada para la totalidad social. Así, en lugar de ocuparnos de modernizar el país en el marco de una creciente competencia internacional, nos hemos dedicado a rivalizar en ingeniería administrativa. A lo anterior hay que sumar la tendencia del electorado a adherirse a su partido político de preferencia como si de un club de futbol se tratara, de manera que quien entre nosotros vive –salarial o emocionalmente– de un orden dado apenas se permite criticarlo. Ya lo decía Bertolt Brecht: “Primero la comida, luego la moral.”
Hay, no obstante, una razón suplementaria para explicar la inercia sociopolítica que ha culminado en nuestro paralizante pseudofederalismo. Se trata del asunto generacional. A pesar de Ortega y Gasset, no somos en España amigos de pensar en términos de generaciones –quizáporque no somos muy aficionados a pensar en general–; rara vez, fuera de los estudios literarios, las comparamos o describimos los conflictos que se plantean naturalmente por el hecho de que unas preceden a otras y estas últimas tienen que vérselas con el mundo que aquellas han conformado. La política, subrayaba hace poco el filósofo Dieter Thomäen las páginas de Die Zeit, es un cruento juego entre generaciones. La ceguera al respecto es especialmente conspicua en el caso del movimiento 15-M, que, al igual que su equivalente israelí, puede interpretarse, sobre todo, como una protesta por la injusticia intergeneracional padecida por los jóvenes en relación a sus mayores, quienes gozaron de unas condiciones –primero para comprar una casa, luego para encontrar un trabajo y ahora para cobrar una pensión– hoy severamente endurecidas debido a las decisiones tomadas por esos mismos mayores. Paradójicamente, los manifestantes españoles no demandan, por ejemplo, un mercado de trabajo más flexible que deje de proteger de manera desmedida al veterano mientras castiga al principiante, sino que aspiran, con ingenuidad, a universalizar aquella protección máxima.
Pues bien, se diría que esta discrepancia entre las generaciones tiene una especial importancia en España, porque establece una fuerte separación entre los protagonistas del cambio experimentado en la transición a la democracia y los posteriores herederos de la exitosa modernización del país. Los primeros están todavía fascinados por la magnitud de la transformación vivida por la sociedad española en las últimas décadas y muestran una especial querencia hacia los símbolos que la expresan –como la ministra embarazada ante su ejército–, a despecho de las evidentes disfunciones que ella padece. Por contra, los segundos son más conscientes de esos defectos, porque los padecen en directo, pero chocan de continuo con la holgazanería autosatisfecha de sus mayores. Dado que ellos son también los principales beneficiarios del statu quo, nos encontramos con un notable obstáculo psicosocial para la necesaria reforma del complejo público-privado español.
Hay que apresurarse a señalar que los males que lo aquejan no tienen que ver ni con el personal ni con el gasto en sentido estricto, sino con la forma en que personal y gasto son empleados. Más que un problema de dimensiones, tenemos un problema de racionalidad. Y es paradójico, aunque suela pensarse lo contrario, que el fracaso del sistema administrativo impida que hagamos política, porque limita sobremanera su margen de acción. Hace poco, a cuenta del traspaso de poderes en Extremadura, el dirigente socialista Guillermo Fernández Vara respondióa las pretensiones transideológicas de su sucesor al frente del gobierno regional negando la premisa mayor formulada por él para justificar su pacto contra natura con Izquierda Unida: “Claro que hay ideologías. La política no es una gestoría que se saca a concurso.” Lo que es cierto, pero también falso. Porque el primer deber de toda administración pública es funcionar con neutral eficacia en la gestión de todo aquello sobre lo que ya existe (en esto hay una amplia coincidencia entre distintos credos políticos): sanidad, educación, empleo, protección social. Tal como escribe Geoff Mulgan en Good and bad power, su excelente libro sobre el Estado:
Hay un grado sorprendente de consenso a lo largo del espectro político acerca de los criterios clave con arreglo a los cuales debe juzgarse, al menos en principio, la acción de un gobierno, si bien hay menos acuerdo sobre cómo medir sus distintas prioridades.
En ese sentido, no se entiende quérelación guarda con la pureza ideológica el hecho de que los gerentes de los hospitales sean nombrados por tener el carnet del partido y no por sus méritos profesionales; no se entiende porque no guarda ninguna. De ahíque parezca más aconsejable gestionar bien primero para, con los frutos asícosechados, poder hacer política –o sea, establecer prioridades– después.
Podemos ilustrar los problemas del aparato público español estableciendo una analogía con el concepto económico de productividad. Se refiere, como es sabido, al pleno empleo de los recursos económicos y apunta, por lo tanto, hacia el máximo rendimiento potencial de una economía. Variable decisiva de la misma es la organización de los recursos, de manera que, por ejemplo, un mercado laboralrígido impedirála distribución óptima de los empleos en función de las capacidades, lastrando el rendimiento general del sistema económico y aumentando la brecha entre lo que podría dar de sí y su rendimiento efectivo. No se trata de medir matemáticamente los resultados de la gestión administrativa, pero esta analogía sí nos permite formarnos una idea general de su rendimiento en relación a su efecto –benéfico o paralizante– sobre el cuerpo social. Es verdad que el uso de esta comparación molestará a quienes lamentan que una ideología de la eficiencia se haya abalanzado sobre nosotros y nos haya convertido en esclavos, ¡con lo bien que se vivía cuando la vida era más relajada! Sin embargo, cuando hablamos del funcionamiento efectivo del sector público, parece que su eficacia debe constituir un principio rector de toda evaluación, porque de lo contrario estaremos sancionando –en nombre del sosiego existencial– que los funcionarios tomen cinco cafés cada mañana o las universidades produzcan licenciados con faltas de ortografía. Digamos, por tanto, que un sistema administrativo tiene que ser eficaz al menos en el cumplimiento de los fines para los que estádiseñado, siendo su finalidad general contribuir al bienestar de la sociedad con la que se entreteje, promoviendo su dinamismo al tiempo que proporciona la cobertura social necesaria para sus miembros más desfavorecidos.
Por supuesto, esto admite infinitos matices, pero no hace falta entrar en ellos para discutir el caso español. Ya que lo característico del caso español es la abundancia de factores que provocan una desviación radical de los fines básicos de la acción administrativa. Y con ello, claro, una dramática divergencia entre los resultados obtenidos por esta y su rendimiento potencial. No es que nuestro caso sea único, ni el peor imaginable; pero tenemos que decidir si vamos a compararnos con Togo o con Suiza.
Así las cosas, hay que buscar la clave de nuestro desgobierno en la lógica subyacente a la mayoría de las decisiones político-administrativas. Hablamos de toda clase de decisiones: las que atañen al reparto de competencias entre centro y periferia, asícomo entre las regiones, las provincias y los ayuntamientos; las relativas a la coordinación entre las distintas autonomías; las que se refieren al diseño de los organismos encargados de ejecutar esas competencias; las que rigen su funcionamiento efectivo en relación con su sociedad, por ejemplo, determinando los requisitos necesarios para abrir una empresa o para ser beneficiario de ayudas sociales; y, en fin, las decisiones mismas tal como son adoptadas por funcionarios concretos en situaciones específicas, conforme a las directrices señaladas por sus superiores jerárquicos, a menudo designados políticamente: desde la concesión de obras o servicios públicos al reparto de los fondos universitarios o la recalificación urbanística de una finca. Nótese que estamos dejando fuera un aspecto tan determinante como es el sistema mismo de reclutamiento del funcionariado que, entre nosotros, como sucede también con los profesores, no es el mejor de los posibles; no somos ni Singapur en lo primero ni Finlandia en lo segundo. Pero dejando esto a un lado, el problema es que la mayor parte de esas decisiones están condicionadas por lógicas externas a los fines que deberían perseguir, esto es, por la desviación hacia finalidades espurias impuestas por los partidos en el gobierno, que colonizan con ello la neutralidad mínima que cabe esperar de la administración pública.
¿Quélógicas son estas? Me temo que la listaes larga: (I) la lógica partidista, que exige buscar acomodo y salario para el máximo número posible de miembros del partido y sus correspondientes parientes, a ser posible preservando los equilibrios internos de la correspondiente formación política; (II) la lógica nacionalista, que exige acumular competencias sin atender a su mejor ubicación, asícomo dar un barniz identitario al mayor número posible de políticas públicas; (III) la lógica autonomista, que exige reproducir las patologías nacionalistas entodas las regiones, con el resultado práctico del surgimiento de diecisiete predios legislativos sin coordinación entre sí; (IV) la lógica gobierno/oposición, conforme a la cual los dos partidos mayoritarios no pueden ponerse de acuerdo para racionalizar este sistema, porque el primero que lo propone es criticado por su oponente; (V) la lógica de las creencias ideológicas, que impide la introducción de innovaciones en materia de política pública, como las practicadas en los países nórdicos con el sistema de bonos, por considerarse un atentado contra el monopolio público en la provisión directa de servicios; (VI) la lógica de los intereses creados, que supone mantener los privilegios heredados por ciertos colectivos a fin de evitar todo conflicto con ellos; y, finalmente, como precipitado fatal de todo lo anterior, (VII) la lógica clientelar que determina una relación parasitaria entre la administración pública y aquellos grupos e individuos que, por virtud de una relación de afinidad ideológica o de intereses con los gobiernos correspondientes, se constituyen en beneficiarios estructurales de las decisiones político-administrativas (ya se trate de contratos municipales de limpieza, de la subvención a cantores flamencos o de las empresas encargadas de la publicidad institucional).
Tristemente, el resultado es una toma de decisiones que solo incorpora la eficacia social como finalidad residual, o sea, como el efecto hipotético de la acción administrativa una vez que los intereses encarnados en las lógicas citadas han sido satisfechos. Dicho de otra manera, no se diseña un organismo ni se concede un contrato de obra pública en razón de la idoneidad de aquel o de la mejor oferta, sino que ambos, organismo y concesión, son instrumentos para lograr un findiferente y, más bien, inconfesable. Es así imposible que el rendimiento total de la administración española se aproxime siquiera a su máximo potencial.
Esta argumentación provoca a menudo una curiosa reacción entre los ciudadanos, a saber, la de relativizar la excepcionalidad española: en todas partes, se dice, pasa lo mismo. Y es verdad que en todas partes hay clientelismo, cazadores de rentas y cierto grado de corrupción; pero no en el mismo grado. Si fuera así, el rendimiento de todas las sociedades sería parejo, cosa que no sucede: España no es Rumanía, pero tampoco Austria ni desde luego Dinamarca. Aunque todo sistema social contiene disfunciones, la diferencia estriba en su número, que, a su vez, se relaciona directamente con la atmósfera cultural dominante en cada uno de ellos. Que la exgerente del Patronato de Turismo de la Costa del Sol, con un sueldo bruto cercano a los cien mil euros, cargase en la tarjeta de crédito oficial las facturas del supermercado solo puede concebirse en un país como el nuestro; aunque más sintomático es el hecho de que el conocimiento público de su conducta no haya tenido consecuencias de ninguna clase. ¡Y solo es un ejemplo entre miles! En fin, difícilmente seráeficaz una sociedad donde las posiciones relativas ocupadas por sus miembros dependen antes de sus relaciones de pertenencia –al partido, la familia, el círculo de amigos– que de sus méritos para ocuparlas.
Esto último tiene una importancia mayor de la aparente. Dice la teoría de los niveles administrativos que cuanto más cerca estén los órganos decisorios de los afectados por sus decisiones, mejores serán estas. Sin embargo, en España parece suceder lo contrario: cuanto más cerca, peor. O sea, mayor es la probabilidad de que la decisión se vea contaminada por las lógicas antes descritas. Se diría que esto no es más que la traslación del aguachirle español, por parafrasear a Luis Cernuda, a las relaciones socioadministrativas. Nuestra inclinación hacia el familismo y el amiguismo contribuye a la emanación de una ética pública que no es digna de tal nombre, con la consiguiente privatización de los recursos y las decisiones administrativas. ¿Significa esto que no cumplimos con las condiciones requeridas para el buen despliegue de una organización federal o cuasi federal del poder? Pues podría ser. Porque el federalismo es un muy delicado mecanismo sociopolítico, que exige la preservación constante de un equilibrio –por naturaleza inestable– entre sus distintas partes, para el buen funcionamiento del conjunto del sistema. Tanto más en una época, la nuestra, marcada por una creciente interconexión y movilidad de las sociedades y sus actores. Si lo que España tiene que ofrecer como respuesta a este complejo escenario es la proliferación de sociedades de bolsillo que solo con dificultad se coordinan entre sí, estamos condenados al fracaso.
Sin embargo, no parece que podamos permitirnos por más tiempo seguir como hasta ahora. Hay que preguntarse, entonces, si la presión combinada de la crisis y de las directrices europeas puede servir para racionalizar de verdad el sistema público español. Y la respuesta es que sí, pero a condición de que comprendamos –todos– que la reforma es necesaria. Solo asípodráforjarse el consenso necesario para ejecutar los cambios que demanda el caos que el crecimiento desordenado de las autonomías –partidos mediante– ha terminado por crear. En realidad, es más difícil alcanzar ese consenso que dar con el diseño institucional y político adecuado, porque el repertorio de soluciones internacionales estan amplio y está tan bien documentado que no hay más que adoptar las herramientas que mejor salgan paradas en la comparación. Aunque también podemos encargar un estudio y llegar a la conclusión de que necesitamos, para empezar, quinientas personas más. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).