A lo primero que aspira Don Importante es a poner toda la distancia posible entre él y los demás de la especie. El alejamiento constata su importancia, lo distingue de los otros, los aparta sumariamente de su asumida importancia: los otros sólo sirven como testigos de su importancia.
Don Importante cultiva su separación de los otros y la rodea de formas baladíes de intimidación. Y si debe ingresar a lugares colectivos, se esmera en crear réplicas de la importancia de que se reviste. Vivir en la exclusividad supone excluirse todo lo posible de los semejantes, blasonar que ser Don Importante es inverso a lo Semejante.
Ese apetito propicia el mercadeo de importancia, fructífero en la medida en que una cultura es endeble e insegura. Antes, además de la velocidad, viajar en avión tenía el valor agregado de no viajar en tren o autobús, demasiado terrenales y colectivos. Luego se inventaron las “clases” que emulan a 40 mil pies de altura las fantasías de una circunstancial realeza que practica legalmente su desdén a la igualdad. Como la pantomima es contagiosa, las líneas de autobuses la copiaron y crearon camiones con “clases” y agotaron la semántica de la importancia. Antes era un pinche camión; luego fue autobús ejecutivo, autobús plus y autobús ultra; y luego fue el servicio plateado y el dorado, y luego el servicio platino y el diamante, etcétera: la tabla de los elementos a cien por hora.
Cada pequeña muesca en ese ascenso mineral estimula la urgencia de importancia, propia del humano acomplejado. El día que salta del autobús clase uranio a la clase turista del avión es un pequeño paso para la humanidad, pero uno enorme para el candidato a Don Importante.
Ahí comenzará su carrera hacia la clase business, y de ahí a primera, a premium, a súper y a ultra y a híper y a maharaja, etcétera. La cosa es trasladarse del punto A al punto B sin compartir el espacio con el resto del alfabeto majadero.
El sueño final de Don Importante es viajar en una aeronave privada. ¿Por qué será que eso atrae tanto al mexicano promedio? Apenas se hace de algún poder, Don Importante dispone que sus traslados estén a la altura de su ego: el carrote blindado y la comitiva en tierra. Y por aire es peor: viajar en la exclusividad del avioncito o el helicóptero le refleja, como nada en el mundo, su conseguida importancia. Y si ya es patético ufanarse de viajar apartado de los otros, más lo es hacerlo a sabiendas que son los otros quienes financian esa ufanía.
Es un afán de grandeza pueril, propio de mentalidades tembleques. ¿Qué clase de gozo le producirá al secretario de estado o al líder sindical ordenar “que me manden el helicóptero”? ¿Qué deleite deriva de apantallar a los vecinos con tal despliegue de ferretería? ¿”Mírenme: soy VIP”? ¿Eyacularán los Don Importantes cuando cruzan el empíreo, rodeados de su familia y sus perritos, mirando a los otros allá abajo, embotellados?
Esa misma emoción aguada mueve a los activistas que expropian autobuses también para su uso privado.
Si una persona cualquiera necesita ir de A a B acude a la terminal, compra su boleto, se sube al camión y hace su viaje. No así los activistas. Ellos prefieren detener al camión, ordenan bajar a los otros, los dejan a la buena de Dios y esclavizan al chofer. “Compañeros ciudadanos, favor de desalojar esta unidad que ha sido requisicionada para trasladar a quienes habrán de liberarlos de la injusticia.” Los pasajeros se bajan, sacan sus chivas y se quedan callados y humillados a la vera del camino.
¿Hay diferencia entre el camarada delegado Equis y el Importante Korenfeld? No: ambos se consideran extraordinariamente Importantes.
Qué rara la mexicana, instintiva aversión a ser un ciudadano común.
El político altanero, el obispo magnífico, el líder sindical, el ricachón forrado, el compañero popular en rebeldía no viajan junto a cualquiera. No. Hacerlo ofendería el empeño con que trabajan en favor de la igualdad.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.