Hace unos 10 años parecía que nadie podía dejar de hablar del microbioma humano. Después de que, en 2003, el Human Genome Project terminó de mapear y secuenciar por completo todo el ADN humano, los National Institutes of Health (NIH) en Estados Unidos comenzaron a poner atención a los genes no humanos que habitan en nosotros, esos billones –¡millones de millones!– de bacterias, virus, hongos, y demás microorganismos que viven sobre y dentro de nuestros cuerpos. Entre 2007 y 2016, los NIH otorgaron 170 millones de dólares al Human Microbiome Project para investigar nuestra relación con nuestra microbiota.
Este y otros proyectos de investigación demostraron que nuestra dependencia de la microbiota no puede exagerarse. Varios estudios pioneros mostraron que el microbioma es indispensable para regular tanto nuestro sistema inmunológico como los órganos internos. Aunque tan solo comprende entre 900 gramos y 2.72 kilogramos del cuerpo humano promedio, la microbiota representa aproximadamente la mitad del número total de células. Esta microbiota, denominada colectivamente como el “órgano virtual”, expresa entre 2 y 20 millones de genes, superando en más de 100 veces el número de genes humanos. Estos organismos digieren nuestra comida; mantienen el pH de microambientes como la saliva, la bilis, el ácido gástrico y los conductos lagrimales; y eliminan las células muertas para que las vivas puedan ocupar su lugar. Colonizan nuestra piel, cabello y axilas, y cubren hasta el último rincón de nuestro cuerpo por dentro y por fuera. La presencia de una gran variedad de microbiota es imperativa para mantener casi todos los procesos fisiológicos y para impedir el crecimiento de los patógenos que nos enferman.
Sin embargo, no solo el microbioma es importante: también hay patógenos que podrían parecer dañinos pero en realidad juegan un papel crucial para nuestra salud. De hecho, muchos biólogos evolutivos creen que la fuerza motora más importante para la evolución se encuentra en nuestros esfuerzos por vencer a los patógenos, los cuales están evolucionando constantemente. De acuerdo con esta hipótesis (llamada la hipótesis de la Reina Roja), sin esta competencia seguramente seguiríamos siendo organismos de ocho células nadando en un estanque.
A medida que proliferaban las investigaciones sobre la importancia del microbioma y de la exposición a microbios externos, los periodistas y el público parecían prestarle más atención a este mensaje. En 2013, Michael Pollan, escritor del New York Times, exaltaba las glorias de llevar una vida que ayudara a mantener nuestra diversidad microbiana. En 2015, un artículo de Bloomberg calificó como inútil y erróneo intentar vivir evitando las bacterias. En 2016, el popular libro Let them eat dirt fue elogiado nada menos que por el gurú de padres y exitoso autor William Sears, quien lo consideró “Una lectura obligatoria para padres, maestros y cualquier profesional de atención médica para niños”.
Para 2019, crecía entre el público la aceptación de que el contacto con microbios, incluso con aquellos que son infecciosos, era algo inevitable y en su mayor parte beneficioso.
Y luego llegó la covid-19.
Hoy, todo el progreso que se había logrado ha sido tirado por la borda gracias a los protocolos de limpieza y las fantasías de vivir en un ambiente estéril. En nuestra mente, hemos confundido la suciedad, la mugre e incluso los gérmenes, entendidos en su sentido tradicional –es decir, como microbios que se propagan de un ser humano a otro–, con patógenos letales que debemos evitar a toda costa. Esto resulta en que algunas personas sacan a pasear a sus perros usando un cubrebocas N95 sin que haya nadie más afuera, se aplican gel antibacterial en las manos con frecuencia y en cantidades generosas, y hablan de que nunca quieren “volver a tener un resfriado”. La autoridad de tránsito de la ciudad de Nueva York tiene una página web entera dedicada a sus protocolos de limpieza, entre los cuales se encuentra la aplicación de “biostats antimicrobianos” después de realizar un protocolo de desinfección completo. A los niños se les impide asistir a la escuela porque tienen un goteo nasal, cuando es justamente la exposición a otros niños con narices que moquean lo que les permite desarrollar un sistema inmunológico robusto cuando llegan a la edad adulta.
Una exposición regular a microbios y alérgenos a una edad temprana ayuda a refinar el sistema inmunológico y lo entrena para discriminar entre invasores propios y ajenos, un concepto conocido como la hipótesis de la higiene. Los estudios muestran que los niños pequeños que viven en granjas o con mascotas desarrollan alergias y asma con menos frecuencia que aquellos que no están expuestos a los animales y a sus entornos. Del mismo modo, los niños que se chupan el dedo y se muerden las uñas, hábitos que dejan entrar una gran variedad de microbios en la cavidad oral y, por lo tanto, en el resto del cuerpo, también tienen una mayor protección contra las enfermedades alérgicas en comparación con los que no lo hacen.
Los microbios no solo son buenos para entrenar el sistema inmunológico, sino que también son fundamentales para nuestra salud y bienestar general. Los adultos que viven en granjas, así como los que interactúan socialmente de manera frecuente y tienen relaciones cercanas, tienen microbiota intestinal más diversa. La falta de diversidad microbiana intestinal se asocia con una amplia gama de problemas de salud, como la obesidad, la ansiedad y la depresión. (Es por eso que a veces se hace referencia al intestino como “el segundo cerebro”.) La microbiota intestinal interviene tanto en la digestión como en la inmunidad al competir contra los patógenos por nutrientes y espacio, y al estimular respuestas innatas del sistema inmunológico. La microbiota intestinal también juega un papel importante en el mantenimiento y la regulación de la microbiota en otros órganos, como los pulmones y el corazón, y un desequilibrio puede empeorar las enfermedades respiratorias, incluido la covid-19. El microbiota de la piel, que a menudo es la primera línea de defensa contra una infección, puede estimular la expresión de firmas genéticas en las células T que protegen contra la infección y aceleran la cicatrización de heridas. Por lo tanto, no sorprende que la falta de diversidad en la microbiota se asocie con enfermedades pulmonares y cardiovasculares, enfermedades autoinmunes como la diabetes y la distrofia muscular, e incluso el cáncer y los trastornos mentales.
Incluso antes de la pandemia, la diversidad microbiana ya había sido golpeada por décadas, probablemente debido a los omnipresentes protocolos de limpieza y desinfección, las dietas ricas en alimentos procesados y la vida sedentaria en interiores. Pero las medidas para mitigar la covid-19 en los últimos dos años, como los confinamientos, el uso de cubrebocas, el distanciamiento y el uso generalizado de desinfectantes, solo pueden haber agravado el problema. Irónicamente, permanecer en casa, donde estamos expuestos a menos microbios y menos personas, que ha contribuido a un mayor consumo de alcohol y aumento de peso, probablemente contribuye a la inmunidad deficiente que merma nuestra capacidad para combatir el SARS-CoV-2.
Es posible que ya estemos viendo los efectos de estas políticas de aislamiento en nuestra inmunidad. Una posible explicación para la reciente oleada de hepatitis severa en niños pequeños es que, después de dos años de mantenerse alejados de otros humanos, el sistema inmunológico de los niños sea menos capaz de combatir patógenos que antes eran leves, como los adenovirus. Hasta ahora no hay evidencia de que el SARS-CoV-2 esté causando la hepatitis directamente. Existe un fenómeno relacionado que se conoce como la deuda de inmunidad, en el cual la falta de convivencia física con otras personas causa que, al finalizar el aislamiento, la persona experimente una alta carga de enfermedades infecciosas. Este fenómeno probablemente haya contribuido a brotes de VSR en bebés y niños pequeños el verano y otoño pasados.
Afortunadamente, muchas de las medidas que al principio se usaron equívocamente para mitigar la propagación de la covid-19, como limpiar los alimentos, llenar con arena los parques de patinetas y envolver los columpios de los niños con plástico, se han ido eliminando. Pero aún quedan demasiadas. Hoy en día todavía hay contenedores de plumas “limpias” en bancos y consultorios médicos, menús con códigos QR en restaurantes y barreras de plexiglás en algunas escuelas, supermercados y consultorios médicos. Los niños siguen limpiando sus escritorios con cloro, Lysol y otros productos tóxicos, y siguen yendo a la escuela con desinfectantes para manos en sus mochilas. Incluso el CDC ha mantenido un protocolo detallado para la limpieza profunda en su sitio web, a pesar del consenso ahora bien establecido de que el riesgo de transmisión por medio de una superficie del SARS-CoV-2 es infinitamente pequeño. Todavía existe un fuerte estigma en torno a salir a la calle con una tos o un resfriado leve, y se siguen publicando artículos que dicen que debemos repensar el apretón de manos como una norma cultural. Incluso estornudar se considera como una transgresión social, aun en medio de la temporada de alergias.
Es probable que medidas como la separación de plumas hayan persistido porque se consideran inofensivas. ¿A quién realmente se está lastimando con un recipiente con plumas “limpias”? Y aunque individualmente estos protocolos pueden ser insignificantes, la combinación de todos, y su aparentemente interminable inserción en la vida diaria, en realidad puede estar haciendo daño, al contribuir a un ambiente que es “hiper limpio”, fomentando la idea de que entrar en contacto con cualquier microbio es perjudicial para la salud.
Después de dos años de restricciones por la covid-19 que nos mantuvieron alejados del resto de la sociedad, junto con el constante recordatorio de que la propagación de gérmenes puede ser mortal, es comprensible que muchas personas encuentren atractiva la fantasía de un mundo estéril. Sin embargo, a medida que salgamos de la fase pandémica, debemos recuperar una parte de nuestra ecuanimidad hacia el mundo microbiano, y volver a apreciar cuán integrales son estos organismos para nuestra supervivencia. Las vacunas, no las toallitas Lysol, son nuestra mejor defensa contra los daños del SARS-CoV-2. Y los microbios no son el enemigo. Son parte integral de lo que somos: el 8% de nuestro ADN son en realidad remanentes virales, y se cree que otro 40% tiene orígenes virales, incluidos los genes que dan origen a la placenta, el órgano que nos define como mamíferos y que nos mantiene a todos vivos durante nueve meses en el útero.
Haríamos bien en recordar que la naturaleza detesta el vacío: cuando se eliminan los microbios con los que hemos convivido durante cientos de miles de años, otros peores pueden ocupar su lugar. Necesitamos permitirnos intercambiar microbios con otras personas y con nuestro entorno nuevamente. Así fue como salimos del pantano y nos convertimos en humanos.
Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.