Lo bonito para ti

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Vivían con el abrigo siempre puesto. El frío y el viento se colaban por todas partes, aullando por entre las junturas de las ventanas. Envueltos en trapos hasta las orejas, en una sala de estar sin apenas muebles, parecían una congregación de mendigos en plena estepa rusa. Y si alguna vez sonaba el timbre, se sobresaltaban todos. Pero los fines de semana abandonaban la ciudad y se marchaban al campo. A un valle estrecho entre montañas no muy elevadas. Y durante las vacaciones de verano se quedaban allí meses. Allí ellas se dedicaban a correr de la mañana a la noche, compartiéndolo todo con unos cuantos amigos. Y se quitaban el abrigo incluso en invierno. Porque allí siempre hacía calor, un calor amarillo, radiante, bajo el monótono concierto de las chicharras. Entonces se esperaba a que llegara la época de las moras, y se sentaba uno a escuchar historias. Matabichos era uno de esos hombres del campo a los que les gustaba remontarse a algún hecho inexplicable. Hablaba en pequeñas dosis, tomándose su tiempo, y cazaba acompañado de todos sus perros, una reata de canes llenos de heridas mal curadas, sin más pedigrí que el que da la vida al aire libre. Con una escopeta de dos cañones y su boina, le gustaba hacerlo a la mano, con otros hombres del lugar, y regresaba al anochecer con un conejo al hombro que ni siquiera había cobrado él, pues seguía a sus presas con la mira del arma, pero no disparaba nunca.

Enjuto, marcando las costillas y con las piernas como tendones de codorniz, Beni, Benedito, que ese era su verdadero nombre, tenía la piel morena, con miles de arruguillas, por las muchas horas que pasaba a la intemperie. Era un joven curioso, poseedor de un interés digno de un científico, y con frecuencia se quedaba atisbando por el agujero de una de las varas de su carretilla. Se agachaba, acercaba el ojo al hueco y perdía así horas. O realizaba experimentos, como poner la mano en el orificio de la otra vara, con la esperanza tal vez de leer sus propias líneas de la vida en aquel telescopio de ida y vuelta, pero el cansancio y la frustración no tardaban en obligarle a tumbarse para echar una siesta. Entonces parecía que nunca iba despertar, pero en cuanto se desperezaba formaba con una de sus manos un tubo delante de uno de sus ojos y, cerrando el otro, se ponía a fisgar. Aplico la ley del canuto, decía. Es como mirar por el ojo de una cerradura. Y, levantando el falso catalejo, perdía la mirada en un punto cualquiera, para acechar a algún animal o a alguna persona, pues admiraba el movimiento en los demás. Lo bonito para ti, exclamaba cuando le decían que regara un bancal de flores o recortara un seto. Él prefería plantar tomates, calabacines. Y se marchaba lo más lejos posible, para apostarse en algún rincón, desde donde contemplar el horizonte, olvidándose del tiempo, con lo que una tarde, según contaba, una hiedra había crecido hasta enredársele en el pelo y hacerle cosquillas en la nuca.

Como todas las personas acostumbradas a vivir en medio de la naturaleza, sabía lo que es la necesidad y había aprendido pronto a tener paciencia. La vida en la ciudad, en cambio, estaba llena de inquietudes, de precipitación. Llena también de frío y de silencio. Del silencio de la soledad, en medio del ruido. Con ropas siempre heredadas, de unos primos mayores, Elba y Jara tenían un aspecto poco común. Cuando la mayoría de las niñas iban cubiertas de lazos y volantes, con telas de colores suaves, ellas aparecían de rojo y negro, con unas cazadoras de leñadores canadienses a grandes cuadros. Aquella diferencia, que en la ciudad las convertía en el blanco de todas las miradas y de más de una burla, en el campo era una ventaja, sobre todo porque a ojos de los demonios las volvía más atractivas. Los demonios llegaban en cuanto apretaba el calor. Otros niños por aquellos tiempos, a principios de los setenta, esperaban el desembarco de los ángeles. En forma de niñas. Y lo hacían en invierno, que es cuando al parecer caen sobre algunas ciudades cubiertas de nieve. Ellas, en cambio, aguardaban la arribada de los demonios. ¡Que llegan los Wojniakowski! ¡Que vienen los Polanski! Con ellos formaban una banda, y tenían chicos para todas.

De padre polaco y madre española, los Wojniakowski vivían el resto del año en las afueras de Londres, encerrados en colegios lúgubres rodeados de hiedra. Los traía su madre en un taxi negro y alto, de esos que usan los ingleses en sus ciudades húmedas, siempre envueltas en la bruma. Bajaban del coche como un torbellino de aire caliente, y  ellas, pero también Carlos, el hermano de Erika, Anja y Loreto, los recibían con gritos. Llueven demonios y las niñas son felices, había dicho Florencia en una ocasión. Alegres, con ese punto de crueldad que dan las ganas de vivir, la piel blanca y las cabelleras de distintos colores, los Wojniakowski llamaban la atención. Kaçic, delgado como un lápiz, tenía el pelo castaño. Jerzy, el más fuerte, era rubio. Tadeusz, lucía una melena cobriza. Y Jan… Jan era caso aparte. En lugar de dar besos como saludo, arreaban mordiscos. Como si Elba, Jara, Anja, Erika y Loreto no fueran más que manzanas de distintos sabores. Y no solo eso. Los Wojniakowski apenas se lavaban, no se peinaban casi nunca, vestían con ropas viejas, llenas de lamparones, comían cuando les daba la gana y de noche corrían desnudos por el campo.

Jan era… ¿Cómo explicarlo? El silencio se apodera de algunas mujeres cuando se enamoran, aunque hablar en general de la mujer quizá resulte exagerado, cuando tal vez la mayoría no preste la más mínima atención a las palabras de los hombres y cuando además Elba entonces solo tenía trece años. Sin embargo, sus ojos ya pendían de los labios de Jan, al que observaba doblando el cuello hacia un lado. Jan, el anacoreta imposible. Anacoreta, porque le gustaba rodearse de libros y cajas de pintura, a menudo para no hacer nada más que mirar el techo. Imposible, porque era difícil sacarle de su encierro. Pero cuando se producía ese milagro, cuando Jan salía, lo difícil era lograr que volviera a recogerse. Soy un Robinson Crusoe sin isla y sin haber naufragado, decía. Soy el conde de Montecristo sin que nadie me haya detenido. Y si leo a Kafka, no tardo en verme convertido en una especie de escarabajo. No te conviene, le había dicho a Elba su madre, como si a su edad aquello tuviera importancia, como si se pudiera torcer la voluntad de una cabezota. Pero las madres empiezan pronto su labor de zapa. ¿Qué le has visto? Se diría que te ha sorbido el seso. En cuanto aparece, no tienes tiempo para nada. Cuando te mira con esos ojos del color de la avellana, le hubiera explicado Elba. Ponte cómoda, mamá, que voy a intentar que me comprendas. Pero salía corriendo en pos de él.

Elba y Jan preferían alejarse del tumulto que formaban los demás. De los juegos con los que mataban el tiempo. Como organizar entierros de hormigas, asesorados por Matabichos, al que le gustaba estar con ellos y olvidar sus deberes. Al fin y al cabo, era poco mayor. Y a lo largo de los años entre todos construyeron un cementerio para animales. Pájaros, moscas, lagartijas, y hasta alguno de los perros de Beni. Como Golfa, hija de una podenca andaluza y un chucho de los alrededores, los ojos del color de la miel y el pelaje canela con un par de manchas blancas. Había caído persiguiendo a un toro bravo que se acercó más de la cuenta a uno de sus cachorros. Era la única que gozaba del privilegio de un epitafio. Unos mueren para que otros sobrevivan, escribieron con esmalte de uñas en un espejo roto. Una frase que le habían oído musitar a Benedito mientras aplastaba un erizo con su cachava de paseo, surtiéndoles así de un nuevo cadáver, al que metieron en una de las cajas de galletas que cada año le traían los Wojniakowski, porque les entusiasmaba verle eligiendo una. Lo hacía como quien se asoma a un pozo. Apoyaba las manos en el borde de metal e inclinaba la cabeza sobre la abertura, como si temiera caerse dentro.

Otras veces organizaban batallas entre las hormigas negras y las rojas. O entablaban combates con piedras en mitad de la cañada y guerras de escupitajos junto al abrevadero. Pero Elba y Jan siempre que podían se ocultaban en algún recodo del río, entre los penachos blancos de las cañas medio secas y los caballitos del diablo. Hasta allí llegaban las voces de los demás. ¡A Beni le gusta Elba! ¡A Beni le gusta Elba!, coreaban Anja, Loreto, Jara y Erika en cuanto se daban cuenta de que habían desaparecido. Elba miraba a un lado y a otro, porque al levantarse, cuando abría la persiana, encontraba a Matabichos al pie. ¿Has dormido bien, Elba?, decía. Y ella le relataba sus pesadillas nocturnas. Detrás de cada flor veo un tábano. En cada tronco de árbol, un hervidero de langostas. Los bichos me recorren las piernas debajo de las sábanas. Aplasto las arañas con las manos y no me atrevo a moverme, pero poco a poco me vence el sueño, aflojo los puños y noto cómo sus patas peludas corretean otra vez por mis muslos, mientras huelo los incendios que se comen el monte en la oscuridad y oigo cómo revientan las bolas de resina. El sapo concho me despierta, llegó a decir en una ocasión. ¿El sapo concho? Elba había corrido hasta la cocina a buscar una cuchara de madera y una cacerola. Suena así. Mira. Con crestas protuberantes sobre los ojos, tiene cara de ratón. Y sus crías, el cuerpo transparente.

Pero aquí no hay sapos de esos. Elba había encogido los hombros, porque lo sabía muy bien, como también que en la antesala del sueño, la lógica y la geografía no tienen ningún sentido. E, impasible, había continuado con la enumeración. Cuando cantan las ranas coquí tampoco puedo pegar ojo. En cuanto los cierro, mi madre se transforma en una fiera. Un oso polar inmenso, que con sus zarpas nos empuja hasta una cueva. Sí, había dicho él. He visto su abrigo. Elba le había observado admirada. Se refería a un abrigo de color blanco con el que Florencia en invierno se confundía con la nieve. Todos llevamos dentro al que abraza el árbol y al que lo corta, había sentenciado Matabichos. Todo tiene dos caras. Las ortigas, por ejemplo. Hacen que te arda la piel en cuanto te rozan, pero en la sopa están bien ricas. ¡A Beni le gusta Elba!, exclamaba su compañera de habitación en cuanto descubría quién estaba allí fuera y Elba cerraba corriendo. Pero aquellas palabras que coreaban las chicas no eran lo peor. Lo peor era que, cuando se hartaban, el estribillo se ponía patas arriba. ¡A Elba le gusta Beni! Ella cerraba los párpados, los puños. Una palabra rebotaba en el interior de su cabeza. La había utilizado una vecina francesa para referirse a Beni, y todos los adultos se habían echado a reír, como se burlaban siempre de las ocurrencias de aquella mujer. Es un maldito voyeur, había dicho. Y el adjetivo a Elba la había hecho estremecerse. Lo que aquella mujer calificaba de maldito debía desaparecer. Todos tenemos derecho a un sitio, se decía ella. ¿Incluso los malhechores? Incluso ellos.

Una tarde, cuando se encontraban sentados a la larga mesa del comedor haciendo tareas porque se acercaba el mes de septiembre, Elba cogió a Jan de la mano y lo arrastró fuera de la casa y después por el campo, hasta la iglesia del pueblo. Las palabras catedral, románico, leídas en un libro, la habían impulsado a salir en busca de aquel edificio. Educada en un sano ateísmo, conocía la fe católica más por sus dotes observadoras que por las imitativas. La religión no era un valor común en su familia. Por su parte, Jan vivía en un país de tradición anglicana, y tampoco sabía mucho acerca de lo que allí se traían entre manos. Era domingo y la gente del pueblo asistía a una ceremonia. Había flores, cirios encendidos y niñas vestidas de blanco. Las pocas veces que había entrado allí, Elba había escuchado cosas increíbles, como que era necesario convertir las piedras en pan. O que al tal Jesús lo habían crucificado, y él no solo había perdonado a los dos malhechores a los que condenaron con él, sino también a quienes hicieron aquello. Y a voces: ¡Si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti! Al son de una campanilla, el sacerdote alzó las manos. A sus pies hubo un revuelo de arrodillados. Los fieles bajaron la cabeza.

Tienes que hacer como los demás, susurró Elba. Beben sangre. Y comen la carne de Cristo. Jan inclinó la cabeza. Alguien se acercó hasta ellos, arrastrando los pies. ¿Qué hacéis aquí? Elba se limitó a chasquear la lengua. Jan siguió encogido, con la vista clavada en las baldosas. Y tú, ¿por qué bajas los ojos? ¿Acaso cuando una gallina pone un huevo miras a otro lado? Quien así les hablaba era Beni. Tened los ojos siempre bien abiertos, añadió. Y levantando el índice de la mano derecha señaló los suyos, abriéndolos cuanto era capaz. ¿Por qué no vais a tomar un baño? Hace calor y acabo de cambiar el agua de la pileta. Muchos se volvieron a fisgar. No les quedó más remedio que seguir el consejo de Matabichos.

El agua estaba transparente, aunque otra vez se había llenado de notonectas y zapateros. Miraron a su alrededor. Nada ni nadie se movía por allí. Solo los árboles al fondo decían adiós. Se quitaron la poca ropa que llevaban encima, y Elba siguió a su amigo a una distancia prudencial. Le gustaba verle de espaldas. La figura esbelta. Los hombros anchos. El cabello negro revuelto. Y con la imaginación le cubrió de caricias. De todos los besos que le daba cada día sin llegar a dárselos jamás. Jan se detuvo en el borde. Tal vez percibió su mirada, porque se volvió y, acercándose, la besó en los labios. Y cuando ella, al cabo de unos segundos, en los que pareció que se había sumergido en un lago de montaña, abrió los ojos, de un verde enmarañado, Jan susurró: Es como besar el bosque. No volveré a apartar la vista. Pero a ella se le empañó el alma. Algo en su interior le dijo que aquel era el último verano, cuando sintió que una mirada subía por sus pantorrillas, por sus corvas, demorándose unos instantes un poco más arriba para trepar después por su espalda, como un rastrillo que recorre las pequeñas hondonadas y los resaltes de la tierra. O un catalejo, que en la distancia puede detenerse donde le viene en gana. No se volvió. Bueno, ¿qué? ¿Tomamos ese baño?, refunfuñó. Hace tanto calor… Y se sintió como un hombre.

Jan sonrió y, dando un salto, se tiró al agua. De sobra sabía él que el calor no era más que una excusa. A pocos pasos de allí una silueta, agazapada tras un árbol, se estiró sobre las puntas de sus pies. Ahora verás. Abre bien los ojos, susurró Elba. Y, volviéndose, observó fijamente al que se la comía con los ojos. Lo bonito para ti, le dijo. Él pareció fundirse con la pala, con el tronco, desvanecerse en el aire soleado. Todos tenemos derecho a un sitio, recordó Elba. Te llevaré siempre en el corazón. Se giró, echó a correr y, dando un brinco, desapareció en el agua, donde se descompuso en mil reflejos. Azules, verdes, del color del tabaco y la miel. Maldita golfa, se oyó a sus espaldas. Y los toros en los prados mugieron en celo. ~

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(Madrid, 1961) es escritora y traductora. Ha publicado las novelas 'Leo en la cama' (Espasa, 1999), 'Los pozos de la nieve' (Acantilado, 2008) y 'Venían a buscarlo a él' (Acantilado, 2010).


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