Chile en su laberinto

El proyecto constitucional que será plebiscitado en septiembre divide a la sociedad chilena y abre las puertas al populismo.
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“El proceso constituyente en el que hoy estamos embarcados no terminará el 5 de septiembre, al día siguiente de que sepamos el resultado del plebiscito de salida, porque las dos alternativas en juego están lejos de convocar a la gran mayoría ciudadana. La Constitución vigente tampoco logra concitar ese apoyo, pues se utilizó el poder de veto de sectores partidarios del Estado ausente o subsidiario cada vez que se buscó reformarla.”  

Las palabras de Ricardo Lagos, presidente de Chile de 2000 a 2006, resuenan en la memoria histórica y la consciencia republicana de todos los que venimos del ya viejo tronco concertacionista que protagonizó no solo el tránsito desde la dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet hacia la democracia, sino que condujo, hay que decirlo también, en diálogo con la centro derecha, los mejores treinta años de la historia de Chile.

Sin embargo, como se sabe, el país “despertó” con una oleada de enorme descontento ciudadano el 18 de octubre de 2019. Al ritmo de protestas pacíficas que pedían un nuevo pacto social, dignidad e igualdad de oportunidades para todos, mezcladas con saqueos, destrucción, violencia, incendios de museos, bibliotecas, iglesias y el metro de Santiago y furia iconoclasta, la mayoría de nuestra sociedad le sacó la modorra autocomplaciente a todas las estructuras de poder de esta hebra de tierra llamada Chile.

El gobierno de Sebastián Piñera “le declaró la guerra” a las reivindicaciones sociales y a los indignados. Desde ese acto de torpeza mayor trastabilló, tembló y puso en jaque a nuestra democracia, haciendo gala de una impericia política sin precedentes y avalando tácita e irresponsablemente severos atropellos a los derechos humanos. La oposición, fragmentada e intolerante con un gobierno de centro derecha que le pareció, en sus dos administraciones, insoportable de aceptar, se puso mayoritariamente el traje populista y validó el discurso “octubrista”, creyéndolo unitario, predecible y administrable.

Durante dos meses, Chile vivió un terremoto social interminable ante la perplejidad, asombro y simpatía de buena parte del orbe. Entonces, a duras penas y al borde de la cornisa, en un encuentro fortuito en uno de los baños del Congreso Nacional (no es metáfora alguna), el senador derechista Juan Antonio Coloma y el entonces diputado Gabriel Boric abrieron las puertas a una salida política a la crisis, permitiendo que se plebiscitara y, de aprobarse, se redactara una nueva Constitución que sepultara de una buena vez a la escrita entre cuatro paredes, ratificada en un plebiscito fraudulento en 1980.

Al igual que al resto del planeta, la pandemia nos descentró y obligó a poner pausa a los tiempos institucionales originalmente planificados. Con todo, el “octubrismo” refundacional se instaló en el aire chileno, llevando a los sectores de izquierda y extrema izquierda a creer que lo ocurrido en 2019 era un espaldarazo a una retórica sesentera y al fin del modelo libre mercantilista que ha regido el destino económico de Chile desde fines de los años setenta. La desmesura política con manifiestos aires populistas se fue estableciendo como una supuesta normalidad institucional, la que muchos creyeron fue avalada por el contundente 78% que, en octubre de 2020, en el llamado Plebiscito de Entrada, aprobó la elaboración de una nueva Carta Magna. Luego, en una histórica cascada de elecciones, los chilenos volvieron a las urnas en mayo de 2021 para elegir a los 155 constituyentes que redactaron el proyecto constitucional que acaba de ser entregado este 4 de julio.

Entretanto, elegimos alcaldes, diputados, senadores y un nuevo presidente. Los resultados, como se sabe, fueron contradictorios. Por un lado, en la Convención Constituyente, la coalición del presidente Boric, con eje en el Frente Amplio y el Partido Comunista, pasó una verdadera aplanadora electoral, jibarizando al centro y a la derecha a una mínima expresión. Por otra parte, en el Congreso, las elecciones del año pasado mostraron que el electorado chileno pareciera ser mucho más moderado de lo pensado, dejando al parlamento en una situación de empate que obliga a negociar a gobierno y oposición.

Hemos ido de plebiscito en plebiscito y de elección en elección durante los últimos dos años, al tiempo que la Araucanía arde de punta a punta, el narcoterrorismo se robustece día tras día, la inflación galopa, la delincuencia nos comienza a obligar a cambiar nuestros hábitos sociales, los migrantes son perseguidos y el coronavirus no termina de ceder.

Mientras todo esto ocurre, la Convención Constituyente ha terminado de elaborar un texto constitucional maximalista, impreciso. Tiene grandes aciertos, como el fortalecimiento del rol garante del Estado en términos de derechos sociales, la gran importancia que da al cuidado y protección medioambiental, y el establecimiento de la paridad de género como un derecho insoslayable. Pero también debilita gravemente nuestro sistema político. Reformula peligrosamente al poder judicial, dejándolo a merced del clientelismo de las mayorías de turno. Establece además escaños reservados para los pueblos originarios, en un esquema de sobrerrepresentación absurdo, que da la tutela a estos de los cambios constitucionales que se quieran realizar, y deja las puertas abiertas al nacionalismo rampante, dejándonos como un estado plurinacional, en lugar del estado multicultural que siempre hemos sido y seremos.

El proyecto constitucional que se nos pide aprobar nos divide y fractura aún más como sociedad. Deja a nuestra democracia vulnerable frente al etnonacionalismo y abre las puertas al populismo flagrante. En nombre de la justicia y la dignidad se ha redactado un documento grandilocuente que, a priori, se nos dice, deberá ser enmendado, estableciéndose para ello un mecanismo intrincado y altamente inviable.

¿Merecemos como sociedad una Constitución construida con la lógica del siglo XX cuando ya nos encontramos en la tercera década del siglo XXI? ¿Debemos conformarnos con una Carta Magna que profundice diferencias y polarice nuestra visión de país? ¿Podemos darnos el lujo de perder la oportunidad de contar con una Constitución democrática e inclusiva, cimentada no solo en derechos y deberes, sino en una profunda noción de reciprocidad?

Chile, esta maravillosa hebra multicolor, diversa en sus climas, paisajes y multiculturalidad, merece el mayor de nuestros esfuerzos para dotarlo de una carta de navegación que, recogiendo el duro aprendizaje de nuestro pasado, nos permita abordar con imaginación, coraje, generosidad y fuerza los desafíos presentes y futuros que nuestro país, continente y planeta tienen frente a sí.

Se dirá, entre otras hipótesis, que quienes optamos por votar rechazo a la Constitución elaborada por la Convención Constituyente lo hacemos por defender privilegios, autocomplacencia o temor. Nada más lejos de la realidad.

Conozco y desprecio las dictaduras y regímenes totalitarios de cualquier signo político, conozco bien la persecución y el exilio, comprendo los peligros del populismo, pero he decidido votar rechazo por convicción y corazón. Lo haré por responsabilidad cívica y por consciencia histórica.

Con todo, la realidad es que no ganará el que gane, ni perderá el que pierda.

La noche del 4 de septiembre, nada habrá terminado. El camino que tenemos por recorrer para sanarnos, reencontramos y volver a confiar los unos de los otros es sinuoso y áspero. Pero una cosa es cierta: así como cerca del 80% de nuestra ciudadanía le dijo ¡basta! a la derecha nostálgica de la dictadura pinochetista, el triunfo del rechazo pondrá a la izquierda refundacional y al populismo latinoamericano que late en nosotros en su lugar. Y tal vez entonces, respirando con alivio, comenzaremos a caminar, no hacia una tregua, sino hacia un verdadero pacto social donde no sobre nadie, el cual nos permitirá ser más grandes en imaginación, dignidad y libertad.

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es psicólogo, lingüista y artista visual. Sus libros más recientes son La revolución del malestar (2020) y En defensa del optimismo (2021). Es vicepresidente de Amarillos por Chile.


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