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Extender la presencia militar en las calles es solo el principio

El gobierno federal y una mayoría legislativa aprobaron extender la participación del ejército en tareas de seguridad pública hasta 2028. Las razones no tienen que ver con la legalidad ni con la seguridad.
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El 4 de octubre pasado, el Senado de la República aprobó un artículo transitorio constitucional para ampliar el plazo de participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública en México. Este resultado fue posible gracias a la connivencia de nueve senadores del PRI, dos del PRD y uno que abandonó el grupo parlamentario del PAN dos semanas antes de la votación.

La forma y el fondo de la reforma son cuestionables.

Por un lado, el recurso legal es débil. Modificar en un transitorio –es decir, un artículo que solo regula cómo aplicar un cambio constitucional– una modificación que contraviene un principio del cuerpo constitucional –como lo es el carácter civil de la seguridad pública– es por lo menos mañoso.

Por el otro, los argumentos en contra de la militarización son múltiples y variados. El más convincente, me parece, es su ineficacia. Los militares llevan décadas en las calles y no vivimos en paz. Este sexenio ha sido el más mortífero y aquel con más desapariciones. En algunos territorios de la República el narcotráfico ha desplazado a comunidades enteras y apenas un día después de la votación asesinaron a 18 personas en el palacio municipal de San Miguel Totolapan, Guerrero. Todo esto, a pesar de tener a los militares en las calles, supuestamente procurando nuestra seguridad.

Vale la pena preguntarse por qué, entonces, 87 senadores votaron a favor del dictamen. Pero con mayor razón, por qué el gobierno federal consideró tan necesario aprobarlo.

Hay que ser claros: no fue un asunto de legalidad. Los militares llevan décadas realizando tareas de seguridad pública con bases constitucionales endebles y este gobierno, acaso más que cualquiera anterior, dista de ser un obsesivo de la legalidad.

Desde 1996, la Suprema Corte de Justicia de la Nación sentenció, como respuesta a la acción de inconstitucionalidad 1/96, presentada por un grupo de legisladores, que “la limitación al actuar de las Fuerzas Armadas en tiempos de paz no era absoluta, ya que pueden actuar a petición expresa de las autoridades civiles y subordinadas a estas”. A dicha sentencia se remitieron por años los gobiernos cuando la participación era cuestionada.

Durante el sexenio de Felipe Calderón se firmaron, además, convenios con entidades federativas, en los que gobiernos locales, la Secretaría de Gobernación y la Secretaría de la Defensa Nacional acordaban el apoyo subsidiario de las fuerzas armadas. Una vez más, la base constitucional no fue atendida.

Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto se aprobó la ley de seguridad interior para justificar la participación de los militares. Esta ley eventualmente sería declarada inconstitucional.

El gobierno actual ha mantenido, primero por acuerdo y luego por decreto, a las fuerzas armadas en las calles, argumentando que el mando sería civil y que regresarían al cuartel en 2024. Sin embargo, hace un par de semanas, de pronto les pareció urgente ampliar este plazo.

¿Pero cuál era la necesidad? ¿Qué habría pasado si la iniciativa no era aprobada, si llegábamos al 1 de enero de 2025 y la Guardia Nacional seguía en las calles? ¿Si tenían que sacarse una modificación de la manga o ni siquiera atendían el plazo? Nada. ¿Por qué, entonces, la obsesión?

Encuentro dos posibles respuestas, ninguna más halagüeña que la otra.

La primera es que haya sido una estrategia política para romper la alianza opositora. PRI, PAN y PRD habían acordado una moratoria constitucional que frenaría las reformas más importantes –y más nocivas– de este sexenio. Con la aprobación de la reforma al quinto constitucional, el PRI y el PRD rompieron este compromiso y el futuro de la alianza electoral. No es descabellado pensar, además, que, como consecuencia de su voto, los priistas hayan terminado de ceder Coahuila y el Estado de México, sus últimos y más importantes bastiones, creyendo que los negociaban.

Esta votación sirvió, digamos, de simulacro para identificar los eslabones más débiles de la oposición. Hoy el gobierno federal sabe perfectamente quiénes son vulnerables y de dónde puede sacar los votos para terminar con la independencia del INE en un par de semanas o meses. Esa reforma cambiaría formal e institucionalmente la vida democrática de México tal como lo hemos conocido en los últimos 25 años.

La segunda alternativa es que haya sido una solicitud expresa de las fuerzas armadas; una prueba de lealtad. Los militares llevan años haciendo política en este país. En 2010, por ejemplo, el entonces secretario de Gobernación, Fernando Gómez-Mont, acudió a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a defender al Estado mexicano contra Rosendo Radilla. El objetivo era mantener el fuero militar, pero el caso era imposible de ganar por parte del gobierno. No obstante, el secretario –y destacado penalista– se presentó a argumentar a favor de la lealtad de las fuerzas armadas, de la excepcionalidad democrática que habían sido en América Latina; de su disciplina, honorabilidad y lealtad. No fue un argumento legal, sino un posicionamiento político para dar un espaldarazo a los militares, de quienes dependía la principal agenda del gobierno calderonista.

Lo vimos hace otra vez en la aprobación de la ley de seguridad interior, en 2017, cuando los secretarios de Defensa y Marina cabildearon directamente para su aprobación. Hoy los vemos otra vez involucrados en política, cada vez más abiertamente, próximos a negociar, incluso, la creación de una línea aérea.

Después del hackeo más importante que haya sufrido el Estado mexicano, supimos con certeza que los militares no solo cabildean, sino también espían: a opositores, periodistas, activistas. El presidente las llamó labores de “inteligencia” y dijo que trabajaban de manera “independiente”. Es decir, confirmó que no tiene mando sobre la institución militar. Grave si lo autorizó y grave si los militares se mandan solos.

Si la votación del martes fue una prueba de lealtad a los militares, entonces deberíamos preguntar por qué era necesaria. Quizá la peor herencia del calderonismo no fuera que los militares se ocupen de la seguridad pública, sino que se conviertan en protagonistas de la vida política. Y en ese caso, la militarización de la seguridad sería, creo, lo de menos, o el primer paso en el debilitamiento democrático.

Será cuestión de semanas para que veamos si la aprobación del transitorio constitucional fue prólogo de la destrucción del INE o de un mayor presupuesto y protagonismo para la Sedena. Como ciudadanos, valdría la pena mantenernos vigilantes y exigentes, porque, en cualquiera de los casos, nuestra vida democrática está en inminente riesgo.

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Es economista, politóloga y especialista en discurso. Directora de Discurseros, sc.


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