Entre las repúblicas literarias de lengua española existe una guerra fría disfrazada de fraternidad. Por el gran poder económico de la industria editorial ibérica, los editores de la madre patria tienen una cuota excesiva de poder cultural, pues no solo deciden lo que se debe leer en su país, sino en las viejas colonias de ultramar. Tanto ellos como los periodistas culturales y los críticos literarios suelen utilizar ese poder con fines proteccionistas. En un encuentro literario en Barcelona tuve que rebatir a un editor cuando afirmó que los autores latinoamericanos buscábamos “validar nuestras obras en España”. Le dije que nuestras obras se validaban en su país de origen, pues ya no estábamos en los tiempos del virreinato, pero muchos autores tenían que pasar la difícil aduana del mercado español para poder difundirlas en los demás países de habla hispana. Como resultado de esta política editorial, en la actualidad hay narradores latinoamericanos mejor conocidos en Francia, en Italia o en Alemania que en el resto del mundo hispanohablante. La desigualdad de oportunidades se agrava si tomamos en cuenta los gustos literarios del español común. De un tiempo para acá, el gran público peninsular, económica y psicológicamente integrado a la Comunidad Europea, ha vuelto la espalda a América Latina, como los ganadores de la lotería que rompen con sus viejas amistades pránganas al ascender en la escala social. Juan Goytisolo fue uno de los primeros en dar la voz de alarma: “En nuestro país de nuevos ricos, de nuevos hombres libres y de nuevos europeos –escribió en 1989–, la clase política no ha sabido aclimatar una cultura moral ni promover un civismo susceptible de contrabalancear la ignorancia y el desprecio del otro.” Tal vez ahora, con el 20 por ciento de la población activa en el desempleo, la sociedad española vuelva a estrechar lazos con sus parientes pobres.
Es justo reconocer, sin embargo, que si por un milagro económico la industria editorial mexicana se independizara de sus matrices peninsulares y asumiera el liderazgo del mundo hispanohablante (un sueño guajiro, sin duda, pero válido como hipótesis) trataríamos con la misma indiferencia a nuestras literaturas hermanas, pues así lo hemos hecho desde nuestra modesta situación periférica. Si Castilla “desprecia cuanto ignora”, los latinoamericanos estrechamos lazos fraternos en los foros diplomáticos, pero mantenemos la vista fija en nuestros ombligos. Un ejemplo ilustrativo: en los años noventa la editorial Planeta lanzó la colección Autores Latinoamericanos, de la que se publicaron veinticinco títulos en México, entre ellos obras de narradores sobresalientes como María Luisa Bombal, Ricardo Piglia, Carlos Franz, Laura Restrepo, Tomás Eloy Martínez, Ariel Dorfman y Rodrigo Rey Rosa. De los veinticinco libros publicados, solo uno logró agotar la primera edición: La Reina Isabel cantaba rancheras de Hernán Rivera Letelier. El editor Jesús Anaya, subdirector de Planeta en esos años, me comentó que, a su juicio, la colección había fracasado porque la mayoría de los libros cayeron en el vacío: como casi nadie los reseñaba en suplementos y revistas, no se pudo generar interés en el público y pasaron sin pena ni gloria por las mesas de novedades. ¿Qué reseñaban mientras tanto los críticos nacionales? Las obras del amigo mediocre o el burócrata cultural que más tarde les devolvería el favor con réditos moratorios. Por supuesto, nuestros hermanos de Latinoamérica nos pagan con la misma moneda: en un reciente viaje a Argentina descubrí con alarma que no hay ninguna obra de López Velarde, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Jaime Sabines en el catálogo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. La gran poesía mexicana del siglo XX ignorada olímpicamente en uno de los países donde podría tener más lectores.
Por un efecto de boomerang, la mezquindad intelectual empobrece a los países ninguneadores más que a los ninguneados. Hace poco descubrí Leopardo al sol de Laura Restrepo, sin duda la mejor novela sobre el narcotráfico escrita en lengua española. Con una suntuosidad verbal que nunca decae y una formidable destreza para dosificar la poesía coloquial sin entorpecer el desarrollo de la trama, en esta novela trepidante y a la vez dolorosa la Restrepo logró humanizar el infierno de los bajos fondos y elevar a los personajes de nota roja a la categoría de héroes trágicos. García Márquez la elogió en su momento, pero cuando apareció en la editorial Anagrama, en 1989, yo no supe de su existencia. Si algunos ejemplares llegaron a México nadie la reseñó en revistas y suplementos. Tras haber obtenido el premio Alfaguara con Delirio, (otra novela magnífica) la Restrepo ya tiene en México un público en expansión que le ha permitido reeditar sus obras anteriores. Pero me parece un escándalo que hayamos tardado casi veinte años en descubrir una novela tan importante y significativa en un país “colombianizado” por el imperio del crimen. ¿Cuántos libros valiosos de literaturas consanguíneas estaremos ignorando porque nadie nos da el pitazo? No debería extrañarnos que en otros países hermanos la literatura mexicana padezca los mismos desaires injustos que nosotros cometemos a diario. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.