“Hay que ser socialista antes que marxista”. Barcelona, mayo del 78: Felipe suelta la bomba

El anuncio de Felipe González de que el PSOE abandonaría el marxismo provocó un incendio en el Partido Socialista.
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Este es un fragmento del libro de Ignacio Varela Por el cambio. 1972-1982. Cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder (Deusto, 2022).

El 8 de mayo fue un día informativamente plano, de los que había pocos en esa época. Felipe González participaba en un acto organizado por la Asociación de la Prensa de Barcelona, en una sala repleta de periodistas y con la flor y nata de la sociedad barcelonesa. Era un acto aparentemente anodino, que formaba parte de un ciclo llamado “La alternativa de poder”.

Pasadas las diez de la noche, Alfonso Guerra se disponía a dar por concluida su jornada de trabajo en su despacho de Santa Engracia, 165. Entró Helga Soto con un teletipo cuyo titular rezaba así: “Felipe González anuncia que el PSOE renunciará al marxismo en su próximo congreso”. El texto era muy breve, se veía que el periodista lo había redactado con urgencia. Alfonso dio un respingo y exclamó: “Esta noticia es falsa. Felipe no puede haber dicho eso, sobre todo sin consultarlo antes conmigo”.

Había que desconocer a Helga Soto para no esperar lo que ocurriría a continuación. Quince minutos más tarde, entró de nuevo en el despacho con un papel que contenía la transcripción literal y completa de las palabras de Felipe en Barcelona. Lo depositó suavemente sobre la mesa de Guerra, se dio media vuelta y salió del despacho sin decir una palabra.

En el texto se precisaba que Felipe había dicho exactamente: “En el próximo congreso soy partidario de proponer la supresión del término ‘marxismo’ en la declaración programática de mi partido”. Admitió que ya le pareció un error incluir esa definición en el congreso anterior y señaló que “desde el punto de vista social, el término no ha sido aceptado”. Ya lanzado, soltó un segundo petardo: “No tengo ningún empacho en llamarme socialdemócrata”.

Alfonso se dirigió a quien lo acompañaba en ese momento y musitó: “El secretario general se ha vuelto loco. Hay que prepararse, mañana tendremos una gran bronca en el partido”.

(Esto era muy de Alfonso: cuando Felipe González hacía algo que lo irritaba, “Felipe” se transformaba en “el secretario general”.)

La primera afirmación no era cierta, la segunda sí. Felipe González no se había vuelto loco; se limitó a decir en voz alta algo que llevaba varios meses incubando en su cabeza. Pero, efectivamente, al día siguiente y durante unas cuantas semanas se declaró un incendio en el Partido Socialista. Unos atacaban el fondo, acusando al líder de encaminar al partido a la derecha, otros criticaban la forma (plantear algo de esa envergadura en un foro externo, sin mediar debate alguno en los órganos del partido), y los más prudentes sugerían que convenía esperar a que González explicara su propuesta con más detalle. No recuerdo ni he encontrado en la hemeroteca de la época a alguien que dijera simplemente “estoy de acuerdo”.

En aquel punto de su evolución política, para Felipe González el problema no era ni nunca fue el marxismo, sino la pertinaz divergencia entre la retórica y la práctica del Partido Socialista. Un recurso que él mismo consintió durante años, marca de fábrica del grupo de Sevilla, pero que en aquel momento se le presentaba como uno de los principales obstáculos para conquistar la mayoría social.

En la escuela de verano de agosto de 1976, Felipe González dijo literalmente: “Cuando nosotros decimos que nuestro partido es marxista, tenemos serias razones para decirlo”. Se refería a serias razones estratégicas. El discurso utópico-radical acompañado de una conducta realista y moderada fue un instrumento útil, quizá incluso necesario, cuando se trataba de disputar la hegemonía en la izquierda a los comunistas y aglutinar a todos los grupos socialistas. Mientras esas dos batallas fueron prioritarias, plantear revisionismos ideológicos para acomodar el verbo a la praxis habría sido estratégicamente suicida. Pero esa fase ya estaba superada: las elecciones del 77 establecieron la supremacía del PSOE en la izquierda y encauzaron la unidad socialista.

Si el siguiente objetivo consistía en poner en pie un proyecto capaz de atraer a sectores más allá del espacio ideológico del socialismo, construir una coalición social mayoritaria y alcanzar el poder con ella, ahora había “serias razones” para retirar esa y otras definiciones semejantes del carné de identidad del partido. Dicho de otro modo: siete años después de echar a Llopis y refundar el PSOE, había llegado el momento de alinear el discurso con la práctica y ambas cosas con la sociedad.

Esa fue la operación en la que se embarcó Felipe González. Lo hizo en solitario porque sabía que, de otra manera, las fuerzas inerciales de su partido lo frenarían. Activó a fondo el código nuclear de su modelo de liderazgo, consistente en gobernar el partido desde una alianza previa con la sociedad, orientándolo a donde de otro modo no habría querido ni sabido ir. Nunca fue un ideólogo Felipe González en el sentido de cultivar la parte teológica de la política, pero tampoco un táctico. Su hábitat natural era y sigue siendo el de las estrategias de medio y largo plazo, el propio de un activista de visión larga. Como ya se ha dicho, en ese terreno nunca admitió desvíos ni concesiones, hasta el punto de poner en juego su propio poder cuando fue necesario. A eso él lo llama “tener siempre un pie en el estribo”.

En su visión, las resoluciones locoides del XXVII Congreso se habían convertido en una barrera que distanciaba al PSOE de la mayoría social y proporcionaba armas a los adversarios. Con esa disonancia entre teoría y práctica se podía ser el primer partido de la izquierda, pero no el primero del país. Si alguna duda le quedaba de ello, Adolfo Suárez se lo terminó de demostrar dolorosamente en las elecciones de 1979. Tras esa derrota frustrante, hay quien le oyó decir: “A mí no vuelven a ganarme unas elecciones con mis propios documentos”.

El término “marxismo” no fue sino un pretexto. Ciertamente, ningún congreso del PSOE anterior a 1976 había incluido formalmente esa definición en sus resoluciones congresuales, quizá porque se daba por supuesto (aunque personajes como Indalecio Prieto o Fernando de los Ríos difícilmente podrían considerarse marxistas). Lo intentaron en Suresnes, pero el propio González lo impidió. Lo que probablemente sucedió en el XXVII Congreso es que no atendió a lo que se escribía en las ponencias ni quiso provocar una batalla ideológica que enturbiara el ambiente eufórico de aquellas jornadas, con la plana mayor de la socialdemocracia europea santificando al nuevo partido que nacía de las cenizas del antiguo.

No obstante, quizá el propio González comprendió que lo de Barcelona fue prematuro, ya que aún faltaba un año para el congreso. Por eso permitió que Alfonso Guerra diera una rueda de prensa al día siguiente afirmando que «ni por asomo» el líder pretendía desnaturalizar ideológicamente al partido y que enviara una circular inefable a todas las federaciones y miembros del Comité Federal («Quede, pues, claro para los militantes que en ningún momento nuestro primer secretario habló de abandonar el marxismo»). Felipe contribuyó a amainar el incendio con un texto en El Socialista, titulado “Socialismo sin adjetivos”, que pretendía ser tranquilizador:

En el partido cabe cualquier persona que se identifique con nuestro programa, que, indudablemente, tiene sus raíces en el marxismo. […] Desde una óptica de alguien que se considera marxista, utilizar el término me parece redundante. […] Me parece absurdo que alguien pueda interpretar que eso significa un abandono del marxismo en tanto que método, porque nunca lo asumimos como dogma.

Aun así, dejó preparado el terreno para lo que vendría:

La otra parte es que yo, en el congreso de 1976, no estaba de acuerdo con que se incluyera ese término definitorio que, de alguna manera, me sigue pareciendo excluyente. A partir de eso, dije: “Esa es mi posición y la reiteraré en el próximo congreso desde mi punto de vista personal, desde una óptica marxista, desde un análisis metodológico marxista”.

La alambicada distinción entre el marxismo como doctrina o el marxismo como método analítico fue el burladero en el que, a partir de entonces y durante todo el debate subsiguiente, se refugiaron los partidarios de González para vestir su posición renovadora sin que pareciera una apostasía. Aceptemos el marxismo como método, pero no como dogma, repitieron mil veces con formulaciones crecientemente enrevesadas que chocaban con la sencillez de la posición contraria: somos marxistas, punto.

Por supuesto, nadie se atrevió a decir en voz alta lo que la historia ha demostrado sobradamente: que Karl Marx ofreció algunas claves útiles para interpretar ciertos fenómenos sociales, pero el marxismo, como doctrina y como método, demostró ser una terapia catastrófica allí donde se aplicó. Como dijo Fernando Savater sobre los Gobiernos marxistas del siglo XX, el problema no estaba en la aplicación de los principios, sino en los principios mismos.

Pasado el primer arreón, el tema quedó provisionalmente aparcado. Ello permitió a unos y otros elaborar mejor sus estrategias para el choque final: los críticos se prepararon durante meses para hacer morder el polvo a González con el marxismo como ariete, y Felipe González maduró en solitario el órdago que debía llevar a la victoria total de su proyecto o al punto final de su recorrido político, sin considerar, por estériles, las decenas de fórmulas intermedias que le ofrecieron por el camino.

El debate sobre el marxismo se mixtificó hasta el paroxismo, perdió todo contenido genuinamente ideológico —si es que alguna vez lo tuvo— y se convirtió en un recipiente universal de las cuentas pendientes, las ambiciones, los rencores y expectativas frustradas, por un lado, y por el otro, de la voluntad de respaldar a toda costa al único individuo que parecía capaz de conquistar el poder. Eras más o menos marxista en la medida en que estuvieras más cerca o más lejos de lo que Felipe González representaba, no al revés.

González tomó una percha ideológica —la palabra “marxismo”— para plantear un debate estratégico de fondo sobre la forma de construir una mayoría social y acceder al Gobierno. Los críticos aprovecharon la misma percha para saldar cuentas pendientes, reequilibrar el poder interno y recuperar lo que perdieron en Suresnes. Uno hablaba sobre la sociedad y los otros sobre el partido como fin en sí mismo, con el marxismo como arma arrojadiza. El psicodrama de aquel fin de semana pivotó sobre ese equívoco: no había posibilidad de entendimiento porque se hablaba de cosas distintas.

Al desarrollo alucinógeno de aquel congreso contribuyó en gran medida la herida reciente de las elecciones del 1 de marzo. Nunca ha sido buena idea someter decisiones existenciales a las bases de los partidos inmediatamente después de una derrota electoral; está empíricamente comprobado que, en esas circunstancias, las pulsiones iconoclastas se acentúan y se hacen cosas de las que después hay que arrepentirse. Tengo la convicción de que, si el PSOE hubiera ganado las elecciones generales, el XXVIII Congreso habría sido un paseo triunfal para Felipe González y la fiebre marxista se habría evaporado por ensalmo.

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Ignacio Varela (Madrid, 1954) es analista político y columnista en El Confidencial. Es autor de 'Por el cambio. 1972-1982. Cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder' (Deusto, 2022).


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