El día del juicio de Salvatore Satta

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Roberto Calasso, el exquisito editor de Adelphi, fue en Italia algo así como el descubridor del Satta escritor, no su primer editor pero sí quien convirtió su gran obra, El día del juicio, en una novela imprescindible que alcanzó un éxito y que las editoriales literarias extranjeras más exquisitas se aprestaron a traducir. Con ella Salvatore Satta (Nuoro, 1902-Roma, 1975), prestigioso jurista con vocación literaria, que legó una original lectura del derecho procesal, fue merecedor del premio Comisso. Lamentablemente, no llegó a verla publicada en vida, ni tampoco supo que un día el mismísimo George Steiner llegaría a ponerle prólogo, ni que el no menos acreditado Julian Barnes reseñaría la obra en The New York Times.

Jorge Herralde la publicó en Anagrama de la mano de quien fuera uno de sus traductores habituales del italiano, el cineasta Joaquín Jordá (a quien debemos versiones de Bufalino, Magris o del mismo Calasso); corría el año 1983. Pero algunos no supimos de la existencia de este libro hasta leer precisamente la selección de contraportadas firmadas por Roberto Calasso que también apareció en Anagrama bajo el título Cien cartas a un desconocido. Corría el año 2007 y el volumen reunía algunas piezas escogidas del vasto y selecto catálogo editorial del también autor. Junto a nombres señeros de las letras europeas como Bazlen, Walser, Bernhard y Sciascia, allí estaba Satta, victorioso, sentado entre los grandes. ¿Quién le iba a decir a ese hombre de letras –jurídica y literariamente hablando–, que a los veintiséis años envió sin éxito al premio Viareggio su primera novela, La veranda (La terraza), que llegaría a formar parte de tan selecto Olimpo? Y es que los caminos de la literatura son todavía hoy inescrutables.

Por su parte en 2009, quienes no sabían aún nada de Satta pudieron leer de la mano de Siruela, en George Steiner en The New Yorker –selección de los artículos que este publicó durante más de treinta años en la prestigiosa revista–, el excelso artículo que Steiner dedicó en su día a la novela a raíz de su edición norteamericana. Ahora, en 2010, gracias a la puesta en marcha de la colección “Otra vuelta de tuerca”, donde Anagrama recupera textos que merecen sin duda nuevos lectores, Satta y Steiner se alían y ofrecen al lector el pack entero: la novela con prólogo del ínclito Steiner. En dicho prólogo, el crítico francés, radicado en Estados Unidos por culpa del nazismo, escribe: “Satta da la impresión de haber llevado dentro de sí, durante medio siglo, el material y el diseño de un libro sobre su Nuoro natal y un esclerótico y sonambular epílogo a las antiguas costumbres de la ciudad.”

Muchos son los autores que han hecho de su ciudad su paisaje literario por excelencia: existen la Bahía de Jorge Amado, La Habana de Cabrera Infante, la Praga de Seifert, la Barcelona de Mendoza… Entre los italianos, Fenoglio cantó a Alba, Moravia a Roma, Matilde Serao a Nápoles (accidentalmente nacida en Grecia)… Nuoro, rincón de la Cerdeña más provinciana y menos tocada por el progreso, es en esta novela la protagonista absoluta. Condenada por su autor a ser reflejo del paso del tiempo y del peso de la historia, permite ofrecer un vasto fresco de la vida insular desde finales del XIX hasta las primeras décadas del XX. Y es que el juez Satta, sin afán moralizante ni aleccionador, pero también sin pietas (haciendo gala de su condición de cristiano laico), elige como eje vertebrador de la narración a su propia familia, los Sanna Carboni, y en concreto al notario don Sebastiano, entorno al cual giran a modo de satélites su mujer, doña Vincenza, a quien el marido acusa de estar en el mundo “sólo porque hay sitio”, y sus hijos.

Será a su alrededor donde se afanen en vivir y en morir los habitantes de Nuoro, sobre todo en morir, pues la muerte es lo que acaba hermanándonos a todos, más allá de las tareas que nos ocuparon en vida. Todo sucederá entre tinieblas, como si se tratara de un Cien años de soledad escrito por Juan Rulfo (recojo la idea de un artículo sobre la novela del poeta Vicente Valero), en un ambiente cercano en algunos momentos a La divina comedia y próximo también, por su aspereza, a algunas escenas del Padre padrone de los hermanos Taviani.

Pero ¿y el narrador, qué lugar ocupa? Atento y minucioso, el juez Satta relata, como observador privilegiado, ese universo de costumbres ancestrales que ve llegar aires de cambio –como la luz eléctrica en unas páginas entrañables–, entre decepciones y sueños, entre consuelos y desconsuelos. Un pesebre de hombres y mujeres que Satta resume así: “Como en una de aquellas absurdas procesiones del paraíso dantesco desfilan en hileras interminables, pero sin coros ni candelabros, los hombres de mi estirpe. Todos se dirigen a mí, todos quieren dejar en mis manos el hatillo de su vida, la historia sin historia de su haber existido.”El narrador-juez se erige pues en depositario de vidas ajenas. Pero, ¿acaso son vidas reales? Dice Calasso en su contraportada que los personajes son “fantasmas que persiguen al escritor” y el mismo autor confiesa al final de la novela que acaso sea la evocación y no la realidad la que los ha construido. ¿Evocación? Mejor sería decir visión (tomo la ideal del mismo Calasso, quien escribe: “sentimos en estas páginas una continua fiebre visionaria”).

Comenzada la redacción de la novela en 1970, Satta no la concluyó hasta 1975, año de su fallecimiento, aunque su primigenia intención era destruirla antes de morir. La novela sobrevivió, pues, no porque el Max Brod que muchos escritores llevan dentro se lo impidiera, sino porque el destino lo quiso así. Que la libertad y la falta de autocensura con que está escrita se deban a esta primera voluntad de hacerla arder en llamas es algo que tras la lectura resulta evidente; de ahí seguramente su poder de convicción, que solo poseen las obras tocadas por la gracia.

No disponemos aún de versiones de sus otras dos obras de ficción. Ambas son muy anteriores a El día del juicio: la ya citada La veranda es fruto de su experiencia juvenil en un sanatorio de Merano; De profundis, escrita entre 1944 y 1945 en las inmediaciones de Trieste, mientras los bombardeos aliados destruían su domicilio en Génova, es más un canto dolorido al destino de Italia que una novela. Acaso podamos leerlas algún día. Por eso es una excelente idea, sin olvidarnos de Grazia Deledda, oriunda también de Nuoro y que ganó el Nobel en 1926, conocer a este sardo genial a través de su obra magna, ahora recuperada. ~

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