La victoria de Luiz Inácio Lula da Silva en las elecciones brasileñas del 30 de octubre fue inmediatamente reconocida por los líderes de las naciones más grandes del mundo, excepto por el propio presidente en funciones de Brasil, el primero del país que fracasa en su intento de reelección. Mientras Jair Messias Bolsonaro guardaba silencio sobre su derrota, Noruega y Alemania se apresuraron a anunciar que retomarán sus inversiones en el fondo de conservación de la selva amazónica, interrumpidas desde que quedó claro el empeño del actual gobierno brasileño de promover la aceleración de la deforestación.
Lula asumirá el cargo el 1 de enero de 2023, pero ya ha aceptado la invitación para asistir a la conferencia de la ONU sobre el cambio climático, la COP27, prevista para este mes en Egipto. Será un regreso al mundo de la cara humanista de Brasil, marcado en los últimos cuatro años por posiciones oficiales negacionistas y xenófobas contra cualquier tipo de entendimiento considerado “globalista” en las más diversas áreas: cultura, medioambiente, salud, desarrollo y promoción de la paz.
Lula nombró al vicepresidente electo, Geraldo Alckmin, para coordinar el equipo de transición, prevista por la ley desde 2002, cuando el presidente Fernando Henrique Cardoso estableció ese mecanismo para apoyar la alternancia democrática en el poder cada vez que diferentes grupos políticos se reemplazan. Hace veinte años, Alckmin estaba vinculado al grupo de Cardoso, que pasó el testigo por primera vez a Lula, quien derrotaría al propio Alckmin al ser reelegido en 2006. La victoria de 2022 consagra a Lula como el primer brasileño en ser elegido presidente por tercera vez, liderando ahora un frente democrático que incluye a Alckmin desde el lanzamiento de su candidatura, y que en la segunda vuelta atrajo un amplio abanico de antiguos oponentes, incluido Cardoso.
Sin embargo, hará falta mucho trabajo para superar la división interna del país. En medio del récord de 118.6 millones de votos válidos, la segunda vuelta fue la más ajustada de la historia de Brasil: 50.9 % contra 49.1 %. La diferencia entre ganador y perdedor fue de 2.1 millones de votos, lo que parece poco teniendo en cuenta la discrepancia entre los resultados objetivos obtenidos por las gestiones de ambos candidatos. Al mismo tiempo, fue una victoria mayúscula ante el abuso sin precedentes de las instituciones federales para tratar de reelegir al presidente en funciones.
La noche en que se anunció su victoria, Lula pronunció un discurso de unidad: “No hay dos Brasiles. Somos un solo país, un solo pueblo”. Por su lado, Bolsonaro se replegó en un rincón y, sin dejarse ver ni oír en público, informó a sus ministros de que se retiraba a dormir, negando un rito común e importante en las democracias: el reconocimiento público de la derrota.
Apenas dos días después, Bolsonaro compareció ante la prensa para leer una brevísima declaración, prometiendo respeto a la Constitución, pero sin mencionar aún el resultado electoral. Le correspondió a su ministro jefe de gabinete anunciar, inmediatamente después de la salida del presidente, que había sido autorizado por Bolsonaro para iniciar la transición del gobierno al “presidente Lula”, palabras que el derrotado evitó pronunciar en público. De las 14 frases leídas por Bolsonaro, cabe destacar la última, que, a diferencia del discurso de Lula, persistió en la división entre dos Brasiles: “Es un honor ser el líder de millones de brasileños que, como yo, defienden la libertad económica, la libertad religiosa, la libertad de opinión, la honestidad y los colores verde y amarillo de nuestra bandera”.
Verde y amarillo eran los colores que llevaban, incluso en ese momento, los votantes más extremistas de Bolsonaro que participaron en las protestas golpistas contra el resultado electoral, un movimiento que se ha ido marchitando día a día hasta el momento de escribir este artículo. Mientras tanto, se aceleró la migración de liderazgos acostumbrados al poder, que se han alejado de la órbita de Bolsonaro para volver a la de Lula. Por ejemplo, el líder de una iglesia evangélica con numerosos seguidores que había asociado el partido de Lula con el diablo, no tardó ni 48 horas en declarar que, según su interpretación de la Biblia, el deber de cualquier evangélico era rezar por Lula, algo que ya se estaba haciendo durante sus servicios.
En la base de la sociedad brasileña, es importante atraer, en la medida de lo posible, al respeto de las reglas del juego democrático –y del humanismo, en muchos casos– a la parte no extremista de los votantes que prefirieron a Bolsonaro en lugar de Lula. Al mismo tiempo, será necesario recuperar las instituciones que Bolsonaro recortó para castigar a quienes, bajo la protección del gobierno, cometieron diversos delitos, especialmente contra el orden democrático.
Si hasta las elecciones el presidente luchó por mantenerse en el poder, aunque para ello tuviera que corromper a legisladores de su base de apoyo, pisotear las reglas y descuidar las normas constitucionales, el golpe silencioso de Bolsonaro tiene un nuevo objetivo: deshacerse de las numerosas demandas que involucran al propio presidente, a su familia y a sus aliados. Es esto lo que está en juego actualmente.
Todavía aparecerán muchas situaciones que involucren a Bolsonaro, a sus hijos y aliados, y eso es lo que le preocupa en este momento. Persiste en su velado apoyo al golpismo con la única preocupación de negociar todo lo posible para que se le conceda la amnistía y el indulto. Al igual que se reforzó la legitimidad de las urnas el pasado 30 de noviembre, es importante que la sociedad redoble su apoyo mayoritario al Estado democrático de derecho. Una de las formas de hacerlo es exigir que quienes cometieron delitos sean juzgados y castigados por la ley.