En casi cualquiera de las fotos que se pueden ver en la exposición Detente, instante, que está hasta febrero en la sede de la Fundación Juan March de Madrid, late el poder para interrumpir el transcurso del tiempo y engullirnos pozo abajo hasta otro mundo. Comisariada por Ulrich Pohlmann, del Stadtmuseum de Múnich, propone una historia posible de la fotografía, y en realidad también del último siglo y medio largo, a través de trescientas fotografías pertenecientes a dos colecciones, la de Dietmar Siegert, por un lado, y la de Enrique Ordóñez e Isabel Falcón por otro.
Hay retratos, instantáneas, fotos de estudio, paisajes, escenas, bodegones e interiores, afán artístico y afán documental, riesgo experimental y amor sin mediación e instantáneo por el sujeto que posa como modelo. Muchos de los fotógrafos más famosos (Atget, los Lumière, Cartier-Bresson, Doisneau, Eggleston, etceterísima) tienen al menos una obra en representación. Ya solo vista como risueño revoltijo resultaría una exposición fascinante, como un gabinete de curiosidades empapadas en revelador, pero hay una dirección sutil y humanística que lo estructura todo. Las fotos están ordenadas en seis grupos, de modo que podemos seguir las pasiones de cada época y los hechos que las determinaron, y comprender en el tiempo de la visita, que idealmente será larga, cómo las tendencias estéticas funcionan a la vez como consecuencia y como causa de los acontecimientos de su tiempo. ¡Aparte de dejarnos fascinar por los instantes detenidos!
La primera de las secciones se llama Una nueva manera de ordenar el mundo, y se abre con un cianotipo, esa técnica basada en la impresión directa, que recuerda tanto los experimentos de la técnica fotográfica pura como los empeños del positivismo. Ya solo con esta primera imagen espectral de las hojas de un árbol comprendemos que hay algo común que une la pulsión del botánico riguroso con la del paseante solitario que recoge hojas y flores para hacerse un cuaderno de campo o dejar que se sequen entre las páginas de un libro, y hasta con la pulsión del espiritista que va en busca de las huellas que han dejado los muertos en el mundo encarnado. Una expresión casi abstracta del siglo XIX.
Es muy estimulante comprobar que el fango de imágenes en el que dos siglos más tarde braceamos a diario no ha conseguido del todo embotarnos la capacidad de asociación. Un desvío aquí para recordar que leí hace años, cuando todavía esa red o comunidad o lo que sea estaba de moda, que si se imprimiesen todas las fotos que se colgaban en Flickr en un solo día y se pusiesen una encima de otra, la pila llegaría hasta la luna. Eso fue hace años y la cosa ha ido a más. Pero no hay que preocuparse, porque a los pocos minutos de entrar en la sala y acercarnos a cada imagen enmarcada empieza a despertarse en nosotros una melodía narrativa. Tal poder tienen las fotos elegidas y colgadas juntas. Por ejemplo, la cercanía de uno de los retratos que le hizo Lewis Carroll a Irene MacDonald con un bodegón de Camille Silvy despierta intuiciones sobre cómo se gestan las obras literarias o artísticas. Los retratos de niñas de Carroll son muy conocidos. El que se expone en la Juan March es uno de 1863 en que la niña Irene está en camisón, con un cepillo en la mano y con la cabellera evidentemente recién cepillada. El bodegón no sé si es tan famoso. Es vertical, y delante de un fondo de papel pintado muestra a una liebre colgada boca abajo, con la cabeza apoyada sobre un paño sobre el que hay además una perdiz, una botella de licor, un periódico y unas servilletas arrugados y unas monedas. La distancia con el bodegón barroco viene, por un lado, del hecho de que la imagen es en blanco y negro (aunque virada a sepia), y también con el membrete perfectamente legible del periódico, que hace pensar en Juan Gris, pero sobre todo con la curiosa disposición vertical de la liebre, que determina el formato también vertical de la foto, y que la hace parecer más viva que si estuviese tendida sobre el paño. Hay un resto de salto en la posición de sus patas traseras: es como si hubiese pretendido meterse por la boca de un pozo. Es imposible no pensar ahora en la Liebre de Marzo y no fantasear con que en esta imagen pudiera estar el germen de Alicia en el País de las Maravillas, como tantas páginas han surgido a partir de una sola imagen magnética que nos arrastra hacia el reino de la imaginación. ¡Resulta que la foto de Silvy es de 1859 y la primera parte de Alicia se publicó en 1865! Y aunque el primero vivía en Francia y el segundo en Inglaterra, y difícilmente podría este haber visto la foto, hay algo en todo esto que recuerda a ese fenómeno de la aparición espontánea y simultánea de motivos similares en distintas partes del mundo, como una brisa que recorre el planeta.
Al cabo de las horas aún actúa sobre mí el influjo de la imagen, que me sugiere, como está virada a sepia, que los calamares son los conejos del mar (y las liebres las sepias). Porque de las imágenes en colisión es de donde nacen otras imágenes.
No puedo detenerme en todos los instantes que están revelados en estas paredes, por muy hermosos que sean, pero me acuerdo también ahora de la foto de un niño de unos once o doce años, muy sonriente, con un pez volador entre las manos. El niño está exultante y el pez aún conserva el brillo metálico. Es una imagen conmovedora y bellísima. La cartela indica que fue tomada en la primera década del siglo XX en Taormina. Hacia adelante hace pensar en Pasolini y en cómo fotografiaba los rostros de la gente de su época, y hacia atrás en las vasijas antiguas donde está detenida, como algo mitológico, la sencilla circunstancia de cualquier tarde mediterránea. Pero me digo ahora, ¡deja tus malditas asociaciones, contempla solo el momento fugaz! Qué bellos fueron ese niño y ese pez.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).