La obra de Sean Scully se expuso en una antología el pasado verano en Bolonia, tras haberse mostrado igualmente en Budapest y Atenas. La itinerancia del arte es buena; la obligada a las personas, no. No ha tenido suerte Oisin, el hijo del pintor irlandés (pero nacionalizado estadounidense) Scully. Con lo bonita que es Barcelona. Sus padres decidieron abandonar la Ciudad Condal en un nuevo y particular flight of the earls, la huida de los condes. En 1607 los nobles irlandeses Aodh Uí Néill y Ruarí Uí Dhomhnaill abandonaron su país con un séquito de un centenar de personas debido a la opresión del invasor inglés y vinieron a España. En 2021, Sean Scully y familia cerraron casa y estudio en España, uno de sus países de adopción, debido al opresivo ambiente lingüístico y nacionalista que impera en Cataluña. “Catalán, habla la lengua del imperio”, se conminaba en tiempos de la dictadura de Franco. Ahora el imperio ha cambiado de lengua y no se puede hablar otra con la bendición del poder político que no sea la catalana, por minoritaria que esta sea en Barcelona y, en realidad, en el conjunto de Cataluña.
Sean Scully llegó a la ciudad de Picasso y de Dau al Set a mediados de la década de los noventa. Le gustó la urbe, su vida, su luz y sus sombras. También quedó fascinado por el monasterio de Montserrat, al que donó para su exposición la pintura “La montaña de Oisin”. En la página web del monasterio se encomia el interés del artista por la labor de los monjes desarrollada en tiempos de la lucha por la libertad. Hoy Scully, como hombre libre que es, sigue defendiendo todo lo que sea contrario a la imposición. Exponer es, etimológicamente, mostrar fuera algo que nace del interior. Imponer, por el contrario, es entrar en una parcela que pertenece a otro. Es, en cierto modo, un buen verbo para un imperio. En este caso, el quimérico de los Países Catalanes. Sean Scully, que maneja bien los colores, está naturalmente en contra de que solamente exista uno que devore a los otros, como Saturno a su hijo en el cuadro de Goya. Cuando llegó a Barcelona, ya sabía que allí se habla el catalán. Pero como es pintor y no forma parte del gremio de los poetas, a quienes se asocia con la capacidad de vaticinio, le fue imposible prever que con el tiempo se pretendiera que el catalán fuera la única lengua de Cataluña y el español que estudió resultara proscrito.
Obviamente, el pintor no está en contra de la lengua catalana. Sí de que a su hijo Oisin se le obligue a hablarla hasta en el patio de recreo, aseguró, y que a él mismo se le ningunee en las reuniones como diciéndole: “No, mire usted, el español que usted ha aprendido aquí no sirve.” Lo cual es una doble mentira, porque se habla donde no alcanza la potestad de los independentistas, y porque se ha hablado en aquellas tierras durante siglos. La idea de una Barcelona “pura” donde únicamente se haya hablado catalán es obviamente una falsedad, pero un engaño necesario para sostener las políticas del presente.
A Scully no le disgustan los rasgos propios, las características singulares que dan riqueza al mundo como los diversos pigmentos que enriquecen la capacidad cromática de su paleta. Lo que le subleva es esta, la paleta, la cateta y chovinista idea de que una lengua que hasta hace poco era usada con naturalidad ahora sea forzada y forzosa por leyes escritas y no escritas. Scully nació en Dublín, y sus padres ya fueron conscientes de su propia tradición al bautizarlo con el gaélico Seán o Sean, en vez del anglosajón John. Él también lo ha sido al poner a su hijo el nombre de Oisín u Oisin (el idioma irlandés tiene tilde, como el español y el catalán, pero se suele perder en las transcripciones inglesas). Y menudo nombre que eligió. Pocos con más tradición céltica detrás: Oisín fue el nombre del hijo del héroe Fionn mac Cumhaill (Finn MacCool). De él deriva el Ossián que en Escocia se convirtió en el campeón del prerromanticismo, más o menos falseado pero muy atractivo, que cundió en todo el continente europeo y encontró generosa posada en las páginas de Werther, la novela de Goethe. En la Irlanda natal de Sean Scully, predominantemente anglófona hoy, se mantienen los nombres gaélicos como un timbre de patriotismo, de conservación de la tradición, lo cual está muy bien si no se cae en el fanatismo. Por eso muchas personas que no tienen más conocimiento de la lengua irlandesa que el adquirido en la escuela bautizan a sus hijos varones como Ciarán, Pádraig, Aodh; o como Medb, Deirdre, Niamh a las mujeres. Los padres de Wilde pusieron a su hijo el nombre de Oscar, otro de los héroes fenianos.
Los padres de Scully se mudaron a Inglaterra cuando el futuro artista era un niño. En eso siguieron la tendencia de muchos paisanos que en ciudades como Londres trataron de salir adelante. Los irlandeses eran gentes pobres (Daoine bochta, “Pobres gentes”, es el título de un cuento del escritor bilingüe Liam O’Flaherty). Es decir, emigraban. Cataluña ha sido sin embargo tierra de inmigración. Y muchos andaluces, extremeños, gallegos fueron allí para mejorar sus condiciones de vida o para la mera subsistencia. Numerosos de ellos se sentirían como los irlandeses que iban a la más rica Inglaterra: despreciados por quienes los necesitaban como mano de obra. Esto se ve estupendamente en el documental sobre Shane MacGowan, el cantante de The Pogues, realizado recientemente por Johnny Depp: Crock of gold. El rico también tiene derecho a mantener sus tradiciones, pero no a costa de los demás. Convivencia es vivir con otros, no un grosero “Deja de vivir tú para que viva yo”.
Scully estudió con una beca en Harvard y tiene estudio en Nueva York. Ha viajado mucho. Por eso le tiene que haber desazonado que una ciudad abierta como fuera Barcelona se haya replegado no ya sobre sí misma, sino sobre un mito. Y ya se sabe que los mitos, cuando dejan las regiones de la fantasía y del arte, pueden tener mucho de pesadillas. Entre sus estancias en el extranjero (¿pero qué es el extranjero para un hombre de mundo?), ha pasado temporadas en México. Se entiende entonces que prefiera, junto al inglés, hablar el español, una lengua que abre puertas, no las cierra. Y hablar algunas palabras en catalán por cortesía, no por obediencia. El irlandés es rebelde por naturaleza, y no está por la labor de agachar la cabeza ni ante el Imperio británico, antes, ni ante el actual emporio nacionalista catalán.
Los británicos hicieron todo lo posible para extirpar la lengua irlandesa de Irlanda. No lo consiguieron. La obligatoriedad luego del irlandés como asignatura en el sistema educativo de la República de Irlanda no ha perseguido la desaparición del inglés, aunque sí se ha granjeado la antipatía de no pocas personas que no terminan de ver que haya que estudiar el viejo idioma. Todo lo impuesto concita indocilidad. ¿Cómo no iba a ser rebelde con la lengua impuesta, el catalán, Sean Scully, un artista que se debe a la creación, y por lo tanto no conoce más senda que la del libre albedrío? Un artista que, por cierto, es miembro de una especie de academia irlandesa de ilustres pintores, escultores, músicos, que se llama Aosdána, nombre arcaico que designa a los seguidores de un arte, de un mester, por usar la antigua palabra castellana.
En la prensa subvencionada por las autoridades separatistas se tildó al artista de catalanófobo. Es natural. Ya Joyce retrató en el personaje de El Ciudadano, en Ulises, al independentista fanático y hasta xenófobo. Los señalamientos, la caza de brujas, el complejo de superioridad son cosas viejas. Una campaña xenófoba y separatista trató de que se retirara el nombre del réprobo Scully del espacio que contiene su obra generosamente cedida al monasterio de Montserrat, ese que Himmler, espejo y paladín de nacionalistas y fanáticos de la pureza, visitó en 1940 fascinado por la leyenda del Grial.
Por voluntad propia, el catalán lo aprendieron los poetas en lengua irlandesa Pearse Hutchinson, de quien se han cumplido ahora los diez años de su muerte, y el fallecido este 2022 Tomás Mac Síomóin. Ambos han traducido de esa lengua: el primero, a Josep Carner, Salvador Espriu y otros. El segundo, muerto en la Cataluña en la que eligió vivir, publicó en 2010 una colección trilingüe en irlandés, catalán y español. Quiere decirse que las lenguas ganan lectores y hablantes cuando seducen, no cuando acosan.
W. B. Yeats escribió al comienzo de su carrera el poema Las errancias de Oisin. Con ninguna justicia poética, al hijo de Sean Scully (y a la familia toda) ahora lo han empujado a seguir esa senda de vagabundaje, trashumante. Cree el solipsista, el corto de miras, que todas las lenguas se hacen lenguas de su lengua y su tierra. Pero Sean Scully ha puesto leguas de por medio. Ha vencido el bullying, al matón, quien se cree dueño del patio del recreo, en el que ya no podía jugar tranquilo Oisin. Ha vencido la limpieza, si no étnica, lingüística, que arrincona cada vez más el español en las escuelas. Ha perdido la libertad, el arte y, a la postre, Cataluña. ~