El pasado 7 de diciembre se cerró un nuevo acto dramático en la historia política reciente de Perú, que vive desde entonces con la incertidumbre de no saber cómo enderezar su futuro. El hasta ese momento presidente del país, Pedro Castillo, acorralado por la inminente tercera moción de censura a la que lo sometería el Congreso, apareció frente a las cámaras para leer, con manos temblorosas y su ya acostumbrado forcejeo con la sintaxis, un breve y ministerial texto en el que daba cuenta de sus intenciones: suspender la actividad del parlamento, ese mismo que afilaba cuchillos para “vacarlo” –someterlo a una suerte de impeachment– pocas horas después. La medida de carácter “excepcional” que anunciaba Pedro Castillo tenía por objeto instaurar un gobierno de emergencia nacional y convocar a la brevedad posible nuevas elecciones parlamentarias. Los peruanos entendieron estupefactos que se enfrentaban a un autogolpe, similar al que dio Alberto Fujimori treinta años atrás, aunque en este caso sin los tanques en la calle ni ningún otro apoyo que su delirio y su torpeza.
En efecto, a la hora escasa de su pronunciamiento tanto el Ejército –cuyo preliminar silencio todos temían– como la Policía Nacional se desmarcaron del presidente, los congresistas reunieron atropelladamente los votos necesarios para hacer efectiva la vacancia y Pedro Castillo intentaba escapar rumbo a la embajada de México, donde solicitaría asilo político. (Como se supo después, Andrés Manuel López Obrador lo recibiría con los brazos abiertos.) Lo capturaron los propios policías encargados de su seguridad. Más soledad, imposible. Todo resultó una vertiginosa puesta en escena de lo que se considera el golpe más breve en la historia de un país largamente asolado por estos, y cuyo último ejemplo fue precisamente el organizado por Alberto Fujimori, el padre de la candidata que se enfrentó a Pedro Castillo en las pasadas elecciones.
Dina Boluarte, la vicepresidenta de Pedro Castillo hasta ese momento, juró como su sucesora en la presidencia –muchos destacan que es la primera mujer en detentar el cargo– y el país respiró aliviado: se volvía a la democracia y el Congreso se alzaba como bastión y salvaguarda de la salud institucional del país, pensaron y piensan muchos. Por desgracia, no es así.
Poco alivio es el que vivirá el país a partir de este momento, a causa de una crisis institucional que en realidad se viene gestando desde hace mucho y en la que bien podrían señalarse dos hitos, ambos provocados por los Fujimori, padre e hija, en distintos momentos de nuestra historia reciente.
El primero es el golpe de 1992, cuando Fujimori, un candidato surgido de la nada, con un partido de nombre vaporoso (Cambio 90), luego de ganar las elecciones que lo enfrentaron al bloque conservador liderado por Mario Vargas Llosa, cerró el Congreso e inauguró una de nuestras épocas más oscuras de corrupción, matanzas, esterilizaciones forzosas y asesinatos. Esta etapa culminó cuando su siniestro asesor, Vladimiro Montesinos, cayó en manos de la justicia, al descubrirse unos videos donde se le veía entregando dinero a una larga lista de políticos y personajes públicos.
Aquel detonante hizo despertar a la sociedad peruana y desconfiar más aun de su clase dirigente. Pero abrió las puertas a la inestabilidad y la atomización de partidos fugaces, sin ideología alguna, cuyo único objetivo era medrar en el país. Desaparecieron –o agonizaban– los partidos tradicionales de derecha, centro e izquierda, y aparecieron otros con nombres de pueriles slogans: Avanza Perú, Somos Perú, Podemos Perú, Fuerza Popular, etc.
El segundo hito de esta historia de descalabros, traiciones y desolaciones lo marca la hija del ex dictador, Keiko Fujimori, al perder las elecciones que lo enfrentaron con Pedro Pablo Kuczynski –otro presidente corrupto– y, luego de una campaña feroz para evitar por todos los medios que pudiera gobernar, provocar la “vacancia por incapacidad moral” del ex banquero y financista.
Dicha figura es un relicto jurídico que ha pervivido en las doce constituciones que ha tenido Perú desde 1839 y que, a grandes rasgos, permite destituir de su cargo a un presidente cuando manifiesta turbación mental o, como se decía entonces, incapacidad moral. En una clase política donde la capacidad moral brilla por su ausencia, dicho dispositivo se convirtió, gracias a Fujimori, en el arma arrojadiza y el comodín que permitía echar a los presidentes sin que acabaran su mandato y con la simple mayoría de votos en el Parlamento. De este modo, el Congreso se ha convertido no en un órgano legislativo, sino en una cámara opositora al ejecutivo, que ha horadado de esta manera los mínimos cimientos institucionales del país.
¿Qué ocurrió entonces, abierta esa caja de Pandora? Que desde Kuczynski en adelante hemos tenido seis presidentes en cuatro años, manifestaciones callejeras, vacancias y la desconfianza cada vez mayor de la ciudadanía, que no duda en calificar con los adjetivos más duros a sus parlamentarios y a sus políticos en general. Pedro Castillo, que llegaba al poder con su sombrero de campesino, su licenciatura de maestro rural y su bagaje de líder sindical, fue aclamado como una suerte de redentor de las clases olvidadas del país frente a la corrupción que representaba Keiko Fujimori. Sus adversarios le achacaban escasa preparación y ser un títere de otro político, de clara filiación marxista, Vladimir Cerrón.
Pero lo que nadie podía prever en el escaso año y medio que estuvo en el poder era que el “profesor” resultase rápidamente cercado por la justicia en las siete causas que tiene abiertas, que fuera un corrupto más entregado a la prevaricación, al tráfico de influencias y a la colusión.
No parece, pues, que el Perú haya encontrado una salida a la crisis permanente que vive con la desactivación de este minigolpe. La economía, milagrosamente, se sostiene, alejada e impávida, como si la sociedad no tuviera nada que ver con sus políticos, de los que reniega con fundado desprecio. Pero a nadie se le escapa que un país sin instituciones, sin dirigentes ni civismo, está condenado a vivir perpetuamente en el lodazal de las crisis.
(Arequipa, 1964) es escritor. Su libro más reciente es Volver a Shangri-La (Alianza, 2022).