Creo que se remonta a Aristóteles el prejuicio acerca de la natural sociabilidad de los seres humanos: la idea de que los hombres tienden a constituirse en rebaños y son naturalmente dados a establecer acuerdos sociales entre sí. Digo “prejuicio” porque, según cómo se mire, nuestra experiencia ancestral demuestra exactamente lo contrario o, cuando menos, autoriza a pensar que los hombres se aman tanto como se odian: que tantos han sido los periodos dedicados a la paz y la buena convivencia entre semejantes como los dedicados al conflicto, a la destrucción mutua y la muerte. Y es curioso que haya sido el sabio Aristóteles quien diera pábulo a esta opinión tan discutible puesto que el Estagirita era hombre poco proclive a guiarse por preconceptos y aconsejaba mantener una estricta reserva respecto de las propias inclinaciones; y, desde luego, su célebre definición del hombre como zoón politikón estaba muy lejos de afirmar una humana predisposición a la vida pacífica.
El otro prejuicio indemostrable a tenor de la condición humana es aquel que afirma que tendemos a buscar la felicidad en virtud de la memoria de una Edad de Oro primordial en que la humanidad vivió plácida y pacíficamente en armonía con la naturaleza. Debemos a Rousseau (y a la tradición bíblica, con su representación del Edén) este desatino. El ginebrino imaginó un estado de naturaleza cuasi perfecto, sin autoridad y sin propiedad privada, una condición de igualdad pura en la que los hombres vivían en comunión con la naturaleza. (Por cierto, no cabe imaginar esa comunión como animal, porque a todas luces resulta manifiesto que los animales viven en constante lucha con su medio y están a merced de sus innumerables inconvenientes.) En cualquier caso, la idílica hipótesis rousseauniana alimentó a generaciones de románticos e idealistas que vieron en el retorno a la naturaleza un camino de salvación tras los supuestos excesos del racionalismo ilustrado. Si el prejuicio atribuido a Aristóteles no hace justicia a la reconocida inteligencia de su autor y más bien malinterpreta su sentido de lo político o de la vida en una comunidad de pertenencia –que es lo que significa, a fin de cuentas, la noción de polis–, el segundo es una soberana majadería, aunque pocos hayan sido los que se han atrevido a desmentirlo.
Muy por el contrario, se prefiere imaginar que pertenecemos a una humanidad buena por naturaleza y, si acaso, desviada hacia la violencia por ignorancia, por prejuicio o por obcecación. Cualquier argumento vale con tal de no reconocer que en nuestra condición hay tantas pulsiones destructivas como las que se pueden comprobar en nuestros parientes más próximos, los animales. Así pues, nuestra tradición cultural está poblada de negaciones monumentales, como por ejemplo, la invención romántica de una Grecia clásica apacible, mirífica y civilizada, en contra de lo que se lee en los testimonios fijados por los grandes poemas épicos y en las crónicas de Tucídides y Herodoto y contra lo que cualquier turista puede ver en la huella de representaciones que aparecen en una mayoría de restos arqueológicos, desde el friso del Partenón o el Altar de Pérgamo hasta en los sarcófagos y estelas funerarias. Allí se ven incontables escenas de violencia y destrucción, luchas de titanes y amazonas, batallas, saqueos y profanaciones. Pocos son los que han reparado en el modo brutal con que el iracundo Aquiles trata los despojos mortales de Héctor en la Ilíada, cuando arrastra el cadáver de su enemigo enganchado por los talones a una cuerda atada a su carro vencedor.
La violencia y la muerte han sido –siguen siendo– una parte consustancial de la naturaleza humana, como lo son el conflicto, la voluntad de guerra y la crueldad, sacrificial o no, con que los hombres ajustan cuentas con sus semejantes. Cabe a René Girard, un antropólogo católico inclasificable y con una larga trayectoria universitaria en Estados Unidos el haber invertido la pauta tradicional que ha denegado esta violenta naturaleza con su modelo del chivo expiatorio que, a fin de cuentas, es una generalización construida a partir del exemplum de Jesucristo, reconocido como víctima propiciatoria y redentor de nuestros pecados. Haciendo doctrina del mensaje cristiano, Girard afirma que la cultura y la civilización se sostienen sobre la elaboración de un sacrificio ritual –o sea, en un acto de violencia– cuya naturaleza al mismo tiempo expiatoria y reveladora de cosas que han permanecido ocul-tas desde la creación del mundo, se deja ver en la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, tal como se narra en los Evangelios.
Toda la obra de Girard gira en torno a la explicación de la violenta conducta humana, aunque no es el primero en establecer una paradójica asociación entre cultura y barbarie. La misma observación se puede encontrar en autores ilustres como Hobbes, en pesimistas como Freud o Canetti, en juristas como Carl Schmitt y en filósofos del derecho recelosos de la modernidad como Leo Strauss. Es la misma asociación aludida en el célebre slogan de Walter Benjamin que reza: “No hay un solo documento de civilización que no sea asimismo de barbarie” y que hoy en día se lee como epitafio en su mausoleo en Portbou. Común a todos ellos es la conciencia de que la cultura se sostiene en un acto luctuoso, un crimen que la comunidad ha de expiar, un pecado nefando que no debe repetirse y del que es preciso tomar distancia a través de un rito expiatorio que tiene su víctima y su ejecutor. La novedad que introduce Girard es el reconocimiento de que ese modelo interpretativo es de inspiración cristiana y está animado de un espíritu neomítico y romántico.
Que las teorías antropológicas de Girard son nuevas formas del mito –o, si se prefiere, relato– fundacional cristiano llega a ser algo harto evidente en este libro. Los elementos centrales del cristianismo originario aparecen expuestos aquí y son reinterpretados en clave contemporánea pero sin contradecir su sentido originario: el Dios-hombre que desciende, sufre y muere, para enseñar una religión del amor, la salvación por la fe y el Apocalipsis, que viene a ser la cuestión debatida en este volumen concebido a partir de una relectura del célebre tratado De la guerra que Carl von Clausewitz dejó inconcluso en 1831. Llama la atención que Girard haya venido a reparar en Clausewitz y que dedique tanto interés a la guerra, puesto que este es un asunto que ha quedado literalmente forcluido en la política de nuestro tiempo por efecto de la hegemonía del discurso pacifista y bien intencionado que se practica por doquier. Asimismo, sorprende que haya remontado la animadversión que manifiesta el estratega prusiano por todo lo francés y, en especial, por Napoleón. Como antecedente sólo recuerdo en mi juventud haber leído en los escritos de Juan Domingo Perón y Mao Zedong una apología del belicismo prusiano comparable a la que Girard dedica a Clausewitz. Resulta curioso que las teorías de un estratega prusiano del siglo xix, que se enseña todavía hoy en casi todas las escuelas militares, hayan servido para sustanciar una visión apocalíptica del presente y para que Girard, una vez más, intente convalidar sus ideas sobre el chivo emisario, la violencia y el deseo mimético por medio de la obra de un clásico.
El libro es torrencial y algo sombrío, como cabe a toda la literatura apocalíptica. Arranca del repaso de las relaciones franco-alemanas, que son expuestas aquí bajo el signo de una especie de polemos entablado entre las dos potencias fundacionales del Occidente europeo. La intención de Girard es completar la obra inconclusa de Clausewitz –y, desde luego, no está claro que el libro consiga su propósito. Lo que sí que está claro es que Girard encontró en la lectura de Clausewitz una especie de revelación. Con un sesgo que no quiere parecer maurrasiano (pero lo es) y un tono ominoso y spengleriano, Girard viene a decirnos que el enfrentamiento secular entre Francia y Alemania que articula la vida del continente europeo desde los tiempos de Carlomagno incurrió en lo que él llama –siguiendo a Clausewitz– “escalada de los extremos”, una escalada que se alimenta de la violencia mimética de las relaciones humanas. De tal modo que el ancestral recurso al sacrificio de una víctima propiciatoria que tradicionalmente había servido para exorcizar esa violencia se rompe tras la Revolución Francesa y sobre todo deja de ser efectivo tras la guerra francoprusiana de 1870. Surgen así las nuevas formas de violencia extrema, la guerra total que conjuga con la movilización total escrita por Jünger y da lugar a la sucesión de atrocidades que registra el siglo pasado: dos guerras mundiales, Hiroshima y Auschwitz, etc. El escenario actual de esa “escalada de los extremos” se da hoy en día en el enfrentamiento entre Occidente y el terrorismo islámico, pero muy pronto –advierte Girard con aires proféticos– se impondrá en la lucha entre China y los Estados Unidos. También ellas se verán comprometidas en una apocalíptica “escalada de los extremos” que conducirá irremediablemente a la destrucción del planeta. Libradas a su creciente antagonismo, las fuerzas destructivas que alimentan la violencia mimética de los pueblos entre sí, nos convertirán en víctimas sin redención posible.
¿Y todo esto por qué? Porque, según Girard, no hemos sido suficientemente cristianos. Hay que reconocer que se necesita coraje para declamar semejante generalización en nombre de una religión que se ha expandido a sangre y fuego y que ha hecho la guerra en cinco continentes (o ¿es que hay que interpretar las Cruzadas y la conquista de América como actos de amor?).
El libro se compone de conversaciones transcritas por su editor, Benôit Chantre. Como es habitual en el discurso oral se notan algunos excesos coloquiales. Girard se despacha a gusto contra algunas de sus fobias. Por ejemplo, descarga toda clase de reproches sobre Hegel –a quien acusa, a mi juicio injustamente– de predicar una ideología de la reconciliación en vez de hacerse cargo del insoslayable e irrestañable conflicto que caracteriza a las relaciones sociales y le hace pagar una cuenta que debería haber cargado sobre el cosmopolitismo de Kant. Olvida además que el sistema hegeliano es la consumación de la visión prusiana del mundo y de la historia, de donde no cabe sostener la oposición entre Hegel y Clausewitz. Girard hace además una exégesis neocristiana de Hölderlin y defiende la germanofilia de Madame de Stäel, pero está claro que, como Maurras, cifra la salvación de Europa en la alianza de Francia con Alemania, versión moderna del Sacro Imperio Romano-Germánico.
Se le podría achacar el tono apocalíptico que recorre todo el texto y que le hace incurrir en algunas pifias (por ejemplo, dado que el libro está producido en 2007, todavía se advierte acerca del terrible peligro de la gripe aviar, que poco después demostró ser una patraña mediática), pero estos gazapos no van en demérito de lo más notable de este libro, que es el papel central que se da –por fin– en los análisis históricos al conflicto, al agon, esencia insoslayable de la guerra tanto como experiencia necesaria de la condición humana. ~
(Buenos Aires, 1948) es filósofo, escritor y profesor de estética en la Universidad de Barcelona. Es autor de, entre otros títulos, 'Filosofía y/o literatura' (FCE, 2007).