¿Se hablará en el futuro de una “era de Petro” tal como hoy, mirando atrás, se habla ya zanjadoramente de la era de Uribe?
Quien haya vivido en Colombia las dos primeras décadas de este siglo será sensible a la crónica de los últimos meses, algo que llamaré epocal yque se resiste a las fórmulas periodísticas del tipo “primeros cien días”. Esto que ofrezco al lector de Letras Libres quiso ser, hace ya muchas semanas, un resumen del tipo “balance y perspectivas” poselectorales.
A poco de comenzar a escribir me percaté, sorprendido, de que solo habían transcurrido dos meses de novedades políticas de mucho calado y tonelaje y, sin embargo, se habían ya disipado por completo los peores vaticinios de violencia y colapso institucional difundidos desde hacía mucho más de un año por los adversarios de Gustavo Petro.
Debí dar uno, dos y hasta tres pasos atrás. ¿Qué estaba pasando?
Cada día traía, además, la sensación –y esto era lo extraordinario– de estar viendo cumplirse, como si fuese desde hacía mucho tiempo, de modo indefectible y sin convulsión, las primeras etapas del programa de reformas de un gobierno –digámoslo con solo un adarme de ironía– de centro-izquierda escandinava en un país suramericano que, contra su inveterada propensión a la violencia, asentía con templanza a cada anuncio de los tuits que la solemnidad de Petro suele difundir. Menos de una década atrás, ese mismo país se hallaba aún en medio de un sangriento conflicto armado.
Fuese o no engañosa esa percepción, lo cierto es que la cortesía republicana que fluyó, por ejemplo, entre Petro y el expresidente Álvaro Uribe durante el ritual de visitas de las primeras jornadas acentuó el ostensible desconcierto de la oposición. El contraste entre el apocalipsis anunciado y esta modosa transición sin sobresaltos mereció el juicio que sobre el ánimo público colombiano hizo Gustavo Duncan, un brillante politólogo cuyas columnas en el diario El Tiempo de Bogotá son muy atendibles:
En las últimas dos décadas –observaba Duncan a comienzos de diciembre pasado– en Colombia se creó un peligroso ambiente de confrontación política para la democracia. Diversos líderes de orillas ideológicas opuestas hacían uso de las narrativas del conflicto armado para deslegitimar la participación política de sus contendientes. […]
Tanta hostilidad hacía creer que el nuevo mandato presidencial iba a ser un campo de batalla entre gobierno y oposición, una suerte de democracia confrontacional, en la que todos iban a desconocer los derechos políticos de la contraparte, un escenario en extremo delicado. Sin embargo, apenas ganó Petro, cambió el lenguaje de hostilidad y de desconocimiento de los derechos de sus contendientes. […]
No fue simplemente que Petro hizo un arreglo transaccional con el establecimiento político. Fue un acuerdo mucho más profundo. Poco se ha notado que el discurso deslegitimador del adversario político, fundado en sus responsabilidades en el conflicto, se ha venido extinguiendo desde entonces. Petro ya no convoca a sus seguidores descalificando a Uribe por paramilitar. Uribe ha moderado sus posiciones, no habla de haber entregado el Estado al terrorismo.
Me serviré en esta crónica de algunas de las expresiones de Duncan.
“Arreglo transaccional con el establecimiento político”, por ejemplo. Por ella entiendo yo, principalmente, el acuerdo que muy rápidamente alcanzó la Presidencia de la República con la Cámara de Representantes del Congreso para echar adelante la aprobación, a toda máquina, de las vastas y profundas reformas ofrecidas durante la campaña.
La sabiduría convencional vaticinó siempre que un gobierno presidido por un izquierdista como Petro jamás lograría la sanción de los barones de la molienda parlamentaria. La presunción básica era la de que, pese a la fragmentación de los partidos tradicionales –Liberal y Conservador–, que se remonta a finales del siglo pasado, estas dos agrupaciones o, mejor dicho, los vestigios parlamentarios del Partido Liberal, obrarían como cortafuego de las reformas de manera maquinal y predecible: mellando en ellas todo filo cortante y esto, además, al precio de valiosas prebendas estamentales.
Las perversiones del clientelismo electoral, del trapisondista toma y daca legislativo neogranadino, el socarrón repertorio de tretas ya seculares que en Colombia pasa por “técnica parlamentaria”, auguraban, a ojos de los cínicos, que las reformas anunciadas por Petro quedarían en agua de borrajas.
Los más aprensivos, en cambio, señalaban en ellas, cuando menos, una catastrófica inviabilidad. Cuando más, la ocasión de elevar y hacer permanente la conflictividad social.
Lo esencial de esas reformas entraña una profunda modificación de las leyes tributarias, claramente injustas y regresivas; una reforma integral del sistema de salud; la implementación de complejas pero inescapables medidas de justicia transicional consagradas en el Acuerdo de Paz de 2016. Esas provisiones fueron echadas a un lado con sistemática desaprensión por la anterior administración de Iván Duque.
Pero quizá lo más escabroso, desde el punto de vista de los sectores conservadores de la industria y la banca privadas, sean los cambios en el patrón de explotación de la riqueza petrolera y minera del país que Petro aspira a adelantar imbuido de una muy militante conciencia ambientalista.
Reducido hoy a una nutrida bancada en el Congreso, el viejo Partido Liberal pudo amagar, verosímilmente, con oponer su aún influyente maquinaria electoral y sus votos parlamentarios. Durante la reagrupación de fuerzas efectuada entre las dos vueltas electorales, se vio a su líder histórico, el expresidente César Gaviria, movilizar toda su capacidad de cabildeo en resistencia a apoyar una candidatura de Petro.
Las duras declaraciones de la actual vicepresidenta Francia Márquez, formuladas al partir la campaña contra el abominable neoliberalismo que, a su entender, encarna en el expresidente Gaviria, llevaron a pensar que no sería posible un acuerdo electoral que asegurase las papeletas requeridas para la gobernanza del país. Márquez es una política admirable por derecho propio cuya designación para integrar la fórmula presidencial fue atacada, con racismo indisimulado, por muchos medios colombianos como una decorativa concesión de Petro a su electorado feminista, de izquierda identitaria, afrocolombiano y ambientalista.
De extracción muy humilde, la extraordinaria voluntad política de Márquez y su sagacidad como activista integral en pro de una de las regiones más abandonadas por los gobiernos a los fragores del conflicto armado, la trata de personas y la degradación ambiental, la han hecho gozar de gran predicamento entre la secularmente postergada nación afrocolombiana –casi el 10% de la población total de más de 51 millones de habitantes–. Hablamos de unos 4 millones 700 mil personas. Márquez imprimió decisiva tracción a la candidatura de Petro.
El entreacto del balotaje permitió a Gaviria y su retinue de parlamentarios hacer cuentas más frías y el candidato de la izquierda aseguró, sin hacer demasiadas concesiones, no solo el apoyo del vetusto y resabiado Partido Liberal para la travesía parlamentaria, sino el concurso de figuras independientes del centro que lo habían adversado en la primera vuelta para la conformación del gabinete.
Una de ellas: otro Gaviria, Alejandro, economista, brillante escritor sin parentesco cercano que yo sepa con el expresidente, ministro de Salud durante el gobierno de Juan Manuel Santos, antiguo rector de la prestigiosa Universidad de Los Andes y, por si fuera poco, muy elocuente candidato de centro en la primera vuelta.
Lo que vengo contando ilustra la vocación pragmática de Petro. Y aquí calza bien, creo yo, una digresión sobre el significado de las palabras “liberal” y “centro” cuando son proferidas en Colombia.
La decadencia del Partido Liberal, agrupación que fue hegemónica entre 1930 y 1946, culminó en una especie de big bang insonoro poco antes de la vuelta del siglo. Casi no hay nombres relevantes en la política de las últimas dos décadas que no provengan de la matriz liberal. Uribe lo fue, tanto como Santos y, para el caso, también Pablo Escobar; pero la taxonomía y la génesis de los partidos colombianos de origen liberal excede los límites de este trabajo.
Diré tan solo que los más se constituyeron en partidos conservadores que giraban en torno a Álvaro Uribe y eran, por tanto, partidarios de la guerra. Otros se nuclearon en torno a figuras, acaso más moderadas, cuya suerte política dependía de su capacidad para criar clientela y “maquinaria” electoral.
Llego con esto a otra de las singularidades del ámbito político colombiano moderno, señalada con frecuencia por los comentaristas, no siempre con ánimo descalificatorio: en Colombia, y a diferencia de otros de nuestros países, el paso por el servicio público, si es ejercido con reconocida probidad y eficacia, no siempre condena a la irrelevancia cuando el viento cambia.
Alejandro Gaviria compitió enérgicamente por la candidatura del centro y perdió ante Sergio Fajardo. Anteriormente, había sido un exitoso ministro de Salud durante el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018). Para escándalo de muchos, Gaviria declaró su intención de votar por Petro en la segunda vuelta electoral. Los cambios requeridos por Colombia, arguyó, son abordados en lo esencial por las propuestas de Petro. Gaviria es actualmente ministro de Educación y, característicamente, no ha callado sus discrepancias con la controvertida reforma de salud propugnada por Petro.
La cartera de finanzas y la embajada de Colombia ante los Estados Unidos generaron ambas una suma de razonable confianza tanto en los mercados financieros como en las agencias federales estadounidenses que lidian con el narcotráfico y los asuntos migratorios.
Luis Gilberto Murillo, “afro del Chocó”, como lo presentó Petro desde su cuenta de Twitter, es oriundo de un departamento del Pacífico colombiano e ingeniero de minas con un doctorado en geología obtenido en Rusia. Es también hombre de considerable experiencia en el servicio público nacional e internacional: electo gobernador de su departamento en dos ocasiones, fue ministro de Ambiente en el gabinete de Juan Manuel Santos, ha trabajado para el Banco Mundial, el BID, en el Programa de Desarrollo de la ONU y, ¡atención!, integró como candidato a la vicepresidencia la fórmula de Sergio Fajardo en la elección de 2022.
Un fichaje singular, salido del “mero mero” establishment político colombiano, es el médico Roy Barreras, actual presidente del Congreso colombiano. Ningún resumen de su carrera pública obviará que ha sido expulsado de dos partidos políticos. Tampoco que logró asegurar en tiempo récord la aprobación de la agenda legislativa adelantada por Petro, incluyendo la reforma tributaria.
Sin duda el ministro que gana la palma como garante de la gobernanza pragmática es, justamente, el titular de Hacienda, José Antonio Ocampo, educado en las universidades de Notre Dame y Yale, arquetipo del tecnócrata latinoamericano favorito de las multilaterales y la banca internacional. Hace casi treinta años ocupó el mismo cargo que hoy ostenta. Se acreditó entonces la más grande emisión de deuda pública colombiana, logrando de los mercados las mejores condiciones crediticias posibles en aquel entonces. Ha sido ministro de Agricultura y jefe de la Oficina de Planificación.
Ocampo es objeto de suma atención hoy día porque desde el primer momento se convirtió en algo así como un superministro de aclaraciones y desmentidos, suscitados estos por las palabras de los ministros provenientes de la agrupación de izquierdas Colombia Humana, liderada por Petro. Sin embargo, la funcionaria más propensa a causar alarmas ecuménicas –y presurosos y terminantes desmentidos del ministro Ocampo– es la titular de Minas y Energía, Irene Vélez.
Filósofa, profesora universitaria, exbecaria Fulbright con un doctorado por la Universidad de Copenhague en geografía política, Vélez ha investigado temas de soberanía alimentaria, impacto ambiental de agroquímicos y contaminación de mercurio en contextos mineros. Vélez no es, a mi modo de ver, la imprudente ministra provocadora mediática que describen sus enemigos.
Afirma Antonio Machado, por boca de Juan de Mairena, que “bajo lo que se piensa está lo que se cree”, dando a entender la doblez humana. Hay razones para pensar que la ministra Vélez cree exactamente lo mismo que piensa y que por eso es cabal vocera de Petro en materia ambiental y energética.
Sus anuncios, espeluznantes para muchos observadores, de que no se autorizarían más licencias de exploración petrolera, así como la exhortación a los países desarrollados a que hagan “decrecer” de forma planificada sus economías, son congruentes con la misión de salvar la Amazonía que se ha impuesto Petro y a la que ha convocado a los gobiernos de sus vecinos amazónicos, Venezuela y Brasil.
Es difícil a esta altura del Antropoceno no acordar con ambos que la industria de los combustibles fósiles, la civilización petrolera, es responsable mayor del cambio climático. La solución que propone Petro, dicho sin más vueltas, es poner fin a la explotación de hidrocarburos. Eso no estaría mal si se tratase nada más de una opinión de sobremesa, solo que el petróleo representa hoy en las cuentas colombianas más del 40% de las exportaciones y más del 30% de la inversión extranjera directa.
Según estima el autorizado Comité Autónomo de la Regla Fiscal (carf), la inversión y la producción del sector petrolero caerían hasta un 30% en 2030 si el gobierno insiste en no permitir nuevos contratos de exploración de hidrocarburos, así como por el impacto de una reforma tributaria que entró en vigencia este mes.
Petro bajará, seguramente, el ritmo de sus comparecencias en foros internacionales y afrontará las realidades de una nación que, según la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) tendrá la economía con mayor aumento de la pobreza en el peor escenario posible. La tasa de pobreza en el país fue de 36.3% en 2021 y la Cepal proyectó que subiría a 39.2% en 2022. ¿Cómo piensa afrontar el gasto público que implica abatir la pobreza prescindiendo del ingreso petrolero? Yo quiero verlo.
Petro ha insistido, pese a todo reparo y aun antes de su primera y fracasada campaña electoral en 2018, en que propiciará una economía no dependiente de la renta petrolera, una economía “productiva”, algo que los venezolanos hemos oído prometer a todos sus gobernantes desde la muerte del dictador Juan Vicente Gómez en 1935. Con todo, hay algo en lo que Petro tiene absoluta razón: nada de provecho podrá hacerse en Colombia en este siglo si no se concretan las metas políticas y sociales explicitadas en los acuerdos de paz.
Con la firma del acuerdo de paz en 2016 Colombia dio pasos de gigante hacia un futuro de próspera convivencia. Hoy está claro que parte del escepticismo ante lo bueno que a Colombia ha traído el llamado “posconflicto” vino de la mano de una perversa desvalorización de la paz. El escritor Andrés Hoyos se preguntaba en 2017 si ese demeritar no equivaldría a una vergonzante nostalgia de la guerra, algo que aún alienta en muchos contumaces voceros del uribismo.
Hallé respuestas muy persuasivas a esa pregunta en un libro insoslayable para quien quiera acercarse a la historia de la Colombia contemporánea. Lo escribió el filósofo antioqueño Jorge Giraldo y se llama Las ideas en la guerra (2015). Una de las más venenosas se despliega en la prolongada elaboración teórica que, a lo largo del siglo XX y parte del actual, hicieron ciertas élites colombianas para apuntalar la noción de que la lucha armada era por completo inevitable.
No solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de suma valía propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras que repudiaban la violencia por principios, la tuvieran como inevitable. Giraldo explica esto solo parcialmente con lo que Albert O. Hirschman llamó la “fracasomanía” de los colombianos.
Desolador efecto de esta perversa idea de inevitabilidad de la violencia, observa Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y políticos de alcanzar el poder. Asombra constatar la incapacidad de los mandos violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de lucha en lugar de sembrar el país con centenares de miles de víctimas. Esa ceguera condujo a la mortífera fórmula “combinación de todas las formas de lucha” que en realidad era una sola: la armada.
La firma de la Constitución de 1991 –promovida, entre otras formaciones, por el M-19, la guerrilla de la que Petro formó parte en los años setenta– abrió a la izquierda cauce para la lucha de masas de la que, al cabo de treinta años de perseverancia en los usos democráticos, trajo el triunfo al antiguo insurgente que es Gustavo Petro.
Su admirable tesón merece alcanzar el anhelo de todos en Colombia: convivencia, prosperidad y, tal como él la llama, “paz total”. ~
Bogotá, enero de 2023
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).