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Anagramas, plagios y otras criaturas extrañas

¿Cuáles son los límites de la experimentación literaria? ¿Dónde termina el homenaje y dónde empieza el plagio?
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Hace un tiempo, a Grama Sana –una cuenta en Twitter e Instagram dedicada a la construcción ¿o el hallazgo? de anagramas– se le ocurrió un proyecto ambicioso: escribir “una versión anagramática” del cuento “El Aleph”, de Borges. Su propuesta consistía en “anagramear frase por frase”, es decir, utilizar las letras de cada oración para, con ellas, escribir oraciones distintas.

La famosa enumeración ubicada hacia el final del relato y que comienza con las palabras Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde… es una sola frase de 1,872 letras (distribuidas en 429 palabras). Una frase tan larga que “permite incluso ‘copiar’ fragmentos enteros del cuento”, dice Grama Sana.

¿Por qué pone el verbo copiar entre comillas? Lo explica: “Creo que si usando las letras de la enumeración escribo La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió [la primera línea del texto borgeano] no sería una copia del cuento sino un anagrama de un fragmento de este. Así, estimo, las garras de María Kodama no van a poder alcanzarme. ¿Qué opinan ustedes? ¿Es un golpe maestro o debería hablar antes con Katchadjian?”

Cuando habla de las garras de María Kodama se refiere al hecho de que la viuda y albacea de Borges denunció por plagio a varios autores de experimentos en torno a la obra del más célebre de los escritores argentinos. El más conocido de esos experimentos fue El Aleph engordado, de Pablo Katchadjian, quien al cuento de Borges, cuya extensión es de unas 4,500 palabras, le añadió otras 5,600. La obra derivada constó de apenas doscientos ejemplares, editados en 2009 de forma artesanal. Pero Kodama lo denunció por plagio, lo que dio lugar a una trama judicial que duró una docena de años.

Surgen entonces las preguntas. ¿Cuáles son los límites de la experimentación? ¿Dónde termina el homenaje y dónde empieza el plagio?

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Incluso casos elocuentes de plagio han dado lugar a controversias; un ejemplo muy conocido ocurrió hace tres lustros. A finales de 2006, en Argentina, una obra titulada Bolivia Construcciones, de Sergio Di Nucci, ganó el prestigioso premio de novela que organizaban por entonces el diario La Nación y la Editorial Sudamericana. El jurado estuvo compuesto por Carlos Fuentes, Tomás Eloy Martínez, Griselda Gambaro, Luis Chitarroni y Hugo Beccacece.

Quiso la casualidad que un muchacho de 19 años leyera Bolivia Construcciones poco después de haber leído la novela Nada, de la española Carmen Laforet, publicada en 1944. Y encontró que un extenso pasaje –más de treinta páginas– del libro de Di Nucci era demasiado parecido a un pasaje del libro de Laforet. Mandó una carta a La Nación para advertir de esa similitud; en febrero de 2007, el jurado dio por probado el plagio y revocó su fallo: Di Nucci se quedó sin premio.

Podría haber quedado en la historia como un plagio más. No había pasado mucho desde que el psicoterapeuta (y superventas) argentino Jorge Bucay admitiera haber incluido en un libro suyo unas sesenta páginas copiadas de un libro ajeno; en esos mismos días de 2007 el peruano Alfredo Bryce Echenique hacía frente a una catarata de denuncias por publicar artículos ajenos como si hubiesen sido escritos por él. Sin embargo, el caso de Bolivia Construcciones fue mucho más allá: abrió un enorme debate acerca de los límites del plagio y la intertextualidad.

Muchos intelectuales –entre ellos, la conducción de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires– apoyaron a Di Nucci, alegando que había recurrido a la intertextualidad como parte de un experimento literario. Otros, en cambio, expusieron con firmeza sus argumentos en contra. Una de ellas fue la escritora y crítica Elsa Drucaroff, quien (en un artículo sobre la cuestión, incluido como estudio preliminar en El libro de los plagios, de Juan-Jacobo Bajarlía, publicado en 2011) señaló los dos rasgos esenciales que se deben tener en cuenta al momento de evaluar si una obra comete plagio o no.

El primer elemento es el factor trabajo. “¿El rol de la obra ‘citada’ fue ahorrar la mayor parte del trabajo –plantea Drucaroff– o lo que se hizo con ella es realmente una reelaboración?”. El segundo radica en “qué se ha representado conscientemente como acto quien está creando a partir de un texto previo. ¿Quiere homenajear? En ese caso, tendrá que permitir a los lectores percibirlo. ¿Quiere aprovecharse? En ese caso, a ocultar la fuente”.

La propuesta de la autora, entonces, es que “tal vez la combinación de estas dos variables (eludir trabajo/ocultar la fuente) sirva para definir si hay plagio, por lo menos en la literatura que se escribe hoy”. Tiene mucho sentido.

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Por favor, ¡plágienme! es el título de un inclasificable libro de Alberto Laiseca publicado en 1991. Mezcla de ensayo, ficción y colección de aforismos, la obra juega el concepto del plagio: lo disecciona, lo ironiza, lo exprime. Parte de la base de que ser plagiado es señal inequívoca de que uno ha creado algo bueno: “Se ha dicho que un hombre no merece el título de artista hasta que no ha sido plagiado por lo menos siete veces”.

Pero por vastos pasajes el libro se presenta como una enorme y sarcástica alabanza del plagio, y también como un manual de conducta y de moral del plagiador. Afirma por ejemplo que “el plagio, aparte de ser un homenaje al creador, trae implícita una forma de amor”. Va más allá: “Cualquiera puede crear. Plagiar es para elegidos”. Se divierte: “El que plagia a uno es un plagiario. El que plagia a muchos es un erudito”.

No obstante, reconoce que “plagiar sin que a uno lo descubran requiere poco menos que una mecánica cuántica de vanguardia”. Y da con una herramienta para lograr ese cometido: “Si lográsemos inventar un estilo podríamos plagiar a gusto: porque con estilo las ideas y hasta las imágenes viejas se presentan de manera nueva y las nuevas, si surgieran, seríanlo doblemente”.

Esto es: si uno plagia con un estilo propio puede hacerlo sin problemas… con la salvedad de que, en ese caso, ya no estaría plagiando. Y eso es lo que hacemos, claro, todos los que escribimos. No es otra cosa la creación artística: nada empieza de cero. “Solo hay originalidad verdadera cuando se está dentro de una tradición. Todo lo que no es tradición es plagio”, anotó famosamente Eugenio D’Ors.

Uno de los delirantes personajes de Laiseca se pone como meta lograr el plagio perfecto. Después de probar distintas técnicas, llega a una conclusión: para lograr esa perfección, en el plagio no debería haber “ni la más mínima huella de creación: debería afectar originalidad pero no tenerla a ningún precio, y rechazar indignado todo aquello que fuera propio”.

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¿Se ha cometido algún plagio perfecto? Seguro que sí. Seguro que muchos. Sucede que –por definición, como todo crimen perfecto– no los pueden conocer más que sus autores. Pero esa idea del plagio perfecto como una obra que afecte originalidad pero no la tenga en absoluto me hace pensar en “Pierre Menard, autor del Quijote”, el extraordinario cuento (precisamente) de Borges.

Menard se propuso escribir el Quijote. Pero “no quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote”. ¿Cómo? “No se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes”. Por lo tanto, Menard no se planteó en ningún momento un plagio (este término no figura en el relato borgeano): quería crear, pero crear una obra igual a otra obra ya existente.

En consecuencia, la tarea de Menard es mucho más difícil que la de Cervantes, pues donde este creaba con libertad, aquel debía ceñirse a una meta predeterminada, “una empresa complejísima y de antemano fútil”. Borges lleva sus argumentos al absurdo y asegura que “el texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza)”.

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Y así volvemos al principio. Si Grama Sana anagramea “El Aleph” y con las letras de la larga enumeración escribe La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, esta frase sería verbalmente idéntica a la primera línea del cuento, pero, como no sería una copia sino un anagrama, resultaría –al menos en un sentido– más rica que el propio cuento. Más rebuscada, dirán sus detractores; pero el rebuscamiento es una riqueza. Por lo menos a veces.

No tengo idea de cuántas otras frases del cuento Grama Sana podría construir (o hallar) si acomete su extravagante proyecto. Como sea, es difícil que pueda sentirse del todo a salvo de María Kodama y sus abogados. Está claro que, según el razonamiento de Elsa Drucaroff, no habría plagio: ni eludiría el trabajo, ni ocultaría la fuente original. Todo lo contrario. Pero lo mismo hizo Pablo Katchadjian y pasó lo que pasó.

(Por fortuna, la Justicia le dio la razón a Katchadjian. El último capítulo del culebrón ocurrió a mediados del año pasado, cuando un fallo obligó a Kodama a pagar los costos del juicio, un monto de unos 4,500 dólares. Si no lo hacía, le serían embargados los derechos de la obra de Borges. Desde luego, pagó.)

Tal vez, para evitar tales quebraderos de cabeza, Grama Sana haga como Pierre Menard y dedique “sus escrúpulos y vigilias” a edificar una versión anagramática de “El Aleph”, a multiplicar los borradores, a corregir tenazmente… sin permitir que los frutos de su peculiar trabajo sean examinados por nadie. Pero ojalá que no. A mí, por lo menos, me gustaría leerlo. ~

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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