“Viva o muerta, regresaré al Sahara Occidental”, musitó una silueta envuelta en una melfa, esa larga túnica de colores llamativos que cubre el cuerpo y la cabeza, sin tapar la cara. La mujer, postrada en una silla de ruedas, estaba rodeada por las cámaras de televisión en el aeropuerto español de Lanzarote (Islas Canarias). Su voz, apenas audible, denotaba un profundo cansancio. El tono, sin embargo, era desafiante. Para el 4 de diciembre de 2009, Aminatu Haidar llevaba ya casi tres semanas en huelga de hambre, tomando sólo agua azucarada. Protestaba así contra la decisión de Marruecos de subirla a un avión y expulsarla de su tierra. La militante independentista saharaui no cejaría en su empeño. Después de 32 días de ayuno, terminaría ganándole el pulso al régimen autoritario de Rabat. El rey Mohamed VI aceptaría las recomendaciones de Estados Unidos y Francia, sus aliados más cercanos, y permitiría finalmente su regreso a El Aaiún.
Con su hazaña, Aminatu Haidar, de 42 años, ha revivido el movimiento de liberación del Sahara Occidental. Los independentistas habían tenido su momento de gloria cuando Marruecos se apoderó del territorio abandonado en 1975 por España, pero andaban últimamente de capa caída. Los saharauis tienen ahora una heroína, una portavoz con la credibilidad necesaria para defender en el extranjero la soberanía de ese pedazo de desierto de 266,000 kilómetros cuadrados, poco poblado (menos de 300,000 habitantes) pero dotado de recursos naturales valiosos (fosfatos, pesca y, quizá, hidrocarburos). Además de levantar el ánimo de sus simpatizantes que viven en un territorio ocupado, Aminatu ha devuelto un poco de esperanza a los miles de refugiados hacinados en campamentos situados en una zona inhóspita del país vecino, Argelia, el viejo enemigo de Marruecos convertido en promotor de la independencia saharaui.
Aminatu no era una desconocida. Fue detenida a los veinte años, después de participar en una manifestación en El Aaiún a favor de la independencia del Sahara. “Desapareció” durante tres años y siete meses. Al recobrar la libertad contó las torturas que sufrió en la cárcel, donde convivió con varios compañeros de lucha. Se casó luego con uno de ellos y tuvo dos hijos, Mohamed y Hayat, que tienen hoy 13 y 15 años. Saltó a la fama el 17 de junio de 2005, cuando fue golpeada por la policía y se difundió por internet una foto impactante de su cara ensangrentada, con su melfa amarilla manchada de rojo. Estuvo siete meses en la llamada Cárcel Negra de El Aaiún. A su salida se había convertido en un símbolo de la intifada saharaui, la resistencia contra la ocupación marroquí.
El día de su expulsión de Marruecos a Lanzarote regresaba de un viaje a Estados Unidos, donde había recibido el premio al coraje civil de la Fundación Train. El año anterior el Centro Robert F. Kennedy la había galardonado por su acción a favor de los derechos humanos. La activista cosechaba premios en todas partes y varios comités de solidaridad europeos, especialmente en España, intentaban darle más visibilidad mediática.
Mientras crecía su prestigio en el extranjero, donde algunos ya no dudaban en calificarla de “Gandhi saharaui”, sus compañeros del Frente Popular de Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro, más conocido como Polisario, parecían ignorarla. En esa organización, donde mandan los hombres y las armas, ninguna mujer ocupa un papel político de primera línea. Y menos tratándose de un electrón libre como Aminatu, que no rinde cuentas a nadie. Además, y para colmo, ella pertenece a una tribu, los Izerguiyine, que ha mantenido siempre estrechos vínculos con la monarquía marroquí. Por todos esos motivos, la activista no era de fiar para los apparatchiks del Polisario, que siguen anclados en el discurso de la Guerra Fría. Esa mezcla de recelo y envidia voló en pedazos cuando estos se dieron cuenta, ya en el aeropuerto de Lanzarote con toda la prensa y varios gobiernos movilizados, de que no podían dejar pasar semejante oportunidad. Había que sacar partido del sacrificio de Aminatu.
De repente aparecieron a su lado y en los medios españoles varios altos cargos del Polisario, entre ellos Omar Bouslan, miembro de los servicios secretos saharauis. Era la señal de que la organización había tomado el control político del asunto. Y empezaron las sospechas sobre el ayuno de Aminatu, cuyo estado de salud se había deteriorado, pero no tanto como suele ocurrir en esas circunstancias. Ella misma contribuyó a aumentar las dudas cuando, al día 29 de su huelga de hambre, se le ocurrió darse un paseo en silla de ruedas y pesarse en la farmacia del aeropuerto. La balanza indicó 57.6 kilos. Era mucho para una señora de 1.65 metros que estaba supuestamente en las últimas. Una filtración oportuna de un informe forense indicó que Aminatu había perdido apenas 6.2 kilos después de un ayuno de casi un mes.
La activista acababa de cometer un error que hubiera sido fatal para cualquier otro aprendiz de Gandhi. Su entorno inmediato –dos abogadas y varios integrantes de los comités de solidaridad, todos españoles– intentó descalificar la información y contraatacó con un diagnóstico alarmista hecho público por el propio médico de Aminatu. “Su reserva física se agota y existe la certeza de un riesgo de deterioro irreversible de su salud, que se aproxima y que es incompatible con la vida”, decía el doctor Domingo de Guzmán Pérez, director del hospital de Lanzarote y miembro de la Plataforma de Apoyo a la causa saharaui.
Los gobiernos directamente involucrados en el asunto, España y Francia, sospecharon que la activista recibía alimentación durante la noche en el cubículo donde se aislaba para dormir. De esto se encargaban sus correligionarios saharauis, a espaldas de los comités españoles, que no se daban por enterados. Las autoridades actuaron en consecuencia: no se precipitaron porque sabían que no había tal urgencia. Y Marruecos asumió que era el malo de la película, pero se salió con la suya: devolvió su pasaporte a Aminatu a cambio de una declaración de Madrid y París a favor del proyecto marroquí de autonomía para el Sahara.
Para el Polisario y la República Árabe Saharaui Democrática, que seguirá siendo un gobierno sin Estado, es una derrota política. En cambio, Aminatu Haidar ha consolidado su imagen personal, dentro y fuera del Sahara. A pesar de las dudas sobre su huelga de hambre, la activista ha dado sobradas pruebas de su valor y de su capacidad de sacrificio. Su grito en el desierto ha opacado el discurso anacrónico de los dirigentes del Polisario. Ella lucha dentro del territorio ocupado y quiere una solución política para poder vivir con su familia en su modesta casa de El Aaiún. Ellos se mueven en los pasillos de la ONU y de las cancillerías, que pagan todos los gastos. No tienen tanta prisa para acabar con un conflicto que les da de comer. ~
(Tánger, Marruecos, 1950) es periodista. Fue corresponsal de Le Monde en México. Es coautor de ¿Quién mató al obispo? (Ediciones Martínez Roca, 2005).