Dos historias de esclavitud

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Hombres
en venta


Virginia,
diciembre de 1846

Asistimos
a la venta de un terreno y otras propiedades cerca de Petersburg,
Virginia, y de repente presenciamos una subasta pública de
esclavos, a quienes se les dijo que no los venderían. Los
reunieron frente a los barracones, a la vista de la multitud ahí
congregada. Después de liquidar la propiedad se escuchó
la estrepitosa voz del subastador: “¡Traigan a los negros!”

Una
sombra de desconcierto y de temor invadió su rostro al tiempo
que se miraban unos a otros, y después a la multitud de
compradores, cuya atención ahora estaba centrada en ellos.
Cuando por fin cayeron en cuenta de la horrible certeza de su venta,
y de que jamás volverían a ver a sus familiares y
amigos, el efecto fue de una agonía indescriptible.

Las
mujeres levantaron a sus bebés de un tirón y corrieron
a sus chozas dando gritos. Los niños se escondieron detrás
de los árboles y las barracas, y los hombres permanecieron de
pie, mudos de desesperación. El encargado de la subasta se
paró frente al pórtico de la casa y alineó a los
“hombres y muchachos” para inspeccionarlos en el patio. Se
anunció que no había ninguna garantía de sanidad
por lo que los compradores mismos debían examinarlos. Algunos
ancianos fueron vendidos por entre trece y veinticinco dólares.
Resultaba doloroso ver a los viejos, doblados por años de
arduo trabajo y sufrimiento, ponerse de pie para ser objeto del
escarnio de brutales tiranos, y escucharlos hablar sobre sus
enfermedades y su inutilidad, por temor a que los compraran los
traficantes de esclavos del mercado del sur.

A
un muchacho blanco de alrededor de quince años se le obligó
a subir a la tribuna. Tenía el cabello castaño y lacio,
el tono de su piel era exactamente el mismo que el del resto de las
personas de tez blanca, y en su semblante no se percibía
ningún rasgo negro. Se escucharon algunas bromas vulgares
acerca del color de su piel y alguien ofreció doscientos
dólares, pero el público opinó que “como
primera oferta, la cifra no es suficiente por un muchacho negro tan
capaz”. Varios comentaron que “no lo aceptaría ni
regalado”. Otros dijeron que un negro blanco no valía los
problemas que iba a ocasionar. Un hombre afirmó que estaba
mal vender a gente blanca. Le pregunté si era peor que vender
a gente negra. No respondió. Antes de ser vendido, la madre
del joven salió apresuradamente de la casa al pórtico
y, con un dolor frenético, gritó llorando: “Mi hijo.
¡Ay!, mi muchacho; van a llevarse a mi… ” Su voz se perdió,
la empujaron con rudeza y cerraron la puerta detrás de ella.
En ningún momento se interrumpió la venta y nadie entre
los asistentes pareció sentirse afectado por la escena.

Temeroso
de llorar frente a tantos extraños que no mostraban ningún
signo de compasión o misericordia, el pobre muchacho se enjugó
las lágrimas con las mangas. Se pagaron doscientos cincuenta
dólares por él. Durante la subasta los gritos y
lamentos provenientes de los barracones me partieron el corazón.
Enseguida se llamó a una mujer por su nombre. Ella le dio a su
hijo un último abrazo desesperado antes de dejarlo a cargo de
una anciana y de manera mecánica se apresuró a obedecer
el llamado; pero se detuvo, alzó los brazos, gritó y ya
no se movió.

Uno
de mis acompañantes me dio un golpecito en el hombro y me
dijo: “Ven, vámonos; no aguanto más”. Nos fuimos.
Nuestro cochero en Petersburg tenía dos hijos que pertenecían
a la finca: hijos pequeños. Él obtuvo la promesa de que
no los venderían. Le preguntamos si eran sus únicos
hijos. Respondió: “Son los que me quedan de ocho.” A otros
tres los vendieron al Sur y jamás volvió a verlos o a
saber de ellos. ~


Elwood
Harvey

El
castigo de una esclava

Nueva
Orleáns, hacia 1846

He
pasado diez días en Nueva Orleáns –confío en
que no de poco provecho–examinando instituciones públicas:
escuelas, asilos, hospitales, prisiones, etcétera. Con
excepción de las primeras, hay pocas esperanzas de mejora.
Ignoro cuánto mérito pueda haber en un sistema como el
suyo, pero sé que en la administración del código
penal existen abominaciones que le merecen a la ciudad el mismo
destino que Sodoma. Howard o la señora Fry no precisan si
alguna vez hallaron una guarida de ladrones con un manejo tan funesto
como el de la cárcel de Nueva Orleáns.

En
el bloque de los negros vi muchas cosas que me hicieron sentir
vergüenza de ser blanco y que, por un momento, despertaron un
espíritu maligno en mi naturaleza animal. Al entrar a un gran
patio con pavimento, rodeado de galerías repletas de esclavos
de todas edades, cualquier sexo y color, escuché el ruido seco
de un látigo. Cada uno de sus golpes tenía el agudo
restallar de una pistola. Me volví y presencié algo que
me heló la médula y que, por primera vez en mi vida, me
dio la sensación de que el cabello se me erizaba desde la
raíz.

Una
muchacha negra estaba acostada boca abajo sobre una plancha de
madera. Tenía los pulgares amarrados, sujetos a un extremo, y
los pies atados y tensados con fuerza al otro. Una correa le pasaba
por la parte inferior de la espalda, la aseguraba a la tabla y la
comprimía contra ella. De la correa para abajo estaba
completamente desnuda. Parado a un costado, y como a dos metros de
distancia, había un negro gigantesco con un látigo
enorme que aplicaba con un poder atroz y una precisión
asombrosa. Cada golpe desgarraba una tira de piel que se quedaba
pegada al látigo o bien caía al pavimento trepidando,
mientras brotaba la sangre.

La
pobre criatura se retorcía y daba alaridos de dolor. Con una
voz que mostraba su miedo a la muerte y su espantosa agonía,
le gritó a su amo –que estaba de pie, en la cabecera: “¡Ay,
perdóneme la vida! ¡No me arranque el alma!” Pero aún
así sintió el horrible azote. Una tira de piel tras
otra se desprendió; latigazo tras latigazo laceró su
carne viva hasta quedar convertida en una masa lívida y
sangrienta de tembloroso músculo desgarrado. Me costó
un trabajo enorme no saltarle encima al torturador para detener su
látigo, pero, ¡ay de mí!, ¿qué
podía yo sino hacerme a un lado para ocultar mis lágrimas
por quien sufría y el bochorno que me causaba la humanidad?

Esto
ocurrió en una prisión pública y organizada de
manera habitual. La ley reconocía y autorizaba ese castigo.
Pero pensarán que la desdichada cometió una ofensa
terrible, se le declaró culpable y se le sentenció al
látigo. No fue así. Su amo la llevó para que el
verdugo la azotara –sin juicio, juez ni jurado–, sólo
porque él así lo quiso, o ante una mera señal
suya, para castigar alguna ofensa –real o imaginaria–, o para
gratificar su capricho personal o su mala intención. Y si así
lo dictaba su voluntad, podía llevarla todos los días,
sin que a ella se le asignara un proceso, y someterla a la cantidad
de azotes que él quisiera, hasta veinticinco, siempre y cuando
pagara una cuota. Pero si así lo deseaba, podía tener
su propia tabla de azotes y brutalizarla él mismo.

Como
ya dije, una parte horrible de ese espantoso castigo era su carácter
público. Ocurrió en un patio rodeado de galerías
retacadas de negros de ambos sexos: esclavos fugitivos, consignados
por algún crimen o que estaban en venta. Como es natural, uno
supondría que se apiñaron al frente y miraron,
horrorizados, el brutal espectáculo que se desarrollaba abajo.
Pero no, la mayoría apenas se percató y casi todos
mostraron indiferencia. Continuaron con sus infantiles pasatiempos y
algunos se rieron con franqueza desde las regiones más
distantes de las galerías. Así de profundo puede
hundirse el hombre –creado a semejanza de Dios– en la brutalidad.
~
 


Samuel
Gridley Howe

Traducción
de Laura Emilia Pacheco

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