En la España cutre nacional-católica en que nací solo se mencionaba el nombre de Picasso para insultarlo o calumniarlo. “Le pagan millones y no sabe pintar…” o “Mi hijo lo hace mejor…” eran el tipo de cosas que se oían a diario. La “sabiduría” popular.
Cuando tenía seis o siete años, un día llegaron nuestros primos americanos de California, eran altos y guapos, más cerca de Cary Grant o de Kennedy que de López Vázquez; estaban de viaje por Europa y pasaron por España a ver a la familia. En París habían comprado un grabado de Picasso y nos lo enseñaron, orgullosos y felices, como si fuera un tesoro: era un retrato de Jaqueline, su última esposa. Esa fue la primera vez que oí hablar de Picasso en positivo y decidí que los guapos americanos tenían razón: Picasso era bueno y todo lo que decían de él en España era mentira. A partir de entonces me gustó Picasso. Picasso fue mi primera forma de rebelarme, de ejercer una oposición activa a todo lo que oía a mi alrededor.
Empecé a leer todo lo que podía sobre él. Recortaba fotos de sus cuadros en el dominical de ABC o la Gaceta Ilustrada y las pegaba en cuadernos, como un álbum de cromos más. A mis trece años, me enteré de que en Madrid había un Museo de Arte Moderno y que tenía cinco picassos. Me tiré al monte y eché a caminar y, aunque me perdí, al final lo encontré y pude ver, en carne y hueso, en óleo y lienzo, los cinco cuadros. Tres eran óleos de la serie de El pintor y la modelo.
En la biblioteca pública de Cuatro Caminos, cambié los tintines y los Julio Verne por libros sobre Picasso. Me daba igual que fueran de Camón Aznar o de Françoise Gilot, de Brassai o de David Douglas Duncan, los devoraba todos. El de su secretario y amigo Jaime Sabartés pasaba más tiempo en mi casa que en la biblioteca.
Comencé a pintar muy joven y Picasso era mi dios. No era un nombre más en la historia del arte, él era la historia del arte, no era el artista más grande del siglo XX, era el arte del siglo XX, el artista total.
Picasso fue un niño, un adolescente y un joven del XIX. Fue un niño andaluz, un adolescente gallego y un joven catalán y, esporádicamente, un estudiante madrileño, antes de establecerse en París no para ser francés sino universal. Bebió en el posimpresionismo y en el modernismo antes de reventarlo todo al pintar a las señoritas de un burdel del Carrer d’Avinyó, una obra maestra tan antipática y estéticamente perturbadora que te puede llevar una vida aprender a apreciarla e incluso amarla.
Aunque se dice que con “la gran guerra” acabó la Belle Époque y empezó el siglo XX, mal y con retraso, cultural y artísticamente, el siglo XX empieza con las mal llamadas “demoiselles d’Avignon”, que no solo inventaron el arte moderno sino que convirtieron en obsoletos antes de nacer el arte abstracto, el conceptual (Ducahamp incluido), el pop y hasta el posmoderno…
Picasso nació con Chéjov, Kafka y Joyce, con Pessoa y Kavafis, con Baroja y Machado, vivió el París de Fitzgerald y Hemingway, vio nacer el cine, vivió las dos guerras mundiales, la Guerra Civil española, la Revolución rusa y Mayo del 68. Fue contemporáneo de la generación del 98 y de la del 27… Pero nada le distraía lo suficiente de convertirse en el mejor pintor, escultor, grabador y ceramista del siglo XX.
Picasso pintaba hasta con palabras, como demostró en El deseo atrapado por la cola, la revolucionaria (hoy impensable) obra de teatro con la que inventó el teatro del absurdo antes de Beckett e Ionesco, y que se representó en su casa dirigida por Albert Camus y con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Raymond Queneau, Michel Leiris, etc., de actores, ante un público de amigos entre los que estaban Jean-Louis Barrault, Maria Casarès, Georges Bataille, Henri Michaux, etc.
Aunque su incursión en el cine con Le mystère Picasso de Henri-Georges Clouzot no es nada memorable, de hecho le vemos pintar algunas de las cosas más feas de toda su obra, tres años antes, en el 53, Luciano Emmer (un director que urge redescubrir) tuvo el privilegio único de retratarlo en su taller en el impagable documento Incontrare Picasso.
Jerzy Andrzejevski lo retrata bajo nombre supuesto (Ortiz) en una gran novela: Helo aquí que viene saltando por las montañas, título picassiano donde los haya aunque venga del Cantar de los Cantares. Ray Bradbury lo mira con amor y reverencia en el bello cuento “En una estación de buen tiempo”, de su libro Remedio para melancólicos, y Rafael Alberti le dedica uno de sus más bellos poemas.
En el sueño que más veces he tenido en mi vida, aunque hace muchos años que ya no me visita, era yo, adolescente, quien visitaba a Picasso. Me abrían todas las puertas como a un habitual y atravesaba habitaciones hasta llegar a una donde el maestro estaba trabajando, de espaldas. Me saludaba sin volver la cabeza y yo le veía pintar, mirando el cuadro y sus manos por encima de su hombro. Siempre despertaba feliz.
Pese a las leyendas negras, Picasso nunca fue misógino o machista, siempre estuvo con mujeres fuertes y talentosas. Entre sus mejores y más íntimos amigos, de Max Jacob a Jean Cocteau, muchos eran homosexuales, algo no muy habitual para alguien que había crecido en la España del XIX. Era generoso y ayudaba a los jóvenes artistas, desde Balthus a Dalí. Tengo la sensación de que todos los artistas que me interesan descienden o están relacionados con Picasso, desde Giacometti y David Hockney hasta Miquel Barceló y Mariscal.
Aunque tengo adoración por muchos momentos del Picasso último, como por la serie Suite Vollard, por los bodegones con ventana de 1919 y de 1924 o tantos otros, la etapa última del viejo Picasso es para mí uno de los momentos más altos de su obra. Y el menos conocido y valorado. Entre los setenta y los noventa años, la obra de Picasso es una celebración de la vida y una batalla contra la muerte. En lugar de adoptar el característico tono crepuscular del artista en el último tramo de su vida, el Picasso último es una celebración orgiástica, blasfema, pornográfica, libre, una revolución contra la sociedad y el mercado que le aplaude, le ha asimilado y le ha canonizado en vida.
Picasso tuvo la mejor de las muertes que alguien pueda imaginar, en su cama y dibujando. Fue una pena que Franco le sobreviviera casi tres años. Siempre soñé cómo habría sido la vuelta de Picasso a España tras la muerte del dictador… Sin duda, apoteósica. ¡Probablemente hubiese hecho empalidecer la vuelta a París de Voltaire! ~
s cineasta. Director de películas de ficción y
documentales, ganador de un Óscar por Belle Époque, es también
productor musical y tiene pendiente de estreno Haunted heart