España atraviesa una crisis institucional de graves proporciones cuyas consecuencias podrían ser irremediables en una generación. Pese a un entramado social armónico y unas redes afectivas sólidas y geográficamente transversales incluso en la rivalidad y la discrepancia, y pese a un tercio de siglo de vida en libertad, con un progreso social y económico envidiable (más allá de la pésima gestión de la crisis económica actual), las elites políticas del nacionalismo periférico han sabido construir un diferendo con el “Estado español”, representado en el lúgubre espantapájaros de Madrid, potencialmente letal para los intereses de la mayoría. Y esto con la complicidad, tácita o explícita, de los dos grandes partidos nacionales, siempre a rebufo de sus cuitas parlamentarias. Apoyado por la indefinición constitucional de un sistema permanentemente abierto –léanse los artículos 148 y 149, y de paso todo el título VIII– y con los resortes de poder pero no las responsabilidades ni las obligaciones de un sistema federal, el nacionalismo hace tiempo que le puso el cascabel al gato, pero nadie parece oír su sonsonete de cristal. En el arco parlamentario tan sólo Unión, Progreso y Democracia es consciente de la gravedad del desafío. Pero, ¿es justa esta carga para un partido nuevo y marginado de los medios de comunicación? ¿Puede llevar sobre sus espaldas el peso de representar la última esperanza de rebeldía ciudadana contra este inexorable orden de cosas?
Con el regreso a la solución policial contra eta y el fin de la hegemonía en Ajuria Enea del PNV, y un gobierno socialista apoyado por el PP empeñado en restañar los resortes morales de la sociedad vasca, el reto mayor viene del nacionalismo catalán, tan fuerte y hegemónico que bajo su paraguas se parapetan socialistas, comunistas, ecologistas y democristianos. Como una fogata que necesita más leña conforme más leña se le echa, Cataluña camina hacia la independencia de facto, mientras el peripatético Tribunal Constitucional duerme el sueño de los justos y mira –¿por órdenes superiores?– hacia otro lado. Dos ejemplos entre cientos: la división en veguerías en lugar de las provincias (¿cuántas?, ¿con qué nombre?, ¿bajo qué presupuesto?, ¿con qué ciudades de capital?, ¿con qué atributos concretos? Asuntos menores ante el triunfo simbólico de fragmentar el suelo patrio de manera distinta al resto de España) y la exigencia del nivel c de catalán para poder dar clases en la universidad (¿será necesario repetir que con ello se traiciona el sentido obvio de la educación superior que radica en su universalidad?).
Pero como los nacionalismos periféricos abusan de un anticuerpo contra la crítica que consiste en proclamar que nadie fuera de su realidad puede entenderlos, como si se requiriera ser esquimal para hablar del hielo, vayan por delante mis credenciales de inuit, habitante del “país de las sombras largas”.
Nací en México y soy un ciudadano mexicano pleno y al mismo tiempo, en conflicto con la inaceptable realidad de mi país, pero pertenezco también, por mis cuatro abuelos (ninguno de ellos de León), a la cultura del exilio republicano español y por mi rama materna, a la cultura catalana. Esta declaración de cartas credenciales no puede ser más contradictoria: no existe “una forma de ser” mexicana, como demostró lúcidamente Roger Bartra en La jaula de la melancolía. Nada más enfrentado, abierto y en disputa que el legado republicano en México, no sólo por la división entre negrinistas y prietistas en el núcleo más numeroso de los exiliados, sino por adscripciones ideológicas –comunistas, anarquistas, socialistas, republicanos moderados– y por zonas de procedencia, fundamentalmente nacionalistas vascos y catalanes, a su vez subdivididos en grupos, tribus y clanes diversos. Este rompecabezas, arqueología de una España plural que pudo ser y no fue, acabó sin embargo construyendo ritos de iniciación comunes, muchas instituciones culturales y no pocos lugares de culto. Por ejemplo, ciertas escuelas, herederas de la Institución Libre de Enseñanza y de la triada pedagógica de Francisco Giner de los Ríos: educación mixta, laica, liberal. En una de ellas, el Instituto Luis Vives, “colegio español de México”, cursé del jardín de infancia hasta mi ingreso a la carrera de letras hispánicas de la UNAM. Escasos quince años. El epicentro de la cultura catalana en el exilio fue por años el Orfeó Català de Mèxic, centro social creado en el tardoporfiriato para apoyar la emigración económica de finales del siglo XIX, que renació prácticamente de sus cenizas en los años cuarenta con los miles de refugiados de la Guerra Civil. En ese casal fui miembro travieso de su esbart infantil y miembro arrítmico de su esbart dansaire. Además, sé lo que es un aplec y un dinar de germanor. Eso sí, a los quince años dije prou y empecé a labrar mi propio destino. En esas sigo.
Hablo un catalán de familia cuya mezcla de dislates, arcaísmos y acento mexicano no deja de hacerles gracia a mis amigos en Barcelona. El quadern gris es parte de mi educación sentimental y en mi casa atesoro una buena biblioteca de clásicos catalanes, algunos editados en México por mi abuelo Héctor Gally i Grivé. Tardé años en la infancia en descubrir que truita no era la palabra castellana para decir tortilla de patatas, equívoco familiar, más que lógico práctico, en el país en que las tortillas de maíz son el “pan” nuestro de cada día. En la adolescencia la “cara al vent” de Raimon era una suerte de grito de guerra, los versos de Ausiàs March una secreta pasión y Joan Brossa una tan pública que acabé maltraduciéndolo para efímeras revistas del bachillerato. Mi bisabuelo, además, tuvo alguna significación política en la Segunda República y la historia de Cataluña: se llamaba Lluís Companys. ¿Puedo ahora decir lo que pienso del nacionalismo periférico?
Es Amartya Sen quien ha explicado con mayor lucidez como la suma de identidades es una de las grandes fortalezas del mundo contemporáneo. ¿Quiénes tienen más en común, un músico de jazz checo con otro de Chicago, que además comparten banda, o el primero con un rudo campesino de Bohemia? Amo la cocina libanesa, el ajedrez, las pequeñas minucias filológicas de los trabajos editoriales, En busca del tiempo perdido y Cartagena de Indias. De los torcidos vericuetos de mis búsquedas, vía Google, por la pornografía de Internet guardaré un discreto silencio, pero la palabra hairy podría ocupar un lugar. Obviamente esta no es una lista excluyente sino caprichosa y a vuelacursor. Y no conozco a nadie que no pueda hacer la suya propia en un segundo. Yo mismo podría hacer otras cien con otros tantos gustos y divergencias sin pestañar. Las identidades estanco son un absurdo, un hechizo heredado del romanticismo alemán que no resiste el más mínimo análisis intelectual. La única forma de hablar de una identidad catalana, vasca, gallega, o andaluza, como ha demostrado Fernando Savater, es por oposición a una absurda y caricaturizada identidad española, asunto igual de etéreo y discutible. Por eso, de lo que se debería tratar es de discutir derechos y libertades ciudadanas, y no de aventarnos a la cara inasibles sentimientos de pertenencia, naciones históricas y hechos diferenciales. Porque si de eso se tratara, ¿cómo ocultar, como resaltó Félix Ovejero, que García es el apellido más común de Barcelona y la Feria de Abril la tradición más popular en términos estrictamente numéricos? Y visto desde la óptica inversa, ¿hay alguien hoy que no pueda vivir su catalanidad, whatever that means, de manera plena? El ridículo es tan grande que incluso se patrocina, con el dinero público, lo que se considera tradiciones catalanas. Pero una tradición que no es espontánea, libérrima y desinteresada, ¿se puede considerar tal? ¿Se imagina alguien al Estado mexicano subvencionando la visita al cerro del Tepeyac el 12 de diciembre? Las tradiciones vivas son hechos históricos, tienen un origen y una evolución. Y las tradiciones muertas, pasto de museo etnográfico. Petrificarlas es descontextualizarlas e instrumentalizarlas. O es pertenecer sin saberlo a una tradición mayor y más antigua: la picaresca. Como bien dice Juan Pedro Viqueira, las fiestas son la tradición popular que mejor sobrevive al paso del tiempo por una razón simple: a la gente le gusta organizarlas.
Una fuente de legitimidad de los nacionalismos periféricos es el uso a conveniencia de la historia. La leyenda áurica catalana dice más o menos que Cataluña conservó sus instituciones pese a la unión de las coronas de Castilla y Aragón hasta la entrada del primer Borbón, Felipe V, que con el Decreto de Nueva Planta suprimió sus milenarias instituciones. Adicionalmente, se alega que Cataluña estuvo al margen de la empresa americana, que su innegable prosperidad es producto del honesto trabajo de sus emprendedores hijos y que, grosso modo, en la Guerra Civil los catalanes se alinearon inequívocamente en el bando republicano y por ello fue el pueblo más castigado bajo el franquismo.
John H. Elliott estudió bien la naturaleza del pacto dinástico que unió a los Reyes Católicos, y oh sorpresa, resulta que en las postrimerías del siglo XV la princesa más cotizada de Europa era Isabel de Castilla, regente de una tierra riquísima gracias al comercio de lana, con el conjunto monumental más grande de Europa tras el alemán, y con una población doce veces mayor que la del reino de Aragón. Todo esto, se entiende, antes de América, que curiosamente la desangraría. Así pues, el reino de Aragón se salvó gracias a esta alianza, no se condenó por ella. Hace cinco siglos que empezó el uso del español por la elites urbanas catalanas, salvándose la lengua vernácula tan sólo por la emigración del campo a las ciudades, gracias a la ley, eminentemente feudal, que otorgaba toda la herencia de una familia a su primogénito. Es por eso que el Quijote y Sancho Panza se mueven con plena solvencia lingüística por la Ciudad Condal, y los únicos que les parlen en català en la novela son los bandoleros que asolan sus caminos. De las guerras dinásticas que culminaron con el triunfo de los Borbones, una lectura desprejuiciada podría concluir que se trataba del enfrentamiento entre la Ilustración y los restos del feudalismo. ¿No se unieron los catalanes al resto de los españoles contra la ocupación francesa tan sólo tres generaciones después? ¿Nadie ha ojeado un directorio telefónico cubano o boricua para saber hasta qué punto la emigración a las Antillas españolas fue una opción tumultuosa de los hijos de la Corona de Aragón? ¿No se cantan habaneras en Blanes? ¿Cuántas fortunas del XIX catalanas no son producto del comercio del azúcar y el tabaco, gracias a la mano de obra esclava, como cuenta con total honestidad Juan Goytisolo en Coto vedado? ¿No fue el Plan Cerdà una imposición de Madrid? ¿No tiene nada que ver la riqueza industrial catalana del XIX con el cerrado mercado español y los privilegios aduanales de Barcelona? ¿En qué bando de la guerra civil estuvieron Josep Pla, Salvador Dalí y Eugenio D’Ors? ¿Qué pensaría yo mismo de la contienda si fuera nieto de uno de los doce mil catalanes asesinados en Barcelona durante la guerra por el simple hecho de ser curas, burgueses o fascistas? ¿Y si fuera familiar de algún represaliado del poum? ¿No hubo leva obligatoria de jóvenes de dieciocho años para nutrir el ejército del Ebro pese a la inevitable derrota? ¿A qué bando sumamos estas víctimas? Desde luego que esto no exculpa a Franco, que para empezar traicionó las instituciones que había jurado defender, bombardeó población civil, fusiló sistemáticamente a sus opositores y se comportó sin ninguna grandeza en la victoria, e impuso una patética dictadura nacional católica por casi cuarenta años. Pero ese no es el punto. El punto es que los catalanes pelearon y sufrieron en ambos bandos. Y si bien Cataluña fue castigada brutalmente (como documenta Solé i Sabaté), también es cierto que rápidamente se adaptó al nuevo régimen. ¿O todos eran asistentes forzados entre los miles de ciudadanos que le dieron la bienvenida a las tropas de Franco? ¿No se adjetivó La Vanguardia como “Española” en esos años? ¿Cuándo se construyó el Camp Nou? ¿Es que no hubo juegos florales con Porcioles? ¿De qué año es el Premio Nadal? Resumen de todo esto en una pregunta: si Cataluña era un erial, ¿por qué el resto de los españolitos se mataban por emigrar a Barcelona?
Otra fuente de legitimidad del nacionalismo catalán es la lengua. De nuevo, presos del romanticismo alemán, sazonado con un poco de Vossler y su idealismo lingüístico, asumen la lengua como una esencia. Y cargan las tintas de cosmovisiones y epifanías. Por cierto, es una lengua prima hermana del castellano, con la que comparte, pese a los sesudos esfuerzos del eximio Pompeu Fabra, un léxico básico. Si las lenguas implican una visión del mundo intransferible, ¿en qué hablan Álvaro Uribe y Hugo Chávez? ¿Cambia en algo la teoría de la relatividad de Einstein si la traducimos del alemán al inglés? ¿Por que se odian catalanes y valencianos si hablan la misma lengua? Y sobre todo, ¿en qué casillero clasificamos a los que critican al nacionalismo catalán utilizando la lengua catalana, como Xavier Pericay (Filología catalana), Iván Tubau (Nada por la patria) o Valentí Puig (L’os de Cuvier). Más dramático aún que este esencialismo lingüístico es el intento sistemático de erradicar la lengua castellana, ese alienígena en la cultura catalana. ¿Una lengua que es
materna para la mitad de la población y que tiene una tradición de cinco siglos se puede considerar extraña? Renunciar al español no sólo es renunciar a cuatrocientos millones de interlocutores, a diez premios Nobel de literatura, a las crónicas de Indias, a Rulfo y a Borges, al danzón y la salsa, a la cultura sefardí, a Neruda y a Vallejo, a Reyes y a Vasconcelos, a Martí y a Bolívar, a Onetti y a Cortázar, a Pérez Prado y a Bola de Nieve, y a un etcétera tan abrumador como inagotable, sino también a la propia historia hemerográfica y judicial, a Enrique Vila-Matas y a Juan Marsé, a Boscán y a Miguel Poveda, a Ojos de Brujo y a Jaime Gil de Biedma, a Arcadi Espada y a Félix de Azúa. ¿Mudamos Atalanta, Tusquets, Anagrama, Acantilado ¡y Planeta! de ciudad? Renunciar a estudiar, preservar y vivir en español es un suicidio cultural. Y sin detrimento del respeto, uso y apoyo al catalán, faltaba más. Lo malo no es sólo que lo intenten, sino que encima lo festinen. Una suerte de orgullo zombi incomprensible.
Ahora que crece como la espuma el independentismo catalán, ¿alguien entre los arcanos de ese movimiento, que aglutina a los peores políticos y los personajes más burdamente populistas, ha pensado el cúmulo de problemas fiscales, económicos, sociales, familiares e incluso lingüísticos que conllevaría la independencia, para los ciudadanos a ambas orillas del Ebro? (Cuyo caudal, por cierto, ¿a quién pertenecería?) Y eso en el escenario, a todas luces hipotético, de una independencia de guante blanco y pactada no sólo con las fuerzas políticas de España sino en el seno de la Unión Europea. Porque en caso contrario habría que renunciar al euro y crear unas fronteras. Pagar embajadas y consulados en, al menos, los principales países del mundo, poner aduana en el Euromed, y soportar estoicamente la enésima derrota del Barça en liga contra el imbatible Vic. ¿Fortificamos la carretera que une Lérida con el Pirineo y que pasa indistintamente por La Ribagorza en Huesca y la alta Ribagorça catalana? ¿A quién le vendemos nuestro cava? ¿Está ya listo un plan para recibir a los miles de catalanes que viven dispersos por el resto de la península española? ¿Preparados para una cola en la sede de la Embajada Española de Paseo de Gracia para obtener un certificado que me
autorice a enterrar a la abuela en Almería? Seamos serios, señores.
Contra lo que se suele pensar en Cataluña una de sus grandes ventajas históricas ha sido carecer de Estado propio, y lo que esto entraña de burocracia y dispendio. El peligro no es sólo tener que pagar un Estado sino que este quede en manos de personajes de la catadura de Carod Rovira.
Todo esto que podría padecer parte del solipsismo del debate español, reiterativo y cansino, inútil y exasperante, en realidad es muy serio. España es el único país de la ocde que enfrenta la crisis con un debate permanente sobre su modelo de Estado y con un grupo notable de sus representantes intentando vulnerarlo. El departamento de bomberos en manos de consumados pirómanos. Desleales por naturaleza al Estado que sirven y representan, los nacionalistas buscan la anhelada emancipación desde el poder, para llegar un día al paraíso libertario, donde no habrá paro, ni clases sociales, ni otras lenguas en conflicto. Será un lugar tan idílico que todas las películas la protagonizará ese talento de la naturaleza que es Joel Joan. Sí, en la Cataluña independiente “nacerán flores en cada instante”.
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En mayo de año pasado tuve la infinita suerte, gracias los empeños de mi hermano Juan Villoro, de asistir al triunfo del Barça en el Olímpico de Roma –su tercera copa de Europa. A la salida de esa victoria, con la Liga y la Copa del Rey ya conquistadas, y el aplauso unánime al mejor equipo del mundo en esos momentos, un grupo de hinchas del Barcelona empezó a gritar a voz en cuello: “salti salti salti, del Madrit el que no salti”. ¿Pero no le ganamos al Manchester?, me preguntaba, mientras me iba embargando una infinita lástima por esta generación de jóvenes europeos, ricos y plenos, estafada por un puñado de rústicos aldeanos enfrascados en un pertinaz ejercicio de ingeniería social. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.