Entre el romanticismo nacionalista y la desilusión de las utopías, las historias que ocuparon la imaginación no fueron las que daban esperanza, sino las que mostraban en primer plano a las víctimas. Como antes la novela, la ópera descendió al arrabal de la modernidad. Las cortesanas se volvieron putas, los magnates bandidos, los gobernantes, marionetas. En esa misma época, en la URSS de Stalin, Dmitri Shostakóvich componía una ópera bufa cuyo objeto de estudio era un burócrata de la generación anterior a la metamorfosis en cucaracha.
La nariz, inspirada en un relato de Gógol de mediados del XIX, se presentó en el Teatro Real de Madrid a finales de marzo, bajo la dirección escénica de Barrie Kolsky y la musical de Mark Wigglesworth. Se trata de una resurrección, porque La nariz no agradó a Stalin. Para el líder, lo que se salía del repertorio establecido en el XIX era ruido. El rechazo de la melodía, que permitió a los compositores de vanguardia experimentar, rompía con el gusto predominante. En cambio, la armonía reconforta. La música sugiere el paisaje que es la patria, la tierra prometida. Puede seguirse el hilo, incluso predecirlo. Esto es lo que le placía a José Vissariónovich.
Para sobrevivir, Dmitri Shostakóvich supo mostrarse sumiso. Su vida y la de su familia dependían del humor variable del líder. Para imponer el terror, Stalin dependía de la ambigüedad totémica: el líder hablaba claro pero nunca daba instrucciones precisas. Todos a su alrededor sabían que las palabras no significaban lo que decían, cada gesto suyo era materia de análisis. Por eso estar informado y ser oportuno para interpretarlo era cuestión de vida o muerte.
El terror destruye lo que hace la vida soportable, su engañosa continuidad. Condenado a no saber si vería la mañana siguiente, Shostákovich vivía asediado por la omnipresencia de Stalin que, a diferencia de Lenin, también sabía de música, para la que además se consideraba dotado. En su juventud había cultivado la poesía en su Georgia natal. Stalin era un romántico incurable: según él, Beethoven era rojo.
La música debía acompañar la marcha del pueblo. La razón del arte era cooperar con los esfuerzos patrióticos, que en la realidad exigen sacrificios desmesurados en los hombros de los que antes fueron siervos. Los desplazamientos masivos que confirmarían a Rusia como un país caprichosamente habitado debían ser motivo de elaboración musical. Eso vislumbraba Iósif Vissariónovich, entornando los ojos: música que enalteciera el origen campesino y plasmara su lucha heroica: música que inspirara al pueblo y contribuyera a crear al hombre nuevo, que sería artista cuando triunfara la revolución. (Esa aspiración también se encuentra en otro romántico, Novalis, convencido de que cada ser humano es un artista y que cualquier cosa podía ser transformada en arte. Duchamp no surge de la nada.)
El padrecito Stalin perseguía sus fines con claridad maquiavélica, así que su paciencia con los “errores” de Shostakóvich fue excepcional. Su proceso de reeducación estuvo a cargo de un camarada comisionado que le dio al compositor los libros que debían ilustrar y acompañar su conversión. Confirmaría el lugar de Stalin como “ingeniero del alma” y salvaría a Shostakóvich de la contaminación decadentista en la que habían incurrido su primera sinfonía y su ópera Lady Macbeth de Mtensk, que Vissariónovich había detestado.
Shostakóvich debió desarrollar una distancia irónica respecto de los límites que lo mantenían bajo la mirada del líder. Leía la literatura, guardaba silencio y mantenía la valija preparada. También había aprendido a ser leal a su obra, aunque asaltara la sensibilidad de Stalin. Se dice que algunas de sus composiciones están más atentas a lo que espera el poder que a su inspiración, pero junto con Prokófiev y Stravisnky, Shostakóvich es uno de los pináculos de la música moderna.
A diferencia de Stravinsky, Shostakóvich permaneció en la URSS. Ni siquiera cuando representó a Stalin en Nueva York pudo saborear el éxito dedicado a la ardua tarea de engrandecer el presente, libre de la histeria burguesa. La música escapa al significado, pero da el sentido. Es un lenguaje que evade la definición y ancla puentes en territorios imprevisibles. Semejante a la poesía, la música lanza al aire sus redes.
En 1930, La nariz desagradó a la Asociación de Compositores Proletarios, que la juzgaron decadente. El término implica una condena moral, política, característica del autoritarismo. El arte juzgado así debía prohibirse, pues podía corromper a la joven revolución, que exigía un arte “realista” y vigoroso, a la altura de la lucha del proletariado para cumplir su destino histórico.
La nariz es contraria a la certeza que se clava en el horizonte. La grandeza estatuaria es sustituida por un hombrecillo pomposo y advenedizo. En él no hay nada heroico. Es una lombriz en el estercolero de los servidores públicos. El limoso servilismo sería insoportable si no hubiese otro aspecto que, al distanciarse del personaje, le da un toque lúdico, una inflexión cabaretera (que su más reciente producción enfatiza), un arte que no es bello ni ideal, ni trascendental. La nariz llama la atención sobre lo contrario: lo que es preferible ocultar, lo innoble. En su montaje reciente, La nariz recobra el humor subversivo que llevara a ignorarla. El grotesco es el lenguaje que conviene para exhibir la naturaleza fragmentada del personaje central que amanece desnarigado mientras que, separada del rostro, la nariz reclama su autonomía. Platón Kuzmich Kovaliov es un personaje ridículo, una figura digna de aparecer en un cuadro de Otto Dix.
La nariz debió haber sido percibida por más de un funcionario como una burla, porque la música fue juzgada disonante: chillidos oxidados, estrépito contaminado por el jazz, considerado música de negros. Shostakóvich reincidía. No había aprendido la lección y se empeñaba en ser contemporáneo antes que socialista.
La sobrevivencia dependía de complacer al tirano sin rendir el alma. Quizá Shostakóvich haya encontrado en la ironía un espacio de libertad. Ciertamente lo es para el director escénico. Por eso la fiesta que hace posible lo implausible, un coro de narices bailando tap por ejemplo, que confirma la importancia de la coreografía en la puesta en escena como espectáculo desconcertante y humorístico.
La aventura no es en modo alguno despreciable e ilustra el precario equilibrio entre lo que concedía al poder y lo que se formaba en su cerebro y plasmaba en las notas. Shostakóvich sería reivindicado y puesto en un nicho nacional, pero su propuesta disruptiva, atonal, no sería del todo domesticada. Una ópera humorística es un melodrama existencialista, una aberración. La nariz alza la pierna como la musa moderna y ríe ante el efecto de su descaro. Su regreso a los escenarios no ha sido menos polémico que su recepción original. Mientras el Guardian opinó que para ser ópera es demasiado graciosa, El País celebra su humor crítico. Casi un siglo después, La nariz es plenamente contemporánea. ~