El otro lado de la celda 211

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La cárcel ha sido un escenario favorable para el cine. Son numerosas las obras memorables, pero quiero citar sólo dos que por su grandeza se han convertido en fuente de inspiración de numerosos cineastas que han incidido en esta temática, me refiero a Expreso de medianoche, de Alan Parker, basada en hechos reales, en la que un joven es detenido por un asunto liviano de tenencia de droga (para uso personal), pero que en Turquía, lugar de los hechos, se convierte en una pesadilla de la que se desprende una visión muy dura de las cárceles y política turcas. La siguiente es Cadena perpetua, de Frank Darabont, con las magníficas actuaciones de Tim Robbins y Morgan Freeman. Sin duda, la relación de amistad y complicidad entre dos presos fue bellamente expresada en otros filmes, por ejemplo en Papillón, de Franklin J. Schaffner, alimentada también por la figura de la inocencia o de la desproporción de la condena.

Celda 211, el reciente filme de Daniel Monzón (basada en la novela de Francisco Pérez Gandul) se inserta en esta tradición, que ahora gusta de encuadrarse bajo la denominación de thriller. Sin duda la obra asusta, estremece y causa suspense desde el principio. La crítica ha sido unánime en su apreciación: salvo algunos defectos, señalados, por ejemplo, por un buen crítico como Carlos Boyero, la obra es magnífica gracias a la creación de un personaje memorable, Malamadre, con gran ritmo, algunos diálogos notables y la capacidad para llevar al espectador al interior de un drama que pareciera sucederle a él. Confieso que, por momentos, yo también me sentí así. La película cuenta esta historia algo rebuscada y truculenta: un joven y apuesto funcionario de prisiones decide visitar la cárcel un día antes de su incorporación. Está casado y esperan un hijo. La visión de la pareja es la de una isla fuera de la historia. Unos compañeros le aleccionan de las dificultades de sus tareas y de las ambigüedades de los comportamientos del personal mientras pasean por algunos corredores. En ese momento, se produce un accidente y el nuevo funcionario (Ammann, el actor Juan Oliver) es herido al tiempo que se desata un motín con el resultado de que sus cicerones, cobardemente, lo dejan, inconsciente, en la celda 211. Un error cometido por los funcionarios de la prisión ha propiciado que unos etarras que cumplen condena en la misma cárcel se encuentren en el mismo pabellón que los presos comunes. Situación que se utiliza de moneda de cambio para conseguir las reivindicaciones de los amotinados bajo la amenaza de matarlos. Esto tiene gran importancia en el trasfondo de la película ya que es la ventana que nos permite ver la actitud del gobierno (¿la España de los noventa?). En unos minutos, los presos se hacen con la galería y Ammann al volver en sí se da cuenta de la situación: está del otro lado y ha de ser otro. Se hace pasar por un preso y sufre el interrogatorio del cabecilla, Malamadre (actuación magnífica de Luis Tosar), un criminal con una figura imponente. Las peripecias siguientes, algunas filmadas de manera muy efectiva, consisten en los intentos, por una parte, de las autoridades de la cárcel por sacarlo sin delatar su condición, y por otra, de Ammann, de sumarse a la rebelión como un socio privilegiado de Malamadre, gracias a su inteligencia, con el fin de que el motín se resuelva pacíficamente, evitando la entrada de los geos, que podría ser fatal. El punto crítico se halla en el momento en que su mujer, al informarse del motín, se acerca a la cárcel donde ya hay numerosos familiares de los presos manifestándose. Allí sufre la carga de la policía (en realidad, Utrilla, Antonio Resines, un sádico funcionario de la prisión, es quien la golpea brutalmente) y muere tras entrar en coma. De todo esto se acaba informando Ammann y el joven e inocente funcionario se convierte en alguien que ya lucha contra el otro lado, llegando a asesinar a Utrilla. Finalmente, entran los geos, mueren muchos presos, a veces por venganzas internas, y entre ellos, Ammann, pero a manos de la facción que le disputa el liderazgo a Malamadre. Me es imposible entrar en algunos detalles relevantes de la película, porque mi tema es otro. Técnicamente, el guión, siendo bueno, adolece de un innecesario subrayado de lo macabro, un exceso de línea gruesa. Pero me preocupa la visión de la política y de la justicia.

A diferencia de otras películas del género, en las que la honradez de un personaje o la creencia en la justicia (que también puede ser una forma de honradez) triunfa, aquí se produce una equiparación de ambos mundos, el carcelario y el social. Incluso se puede llegar a interpretar que los valores éticos imperan entre los presos, convirtiéndolos en los buenos de la película, mientras que la sociedad carece de ellos, sólo el oportunismo y la conveniencia política la dominan: los funcionarios son débiles o corruptos (cuando no sádicos), las autoridades políticas son ajenas a las mínimas demandas de los presos y sólo les preocupa la respuesta que pueda haber del mundo abertzale si llegan a asesinar a los etarras. Lo dice Malamadre al jefe etarra: vosotros a vuestra guerra y yo a la mía. Lo mismo que hará Ammann al enterarse de la muerte de su mujer: encabezar la rebelión con una actitud vengativa. Él ya está en el otro lado y los valores se fundamentan en la pertenencia a un grupo. Es el espíritu tribal el que toma el protagonismo. A diferencia de Cadena perpetua, aquí no hay ningún fundamento de justicia, a pesar de que está situada en una sociedad democrática. ¿Se trata simplemente de un caso posible, observado en el drama de un individuo? No, porque hay una visión de la respuesta política a la situación que en la cárcel se produce. Ni siquiera se aprecia que sea una respuesta aislada que pueda ser rectificada, sino que la injusticia (perpetrada sobre todo en el joven Ammann y su esposa, que sólo aspiraban a vivir en una burbuja, aunque él ha ingresado como funcionario de prisiones, así que estará a favor del Código Penal…) es la única señal del orden de las cosas: en los mundos patriótico-terrorista de los etarras, de los presos comunes o del resto de los ciudadanos con responsabilidades estatales. El funcionario Utrilla es torturador pero se justifica a sí mismo porque es necesario para las autoridades, y responde a un mundo duro con leyes no menos radicales. Sus jefes lo usan, pero llegado a cierto punto lo entregan a los presos. Lo mismo ocurre con el recién estrenado funcionario de prisiones. El Ministerio del Interior sólo está preocupado de la respuesta del delegado del Gobierno vasco (PNV). Malamadre es un asesino y un cabecilla mafioso, pero es leal a la verdad (no aceptaría que Ammann le hubiera mentido) y tiene un corazón que no ve para no sentir… Todo tiene una lógica de fragmentos, de leyes de grupos, de fatalidades, y por lo tanto la vida depende de dónde caigas, de dónde estés. Este relativismo moral de fondo, tan peligroso y falso, es la parte en sombra de este filme notorio y no pocas veces efectista, esas cosas que no se perdonan en una buena novela, en un buen poema. Pero hablamos de cine, quizás la más venal y engañosa de las artes, por razones a veces ajenas a los autores. ~

 

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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