J.M. Coetzee, como tantos otros escritores de ficción –se me ocurren en este momento dos ejemplos de su talla, Philip Roth y E.L. Doctorow–, compagina la escritura de su propia obra con la escritura de artículos, prólogos o reseñas sobre la obra de otros escritores a los que, por regla general, aunque no siempre ni necesariamente, admira. Sus reseñas, la mayoría de ellas publicada en The New York Review of Books, y posteriormente recopiladas en libros, suelen ser bastante más extensas, profundas y penetrantes de lo que estamos habituados a leer en este género. Y se me ocurren dos razones para ello. Primera: Coetzee lee las obras de los demás como connaisseur, es decir, como alguien que se dedica al mismo oficio, y no le pasan inadvertidos los detalles, los trucos, las soluciones a los problemas, o los problemas mismos. Y segunda razón, tan decisiva como la primera: Coetzee conoce la obra de la que habla en profundidad y en extensión: las dos dimensiones espaciales de la crítica.
Escribir una reseña sobre un libro de reseñas, que es lo que están leyendo ustedes en este momento, no tiene ya nada de extraño. No es como escribir una novela sobre una novela, algo de lo que también hay ejemplos –me viene ahora a la mente la novela de Pierre Madaule Une tâche sérieuse? sobre la turbadora novela de Maurice Blanchot L’arrêt de mort. La tâche sérieuse es una cita del propio Blanchot que Pierre Madaule coloca al principio de su novela: “tal vez leer se convertiría para él en un asunto serio”. Traduzco tâche por asunto y no por tarea, o trabajo, porque distingo entre ambas palabras algunos matices. Y traigo a colación la cita con la única intención de sugerir que escribir reseñas también puede llegar a ser un asunto serio. Para Coetzee no cabe duda de que lo es. Y al leerlo tengo la impresión de que sigue, aunque no al pie de la letra, el sabio consejo de T.S. Eliot: escribir únicamente sobre aquellos libros y autores que nos gustan. Algunos vivos, y la mayoría, hélas, muertos.
Escribir sobre autores muertos tiene una ventaja, y es que no nos haremos enemigos innecesariamente, aunque ya sé que hay quien considera que la mejor manera, y desde luego la más rápida, de hacerse un nombre consiste en crearse unos buenos enemigos. En el caso de Coetzee, escribir sobre autores a los que admira no le exime, más bien al contrario, de ser implacable con ellos. (Aunque quizás implacable sea un término excesivo en este contexto.) El ejemplo de Benjamin y la crítica a su infantil comunismo es significativo a este respecto. “Las primeras incursiones de Benjamin en el discurso de la izquierda son deprimentes”, nos dice. Y tampoco se ahorra un comentario sobre su divorcio: “Benjamin se comportó con una notable mezquindad hacia su esposa.” Puede que haya quien piense que estos son detalles sin importancia, o que, en todo caso, están de más en una reseña literaria. Yo no lo pienso. Y no quiero decir que este tipo de cosas arroje luz sobre la obra del escritor, nada más lejos de mi intención, y de la de Coetzee, estoy seguro, pero sí la arroja sobre su personalidad –¿y sobre la de Coetzee?–, y éste es un dato que, a mi juicio, una reseña literaria puede recoger legítimamente. Por lo demás, es el tipo de cosas que nos gusta saber a los lectores. No sólo que Benjamin no era un buen escritor de relatos, cosa que sabe cualquiera que haya leído sus Historias y relatos de Ibiza, y en esto coincido también con Coetzee, aunque él no hable de este libro concretamente. O que como reseñador era de poco fiar, a decir de otro de los grandes reseñadores contemporáneos, Marcel Reich-Ranicki. Una reseña se hace también con estos detalles. Aunque naturalmente no sólo con estos detalles.
¿Con qué más? Pues, por ejemplo, con alguna pequeña digresión como la de la tâche sérieuse del principio. Las digresiones, si no se abusa de ellas, agilizan el discurso. También, como hace Coetzee admirablemente, cuando lo que leemos es una traducción, conviene decir algo de la traducción. El lector tiene derecho a saber si está leyendo una buena traducción, y en consecuencia un texto lo más parecido al original, o por el contrario, y como suele ser frecuente, una traducción mediocre, cuando no francamente mala. Es difícil que un buen autor resista la prueba de una mala traducción, aunque por regla general los muy grandes suelen salir indemnes, o casi, de la prueba (tal vez porque su grandeza no estriba únicamente en la forma). Para juzgar una traducción no es imprescindible conocer la lengua de partida, lo que sí es imprescindible es conocer la propia lengua. Por descontado que si conocemos ambas estaremos en condiciones óptimas para juzgar la traducción, descubrir sus defectos y sus virtudes, sin olvidar que entre los defectos debe contarse la mejora del original. Porque lo mismo que hay traducciones que afean un original, las hay que lo embellecen. Y si lo primero es un crimen, lo segundo digamos que es un delito. No olvidemos que Coetzee también es traductor.
¿Qué más debe incluir una reseña? Pues algunos datos biográficos; Coetzee los coloca al principio de la reseña, nunca están de más, por mucho que hoy uno pueda encontrarlos fácilmente en internet.
Aunque incluir en una reseña datos biográficos, y utilizarlos consecuentemente en la interpretación de la obra, tiene el inconveniente de que el inesperado descubrimiento de nuevos datos biográficos puede invalidar la reseña. Y nada alegra más a un lector que descubrir que un crítico se equivocó en la apreciación de algún autor o alguna obra. Esto le pasó, como cuenta Coetzee, a Benjamin con sus reseñas de Robert Walser, y esto le pasa al propio Coetzee con su reseña sobre Günter Grass, fechada en 2003. Con esto no quiero decir que hoy no se pueda escribir que Grass es “el más firme practicante y el modelo más perdurable de valores democráticos en la vida pública de Alemania”, o que “su fortaleza radica […] en su capacidad para percibir las corrientes más profundas de la psique nacional, y en su firmeza ética”. Argumentos que seguramente pesaron en la concesión del Nobel. Todo esto seguramente sigue siendo verdad, pero hoy habría que añadir algún comentario más. ¿Le hubieran otorgado hoy el premio Nobel a Günter Grass?
En las reseñas de Coetzee percibimos también un marcado matiz político. El mismo matiz político que está presente en sus propias obras de ficción, y rara vez considera a un autor indiscutible. Sabe, sin duda por experiencia propia, que no todo lo que sale de la pluma de un autor tiene el mismo valor, y que la obligación del crítico es señalarlo. Y no olvida tampoco que sus preferencias corren el riesgo de sesgar sus apreciaciones. ¿Son estas tres consideraciones indispensables en una reseña literaria: la dimensión política de una obra, la autoridad del autor y las dudas sobre el propio juicio crítico? Por último, el núcleo de toda reseña, y en consecuencia la preocupación central del reseñador, consiste en responder a la pregunta que se hace todo lector: ¿de qué trata realmente este libro? La pregunta es de qué trata realmente, no sencillamente de qué trata, pues damos generalmente por supuesto que de lo que trata un libro, una novela, es lo que constituye su argumento, pero de lo que trata realmente es de otra cosa, que suele tener que ver más con la historia o con la biografía del autor, generalmente con ambas. Por ejemplo: ¿de qué trata realmente el último libro de Coetzee de prólogos y reseñas, tan expresivamente titulado Mecanismos internos? Sin duda trata de Benjamin, de Robert Walser y de Günter Grass, de Sándor Márai, de Joseph Roth, de Naipaul, y de unos cuantos escritores más, y de los mecanismos internos de sus respectivas obras. Pero también de algo más. Ese algo más que es lo mismo de lo que tratan las novelas de Coetzee. Es decir, de conflictos culturales, de conflictos generacionales, de conflictos étnicos, de conflictos morales. En definitiva, de todo lo que para Coetzee constituye la razón de ser de la novela.
El caso de George Steiner reseñador tiene similitudes profundas con el de Coetzee, pero también diferencias profundas, que quizá tengan que ver con el hecho de que Coetzee es fundamentalmente un novelista, mientras que Steiner no lo es (aunque haya escrito una regular novela). A Steiner le interesa más el contexto histórico, la atmósfera social de la novela, incluso su genealogía, que su forma o su arquitectura. Cuando escribe sobre El factor humano de Greene, no puede evitar unos cuantos párrafos sobre el enjundioso problema de la traición, y se remonta para ello nada menos que a Judas. Naturalmente juzga la novela, pero juzga más el tema de la novela, es decir, le preocupa en el fondo más el problema moral del espionaje en sí que como argumento de El factor humano. Por eso le interesan obras como El archipiélago Gulag, que le permiten profundizar en la naturaleza de la barbarie moderna, o en la perversa lógica del progreso. Steiner, como sin duda también Coetzee, elige sobre lo que quiere escribir. Y lo mismo que siempre tenemos alguna razón para leer un libro, la tenemos también para escribir sobre él. Otra diferencia notable entre Coetzee y Steiner es el sentido del humor de este último, sus elegantes ironías sociales. Veamos un solo ejemplo. Cuando habla de la confianza de Webern en el futuro de su música, cita una frase de éste a un alumno suyo: “Algún día, en el futuro, hasta el cartero silbará mis melodías.” Y a continuación Steiner añade: “Dada la atmósfera de nuestros actuales servicios postales, puede que no sea exactamente así.”
Y terminemos con una similitud. Las reseñas de Coetzee y de Steiner, sin duda sesgadas tanto por sus propios gustos literarios como por sus respectivos compromisos éticos, dignifican el concepto de la reseña literaria, tan expuesta hoy a la “charlatanería ilustrada”, o a esas “expresiones gastadas e inútiles” de las que ya hablaba Orwell, citado por Steiner en su reseña de 1984, que es, dicho sea de paso, un perfecto ejemplo de esa seria tarea que debería ser siempre escribir una reseña. “Nunca se es excesivamente crítico”, dijo en una ocasión Schlegel. ~
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).