Sospecho que es difícil para cualquier persona menor de… ¿qué? ¿Treinta? ¿Cuarenta?, comprender la fascinación que Martin Amis (1949-2023) ejercía sobre los escritores de más de cincuenta años. Aquí habría que añadir el matiz de “masculino”. O al revés, dejar de generalizar y decir hasta qué punto me cautivó durante los años ochenta y noventa. Había escritores que admiraba más, pero era más divertido leerlo a él que a todos los demás juntos. Su impacto transformador en el lenguaje me dejaba atónito. En Dinero importó una forma estadounidense –el monólogo con altavoz– y la mezcló con ingredientes del inglés vernáculo que eran tradicionales y a la vez pertenecían al momento. Su siguiente gran novela se tituló Campos de Londres, aunque esa fase de dominio prolongado puede compararse con la declaración de un título anterior, de 1979: ¡London calling! Pero, del mismo modo que era un Londres con influencias neoyorquinas, el desenfreno diurno del registro siempre se veía empujado (en ambos sentidos) a una marcha sutilmente distinta, que obedecía a la mezcla de herencia (Kingsley), institución (matrícula de honor en literatura inglesa en Oxford) y deuda con sus autores estadounidenses preferidos: Saul Bellow, sobre todo. Una consecuencia paradójica fue que la cualidad contemporánea de Amis hizo que Bellow pareciera provenir de un mundo antiguo, mientras que Martin disfrutó de la dudosa distinción de que lo considerasen un enfant terrible hasta bien entrados los sesenta.
Pero ¿qué era eso? O, más exactamente, ¿dónde estaba? En Dinero, obviamente, pero lo cierto es que, con la excepción de La flecha del tiempo, las demás novelas importantes de Amis eran demasiado largas. Me cansaba de ellas incluso mientras las disfrutaba. Campos de Londres se hundía fatalmente y luego regresaba a la vida. La información no conseguía sostener el peso y el ímpetu de su apertura. Eso significa que el mejor Amis es el de las recopilaciones de textos periodísticos, El infierno americano y La guerra contra el cliché. Su punto fuerte como escritor –la prosa electrizante– era también parte de su defecto como novelista. En cierto modo, una escritora sin estilo como Tessa Hadley parece acercarse más que él al misterio permanente de la gran ficción. Pero el estilo no es solo un barniz; es, como señalaba el propio Amis, intrínseco a la percepción. Cada página de su escritura –en cualquiera de sus formas– estaba impregnada de su conciencia y eso me embelesaba. Creo que por eso había un culto a la personalidad en torno a Amis que nunca podría haber existido en torno a Julian Barnes o A. S. Byatt. Amis era Mick Jagger en forma literaria.
Nunca olvidaré la primera vez que lo conocí, en una fiesta en Londres a principios de la década de los 2000. Charlamos unos minutos. Conocía a muchos escritores y había conocido a bastantes famosos por aquel entonces, pero después de este breve encuentro mi mujer me preguntó si había tomado cocaína. No la había tomado, pero cuando volvimos a casa me preguntó de nuevo porque estaba muy excitado. No había tomado coca, pero en cierto modo sí. Todavía estaba ebrio por la embriaguez –el simple hecho– de haber conocido a Martin Amis. Esta reacción extraordinaria –y perfectamente normal– era coherente con la forma en que yo, como muchas otras personas, expresaba a menudo mi admiración por Amis en tonos de desprecio competitivo. Cuanto más amabas a Amis, más astutamente –idealmente, amisianamente– intentabas acabar con él. Y luego, hoy, en un café de Santa Mónica, cuando he recibido un mensaje sobre su muerte, me he puesto a llorar.
En cierto modo, me parece terriblemente apropiado que, en una época de lectores sensibles (lectores insensibles, en realidad) y miedo generalizado a ofender (¡tranquilos, estoy de broma!), ya no esté por aquí. En el prólogo de La guerra contra el cliché deploraba el modo en que el crítico lee un libro, “y luego ve cómo le roza. De la forma correcta o de la incorrecta”. Eso fue en el año 2000, antes de que este tipo de frotamiento hubiera empezado a irritar de verdad. Así que, aunque asigné con confianza el libro a una clase de estudiantes de posgrado en California, solo sugerí, con todo tipo de advertencias protectoras, que quizá también quisieran echarle un vistazo rápido a Dinero. En previsión de esa clase, volví a leer fragmentos de Dinero, por cuarta o quinta vez. ¡Qué alegría, qué felicidad! Y muy divertido, obviamente. Incluso sus defectos son el resultado de una sobreabundancia salvaje. Pero ¿qué pensarían los estudiantes? Una de las alumnas –feminista radical, stripper y trabajadora sexual– no pudo contenerse… declarando lo mucho que le había gustado el libro. Como la dedicatoria de la novela, se llama Antonia. Su trabajo de fin de curso era una explicación maravillosamente enloquecida –y argumentada– de su convicción de que Martin, de alguna manera, había escrito el libro para ella. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
© 2023, Geoff Dyer.
Publicado originalmente en The Guardian.
s escritor. Este año Random
House publicó su libro Los últimos días de
Roger Federer y otros finales.