Debo haber conocido a Carlos Alberto Montaner hace más de treinta años, en Miami, a través de nuestra común amiga, la escritora Uva de Aragón. Yo acababa de llegar a México, desde Cuba, a realizar estudios doctorales en historia, por lo que conocía de primera mano la agresividad con que los medios oficiales de la isla perfilaban su persona y sus ideas.
Poco antes de mi salida se había producido uno de esos habituales capítulos de represión y escarnio contra intelectuales críticos. Me refiero a la campaña de descrédito contra la poeta María Elena Cruz Varela y los escritores que firmaron la Carta de los Diez, dirigida a Fidel Castro. En el documento se pedían cosas tan razonables como la elección directa de los diputados a la Asamblea Nacional, la liberación de todos los presos políticos, la apertura de los mercados campesinos y el reconocimiento del derecho de retorno al país para los emigrantes cubanos.
Como siempre sucede en esas reyertas entre los intelectuales y el poder en Cuba, algunas de las demandas serían adoptadas muy pronto por el propio gobierno. Pero haberlas dado a conocer a la opinión pública, de manera autónoma, era pecado de lesa ideología. Entre los firmantes se encontraban los novelistas Manuel Granados y José Lorenzo Fuentes y los poetas Manuel Díaz Martínez y Raúl Rivero. Quien haya conocido a cualquiera de los cuatro sabe que decían lo que pensaban.
Aún así, en Granma, Juventud Rebelde y la documentación inculpatoria del Partido Comunista, la Unión de Escritores y Artistas y el Ministerio de Cultura, se acusó a aquellos intelectuales de ser parte de una “maniobra de la CIA”, coordinada por Carlos Alberto Montaner. Los escritores y periodistas que firmaron la carta, y muchos jóvenes de mi generación, que simpatizamos con esas demandas y rechazamos el encarcelamiento de Cruz Varela, fuimos, desde entonces, catalogados como ventrílocuos o marionetas de Montaner.
Cuando lo conocí personalmente, este periodista, escritor y político, que rozaba los 50 años, me pareció lo contrario de lo que trasmitía la caricatura oficial cubana. No proyectaba Montaner la personalidad de un conspirador o un activista, ni siquiera la de un político profesional. Su talante correspondía más al del intelectual o, a lo sumo, el tertuliano. Cultura amplia, humor chispeante, trato afable, gran capacidad de interlocución.
Para entonces había vivido su exilio en San Juan, Puerto Rico, y el Madrid del tardofranquismo, Adolfo Suárez y Felipe González. A diferencia de la mayoría de los líderes cubanoamericanos de Miami y Washington, poseía una formación hispánica y había sido marcado por las transiciones democráticas en España, Portugal y América Latina entre fines de los años 70 y toda la década de los 80. Como tantos liberales españoles y latinoamericanos, se dejó arrastrar por el oleaje triunfalista de la caída del Muro de Berlín, el avance de la democracia y el mercado en Europa del Este y la descomposición de la URSS.
Era autor de dos novelas, Perromundo (1972) y 1898: la trama (1987), y dos ensayos pioneros en la búsqueda de un relato alternativo a la historia oficial cubana: Informe secreto sobre la Revolución Cubana (1976) y Fidel Castro y la Revolución Cubana (1983). Pero lo que más me impresionó del trabajo de Montaner, especialmente en sus décadas en Madrid, fue su proyecto editorial Playor, tal vez el primer intento serio de publicar en español estudios académicos sobre Cuba, producidos en el exilio.
Se dice fácil, pero en Playor aparecieron, en español, los primeros libros de académicos como el economista Carmelo Mesa-Lago, el sociólogo Irving Louis Horowitz o la monumental serie ilustrada, en catorce volúmenes, Cuba: economía y sociedad, del historiador cubano, exiliado en Puerto Rico, Leví Marrero. Cuando en 1998, con Víctor Batista, fundamos la editorial Colibrí, también en Madrid, se hizo reconocible el antecedente de Playor en aquel esfuerzo por formar un catálogo de ensayo cubano fuera de la isla.
Repasando la biografía de Montaner en estos días, salta a la vista que su inmersión en la política activa cubana fue breve y limitada a la experiencia, en los años 90, de la Plataforma Democrática, un intento de concertación entre liberales, socialdemócratas y demócratas cristianos del exilio cubano. Tanto la Plataforma Democrática como la Unión Liberal, en términos de política cubana, fueron proyectos no solo breves sino de impacto limitado por dos razones conectadas: la poca capacidad del exilio, de cualquier exilio, para decidir el cambio político en el país de origen, y la hegemonía de la clase política cubanoamericana en los asuntos públicos de la diáspora.
Fuera de ese paréntesis de acción política, la obra fundamental de Montaner fue periodística y ensayista. Así lo atestiguan sus columnas en El Nuevo Herald, reproducidas en decenas de medios iberoamericanos, y su colaboración final en CNN. Como muchos intelectuales cubanos, volcados a la esfera pública y el ejercicio periodístico, desde la época republicana (Mañach, Ichaso, Pardo Llada, Tamargo…), su liderazgo fue más cívico que partidista.
Como novelista, Montaner reimpulsó su carrera literaria en los últimos años, con obras como La hija del coronel (2012), Otra vez adiós (2013) y Tiempo de canallas (2014). Como ensayista, desde los años 90 abrió un flanco de temática latinoamericana que cultivó, sobre todo, en el contexto del cambio de siglo, con títulos muy vendidos como Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), con Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza, Fabricantes de miseria (1998) y Las raíces torcidas de América Latina (2001).
Tuve la fortuna de discutir con Carlos Alberto Montaner mis diferencias con su enfoque de América Latina y el Caribe, y de constatar siempre su inagotable disposición al diálogo respetuoso sobre temas históricos y políticos. De todos aquellos libros sobre América Latina, el más logrado o el menos atrapado por estereotipos ideológicos de la Guerra Fría, fue, a mi juicio, Los latinoamericanos y la cultura occidental (2003). Preservo y vuelvo a visitar, cada cierto tiempo, un intercambio electrónico sobre este libro, que continuamos verbalmente en nuestros últimos encuentros en Miami y Madrid.
Es inevitable, en estos días, aborrecer la forma en que el Estado cubano ha distorsionado y distorsiona sistemáticamente la vida y la obra de este intelectual exiliado, que a lo que más tiempo dedicó fue a escribir sobre su país. Para la enciclopedia oficial cubana, Ecured, Montaner fue un “connotado terrorista cubano” y un “mercenario financiado por la CIA”. Las miles de páginas que escribió, en el empeño de recuperar un país perdido, pretenden ser anuladas, pulverizadas en las cenizas del archivo nacional, por esas dos consignas. Por suerte hay vida y hay historia más allá de la máquina del olvido cubano. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.