Irán y Cuba

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Hace cinco años, más o menos, cuando no tenía blog y sí, en cambio, una empresa de producción editorial, tuve ocasión de editar el catálogo de una exposición de nuevo arte iraní que tuvo lugar en Barcelona: Iran sota la pell (Irán bajo la piel) reunía la obra de la última generación de artistas persas, crecidos y formados después de la guerra contra Iraq. Leyendo atentamente los textos del catálogo y conversando con varios de los artistas invitados (Shirin Neshat, Farhad Moshiri, Marjane Satrapi, Farshad Fadaian, Ila Golparian…) me di cuenta de hasta qué punto las ideas preconcebidas que yo acumulaba sobre ese país tenían muy poco que ver con la realidad.

Por entonces, la mayoría de los pronósticos de los “expertos” coincidía en que Irán se dirigía hacia un cambio, y que los tremendos contrastes que mostraba su sociedad incubaban una transformación inédita dentro del Medio Oriente.

Sin embargo, yo no podía evitar tejer numerosas coincidencias entre el “caso cubano” y la realidad persa contemporánea, estimulado por las numerosas analogías que me parecía ver entre aquellos artistas y la llamada Generación de los Ochenta cubana. Así que me puse a leer sobre el asunto. Y estas fueron algunas de mis conclusiones de entonces:

Al igual que la Revolución cubana, la Revolución islámica de 1979 había trazado una especie de cesura histórica e ideológica con algo que, resumiendo, podríamos llamar “Antiguo Régimen”. La gigantesca transformación de las referencias ideológicas trajo consigo no sólo la emergencia de nuevos actores sociales, sino también una nueva retórica y una nueva mitología política. Las conmociones sociales, demográficas y urbanas, típicas de las sociedades modernas, así como el fenómeno de la educación masiva, resultaban bastante parecidas en ambos casos.

Como sucedió en Cuba, la Revolución islámica colocó el pasado vencido bajo la advocación de una figura casi satánica: Estados Unidos –lo cual no ha impedido una profunda influencia norteamericana a través de la simbología cultural, en su más amplio sentido.

En ambos países, el corte revolucionario trajo aparejada una diáspora masiva e influyente, sometida a una intensa y desgastante polémica interna. (Por ejemplo, para un cubano del exilio la teoría del novelista iraní Gholam Hossein Sa’edi sobre la división entre refugiados –avareh– y emigrados –mohajer– resultará extremadamente familiar.)

Se trata, también, de naciones singulares dentro de sus contextos geopolíticos inmediatos (América Latina y Medio Oriente), que han convertido una supuesta “excepcionalidad” en piedra de toque de su política, utilizando el nacionalismo para la confrontación con Occidente.

En cuanto al funcionamiento político interno, difícil sería no ver a Fidel Castro como un ayatolá tropical, y al vetusto Comité Central del Partido como nuestro Consejo de Guardianes. Es cierto que el régimen islámico es una teocracia mientras que el socialismo cubano se proclama ateo. Pero ¿hasta qué punto la mitología castrista no constituye el sucedáneo de un culto religioso que ha hecho de la fidelidad al líder su último dogma? ¿Y hasta qué punto no está Cuba dejando de ser un país realmente socialista para ocultar la disfunción generalizada de su economía con lo peor del capitalismo de Estado?

Por supuesto, existen también muchas diferencias sociopolíticas y culturales entre ambos países. Pero mientras conversaba con aquellos jóvenes artistas y curadores iraníes, me fui dando cuenta de una serie de afinidades estructurales entre las crisis políticas que atravesaban ambos regímenes, y lo que me parecieron las diferentes respuestas que la generación más joven había dado a esas crisis.

Por entonces, como ya he dicho, parecía que Irán se dirigía hacia una sociedad más abierta. Los ojos y las esperanzas de Occidente estaban puestos en los degarandichan, “aquellos que piensan diferente”, intelectuales portadores de nuevas perspectivas, gente que, desde sus propias referencias islámicas, cuestionaba los criterios exegéticos de los clérigos en el poder. Pero los analistas y los expertos se equivocaron. El ultraconservador candidato Mahmud Ahmadineyad capitalizó el descontento y ganó, para sorpresa de muchos, las elecciones de 2005; desde entonces ha aprovechado la voluntad popular para dar forma a un régimen populista, cada vez más cerrado e intolerante.

A partir de esta realidad reciente, el contrapunteo entre Irán y el “caso cubano” se convierte en algo más que un divertimento personal o un simple ejercicio de política comparada.

Por supuesto, no soy el primero en notar estas semejanzas. Los primeros en darse cuenta han sido los actores políticos colocados a la extrema izquierda del espectro ideológico cubano, nuestros Pasdarán tropicales. Todavía recuerdo que hace un par de años Aleida y Camilo Guevara se empeñaban en dibujar afinidades entre el Che y Mustafá Chamran ante los atónitos estudiantes de la Universidad de Teherán, para los cuales “socialismo” es casi una mala palabra.

Capaces de percibir la profunda sintonía entre Irán y Cuba, muchos políticos cubanos, y gente como Chávez, Ortega y Morales, han apoyado sin resquicios las insensatas declaraciones políticas de Ahmadineyad. Algunos analistas de inteligencia han advertido también la peligrosa afinidad entre los dos gobiernos, incluidos por la pasada administración Bush en el llamado Eje del Mal.

Pero la verdadera afinidad entre ambos “casos” tiene que ver con la manera en que el régimen cubano y el iraní han fosilizado la tradición política revolucionaria y restringido los derechos y las aspiraciones de sus ciudadanos, que ya no creen en la retórica oficial. Por lo tanto, opino que los recientes sucesos pueden dar pistas sobre la manera en que funcionaría una hipotética contestación al régimen castrista.

 

Un escenario hipotético

Un amigo me dice que para entender las diferencias políticas entre Irán y Cuba hay que ser capaz de imaginar el siguiente escenario.

Primavera de 2014: Raúl Castro muere sorpresivamente de un infarto. Duelo oficial. Tres días después Fidel Castro, con la barba completamente canosa pero la voz firme, reúne a la cúpula del CC del PCC y deciden hacer las modificaciones pertinentes en la legislación para convocar a unas elecciones libres al cargo de primer ministro. Al año siguiente se nombra a José Ramón Machado Ventura candidato oficial. Proceso electoral de varios meses. Clima de descontento popular tras el anuncio de nuevas restricciones económicas. Tras una moción en la Asamblea Nacional del Poder Popular, los reformistas del pcc maniobran y desentierran a Carlos Lage. Debate entre Carlos Lage y Machado Ventura en Cubavisión. Moderador: Randy Alonso. Lage acusa a Machado Ventura de aguantar las reformas que el país necesita para superar la crisis y hace un chiste velado sobre su peluquín. Randy esboza una media sonrisa.

Se celebran elecciones abiertas para elegir al nuevo primer ministro. Gana Machado Ventura con el 87% de los sufragios. También en Miramar, la circunscripción de Lage. Pequeños brotes de descontento popular en el Malecón. El hijo de Carlos Lage organiza un mitin improvisado en la UCI para impugnar los resultados de las elecciones. Asisten miles de estudiantes. El propio Lage se une al final para pedir que se revisen los resultados de las elecciones: “Tenemos que hacer un cambio desde adentro”, dice. Una gran manifestación estudiantil, a la cabeza de la cual se colocan Lage Codorniú y Eliécer Ávila, recorre la calle Línea, desde L hasta el Puente. Se suman estudiantes de Medicina y de la Colina. Se convocan manifestaciones para los días siguientes, en la Plaza, bajo la consigna “¿Dónde está mi voto?”. Por la noche se oyen gritos de “Reviva la Revolú” y “Cambio desde adentro” en las azoteas. Caceroladas desde los balcones.

Mientras tanto, la internet cubana hierve. Ramiro Valdés ha ordenado reducir al mínimo la conexión de banda ancha desde Venezuela y una requisa pormenorizada de todas las antenas parabólicas ilegales. Yoani Sánchez y todos los blogs independientes de la isla, apoyados por una red de bloggers fuera de la isla, denuncian actos de represión y empiezan a utilizar masivamente Twitter y los teléfonos móviles para reportar lo que ocurre en las calles. Cubacel desconecta masivamente el servicio. Cientos de arrestos entre los “reformistas” y disidentes. Felipe Pérez Roque, a quien se acusa de estar detrás de las manifestaciones, es detenido y se encuentra en paradero desconocido.

Policía, ejército, destacamentos de tropas especiales y “avispas negras” vigilan de cerca los disturbios pero no consiguen controlar por entero la situación. Se habla de entre cien y doscientos muertos. Revueltas en Santiago y Camagüey. Andrew Sullivan pone una bandera cubana en su blog y reporta en vivo. Los corresponsales extranjeros –con excepción de Mauricio Vicent– son invitados a abandonar la isla. Fidel Castro publica una “Reflexión” respaldando los resultados de las elecciones, condenando los “lamentables brotes de violencia” y pidiendo que el pueblo se una para preservar la herencia de la Revolución frente a una nueva operación del imperialismo yanqui. “Las elecciones hay que ganarlas en las urnas, no en la calle”, dice.

Hasta aquí la versión de mi amigo. Pueden agregarle más detalles jocosos. Pero mientras yo me reía a carcajadas con su relato, pensaba también en otras cosas, mucho más serias.

 

Fundamentalismo y cultura del doblez

El escenario anterior es falso, pero ha sido construido a partir de posibilidades reales. A diferencia de la teocracia iraní, que admite el pluripartidismo dentro de su funcionamiento formalmente democrático como república confesional, en Cuba sólo se puede votar a un solo partido. Al tiempo que elogia esta “democracia de todo el pueblo”, el régimen castrista se ha ocupado de eliminar cualquier amenaza de reformismo con purgas periódicas de las figuras que podrían encabezar un cambio desde dentro y una represión sistemática de toda la oposición interna.

Sin embargo, hay un gran parecido en el desastroso resultado que ha dejado tras de sí el fundamentalismo de las revoluciones islámica y cubana, y la manera en que la censura y la propaganda de ambos países se empeña en reestructurar y reorganizar una realidad cada vez menos “revolucionaria”. Aunque la represión iraní se extiende también al control de la moralidad pública según los estrictos parámetros de los ulemas, tanto en Irán como en Cuba todos los gestos, incluidos los más privados, se interpretan en sentido político. El control social está orientado a garantizar una especie de brave new world cortado a la medida de esa propaganda omnipresente. El resultado ha sido otro paralelismo inobjetable: la manera en que ambas sociedades funcionan a partir de una doble moral generalizada.

En Irán, como en Cuba, la gente trata con el régimen refugiada en la norma de la mentira. Todos mienten cuando deben enfrentar a los Guardianes de la Revolución: en Teherán esconden las parabólicas, niegan tener libros prohibidos y alcohol en sus casas; en La Habana fingen apoyar al gobierno, asisten a manifestaciones para no buscarse problemas mientras, a escondidas, roban, estafan y hacen todo lo posible por “resolver” la supervivencia dentro de una moral cada vez más laxa. Afuera llevan el velo o se comportan como unos “comecandelas”; adentro sobreviven gracias al mercado negro y pagan con gusto al vecino la cuota de la parabólica ilegal para no tener que ver cada noche la aburrida TV oficial.

Ambos estados confesionales han generado una norma de fingimiento generalizada, al tiempo que relativizan su noción de los derechos humanos. Pero esta cultura del doblez implica también una especie de hedonismo a partir de cosas que en el resto del mundo nos parecen habituales o nimias.

Es difícil entender el significado que tienen para los cubanos unos chocolates, un par de zapatos de moda o una cena en un restaurante. El placer que todo ello proporciona no sólo reafirma una individualidad sojuzgada por la cultura de lo unánime, sino que prepara el terreno de una autonomía con respecto al Estado censor. De la misma manera que esas jóvenes iraníes que describe Azar Nafisi, capaces de redescubrir su propia libertad mientras leen Lolita en Teherán, agradecían a la República Islámica por haberles hecho descubrir y codiciar como objetos preciosos cosas “occidentales” tan sencillas como una fiesta, un helado, una risa en público o un lápiz labial.

¿Cuánto del idealismo contestatario que se respira en esas tertulias literarias descritas por Nafisi no está hoy presente en los itinerarios bloggers de Yoani Sánchez y sus amigos?

En Cuba, como en Irán, quienes se declaran abiertamente opositores no han conseguido movilizar a la mayoría de la sociedad. No sólo porque sufren una represión constante, sino porque no conectan con la incomodidad generalizada de los jóvenes, con ese reclamo de libertad individual sojuzgado por la doble moral del castrismo y sus ayatolás. Hastiada de política, la juventud cubana quiere escapar de ella por todos los medios posibles, incluido ese exilio apolítico que a las generaciones anteriores les resulta –con razón– un contrasentido.

En cambio, los bloggers cubanos han iniciado una contestación en la que reivindican, sobre todo, el derecho a la individualidad y a la diferencia. Y lo vienen haciendo –hace apenas un par de años– con la ayuda de las nuevas tecnologías. Dentro de diez años, cuando Cuba esté conectada a internet y los teléfonos móviles se hayan triplicado, es posible que una nueva generación de cubanos descubra que los nuevos medios pueden ser también eficaces armas de movilización colectiva contra un sistema político cada vez más cerrado e irrespirable que sólo piensa en perpetuarse y que está dispuesto a usar la fuerza para impedir cualquier amago de cambio real. Entonces bastará que se pregunten dónde está su voto para que toda la mentira empiece a resultar insoportable. ~

 

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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