I
Nunca habíamos visto a Frank Underwood perder tantas veces el control. Jamás lo habíamos visto tan triste, atolondrado, maniático, con el rostro abotagado por la fatiga, renqueando con todos sus años encima mientras deambula por la Casa Blanca en la madrugada. Antes advertíamos que la cercanía con el poder le revitalizaba, las conjuras perpetuas por destruir y avanzar en el larguísimo escalafón de la infamia democrática lo mantenían joven y cínico. Era un Gollum petimetre, un moderno scalawag sureño que vendía mentiras al mejor postor y amaba el sistema que hackeaba. Ahora que conquistó la presidencia, sin elecciones, y se convirtió en el mandatario civil más poderoso de Occidente, no luce así.
Los efectos nocivos del poder son harto conocidos, basta recordar que en la Biblia la tentación primigenia fue “seréis como dioses”, sin contar con que Nietzche ya nos advertía sobre la “voluntad de poder” o la célebre reflexión de Hobbes que reza: “Doy como primera inclinación natural de toda la Humanidad un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder, que sólo cesa con la muerte”. Bien pareciera que el poder de Underwood lo lleva a un ciclo obscuro que no controla. Su castigo es perder la vasta capacidad que tenía en las anteriores temporadas para urdir trampas y cosechar éxitos rotundos. No le basta haber llegado a la primera magistratura, ahora es necesario embaucar al pueblo para que vote por él con amor. Y ese es, justamente, el gran problema de Frank en esta tercera temporada: el amor lo abandona de todas las formas posibles.
II
Esta entrega inicia plagada de lentitud, avances milimétricos, conjuras descubiertas, traiciones esperadas, negociaciones infructuosas y, por supuesto, operaciones militares fallidas. En muchas ocasiones el equipo creativo de House of Cards peca de cierto realismo cotidiano, es decir, no sólo se regodean en los fastos del poder, los baños de multitudes y las grandes decisiones históricas. Eso pasa de refilón, es el gran escenario donde vemos el verdadero espectáculo: la debacle política, el desgaste que sufre Underwood y los efectos en su matrimonio. En muchas ocasiones se muestra esa rara sensación, confesada por tantos políticos luego de ejercer el mando, de que el Presidente no tiene el control de nada.
La atmósfera estética recreada por cineastas como David Fincher apunta a las luces desvaídas, tonos fríos y pálidos que acentúan una atmósfera mustia. Muchas veces uno siente que Underwood está sufriendo una pesadilla en lo que, paradójicamente, fue el gran sueño de toda su vida. Termina siendo un tirano sin poder absoluto (recordemos el Congreso dominado por los republicanos), frustrado y melancólico que suspira al decir: “A veces creo que la presidencia es la ilusión del poder de elección (…) Ojalá pudiera escapar de mí mismo”.
En muchos capítulos de esta entrega esa antigua claridad del protagonista no se ve porque el poder resulta inasible y se le escurre entre los dedos. Ser un presidente transitorio que desea ser ratificado posee lo peor de todos los mundos posibles: la mayoría cuestiona su autoridad por no haber sido elegido y Underwood lleva encima todo el peso de las funestas decisiones de su antecesor.
El presidente cita a Roosevelt, Tocqueville y el Corán pero de nada le sirve porque las epifanías, tan abundantes en el pasado, escasean en esta temporada. Mientras tanto se plantea su deterioro y aparece comiendo emparedados de mantequilla de maní, fuma más y deja de hacer ejercicio. Se oscurece como personaje y las bolsas bajo los ojos apagados le dan un aire tétrico.
Una de las situaciones más interesantes se plantea al inicio. Se trata de la visión contrapuesta de dos hombres aislados. Uno, Frank, en las cumbres del poder y el otro, Doug, en los abismos de la desesperación. Uno intentando mantenerse en el juego y el otro luchando por recuperar su vida. El paralelismo es de lo mejor que veremos en la temporada sobre todo cuando Doug, sin salir de casa y solo viendo las noticias, logra predecir los movimientos políticos del Presidente, mientras Frank es la mosca atrapada en una intrincada red política, incapaz de manipular el juego a su antojo.
III
Un hombre envejecido grita consignas en una tarima, rodeado de una multitud wasp: “Nuestra necesidad de seguir en el poder eclipsa nuestro deber de gobernar (…) Esta noche les ofrezco la verdad y es esta: el sueño americano les ha fallado. ¿Trabajan mucho?, ¿siguen las reglas? Eso no les garantiza el éxito. Que quede bien claro: ustedes no tienen derecho a nada” y la gente prorrumpe en aplausos ante tamaña infamia. Al fondo Claire mira a Frank, el hombre que se desgañita gritando, y su rostro se ensombrece con un viejo rencor que será la nota dominante de sus relaciones, por ahora.
Un punto estereotipado y flojo es la vuelta a escena de los “rusos malos”. Ni Putin es tan brutal como lo pintan, ni Obama tan gentil como sus homólogos de House of Cards. Situaciones imposibles de estos mandatarios ficticios -quienes deciden sus políticas de Estado con las gónadas- abundan en todos los capítulos. Casi lo mejor de la loca relación ruso-estadounidense es la aparición de las Pussy Riot, pero no diré más.
Otra escena poco trabajada muestra a Venezuela como refugio de los enemigos de Estados Unidos. Basta con la aparición de unos titulares del diario “El Nuevo País” (pobre referencia del periodismo venezolano), un muelle con gente que bebe y baila salsa junto a una marina solitaria para asumir que esa nación es el hogar de los forajidos mundiales. La secuencia entera no da ni para un chiste malo.
Y, sin embargo, todo esto no es suficiente porque para recrear la locura del poder, los sinsentidos de la ONU, la fatiga marital, los escarceos intelectuales con un escritor-biógrafo y las intrigas infinitas tras cada decisión de una burocracia imperial como la estadounidense, House of Cards tendría que tener 100 temporadas.
‘El peso del mando’ es ejercido por los comandantes en jefe. En la jerga militar éste es un término muy importante que trata de la responsabilidad por la tropa y la consecución de las estrategias. Desde Sun-Tzu hasta von Clausewitz han reflexionado sobre el liderazgo total que deben proyectar los comandantes en jefe: se supone que la experiencia logra que ellos entiendan que el ‘peso del mando’ es una rara forma de servicio donde los sacrificios y remordimientos abundan. También es una situación solitaria que aleja a los afectos y destierra la compasión. Y así es como vemos a Underwood al final de estos 13 episodios: devenido Minotauro mientras compite en unas elecciones con mucho en contra y alejado de todo lo que, en el pasado reciente, lo convirtió en un tipo divertido y ambicioso. En la última escena no hay regocijo, ni alegría alguna, solo la amargura de las hieles del poder.
(San Cristóbal, Venezuela, 1981) es periodista y escritor. Fue escogido como uno de los "nuevos cronistas de Indias" por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en 2012.