Los preparativos de la cumbre entre la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Unión Europea (UE) en julio estuvieron dominados por las discrepancias en torno a la posición sobre la invasión rusa de Ucrania. El resultado final fue un párrafo insulso que se limitaba a expresar una “profunda preocupación por la guerra contra Ucrania” y abogaba por “una paz justa y sostenible”. Incluso eso era demasiado para la satrapía de los Ortega en Nicaragua, que se negó a subscribirlo. No hubo condena a Rusia ni al hecho de que haya convertido a los civiles ucranianos en blancos deliberados de sus misiles y artillería. Es verdad que la cumbre abordó muchos otros temas importantes, desde la financiación de la lucha contra el cambio climático hasta la inversión en minerales estratégicos y la importancia de la preparación ante futuras pandemias. Pero para Europa la agresión rusa contra Ucrania es un tema vital y muchos europeos habían pensado que, por su historia compartida y valores democráticos comunes, encontrarían un apoyo entusiasta en América Latina en torno al tema. No ha sido así por una combinación de motivos, algunos de los cuales son comprensibles y otros lo son menos.
América Latina está muy lejos de Ucrania, y tiene muchas otras preocupaciones, como el estancamiento económico, el auge del crimen organizado y cierta inestabilidad política. A muchos gobiernos de la región les preocupa el aumento del costo de la vida, agravado por el impacto de la guerra en el precio de algunos granos y fertilizantes. Desde una perspectiva doctrinaria, la región se opone de forma casi unánime a sanciones unilaterales que no cuenten con el apoyo (imposible de lograr) de las Naciones Unidas. Aun así, la gran mayoría de gobiernos latinoamericanos votaron para condenar la invasión rusa en la Asamblea General de la ONU (Bolivia, Cuba y Venezuela fueron excepciones, como Nicaragua). Varios gobiernos –Ecuador, Uruguay, Chile, Perú y algunos centroamericanos– han sido firmes en su condena a Rusia.
Pero no hay duda de que muchos gobernantes latinoamericanos de izquierda miran la agresión rusa a través de las lentes del antiamericanismo. En la cumbre de Bruselas, Ralph Gonsalves –el primer ministro de San Vicente y las Granadinas (población: 104,000) desde 2001 y el presidente de turno de la CELAC– condenó la “hipocresía” de “algunos” que habían intervenido en asuntos internos en América Latina y piden ahora apoyo para Ucrania. En parte tiene razón: no hay duda de que las guerras intervencionistas de Estados Unidos (especialmente Irak) y su apoyo a regímenes dictatoriales como el de Arabia Saudita han mermado sus credenciales morales.
Tal vez lo que más ha decepcionado en Europa sea la posición de Luiz Inácio Lula da Silva de Brasil, que más de una vez ha repartido las culpas de la guerra por igual entre Rusia y Ucrania. Brasil, como Rusia, forma parte de los BRICS pero ese grupo es una asociación de colaboración económica y una declaración simbólica de un mundo multipolar y no una alianza de seguridad. Tras la posición de Lula se vislumbra la hostilidad del Partido dos Trabalhadores a Estados Unidos y la OTAN. Lula parece aceptar la narrativa de Putin, según la cual Rusia está librando una proxy war contra la propia OTAN, y no que Ucrania está luchando desesperadamente para defender su derecho a existir como nación soberana (además de democrática).
Más allá de las desafortunadas declaraciones de Lula, como escribió Matias Spektor en Foreign Affairs, los fence-sitters (los que no quieren tomar partido) del llamado sur global no desean salir pisoteados en una pelea global entre China, Rusia y Estados Unidos. Ven la distribución del poder global como algo incierto y desean evitar compromisos que podrían resultar difíciles de cumplir. Ciertamente, Estados Unidos tendría más capacidad de persuasión en América Latina si ofreciera una política regional más constructiva y que no se limitara al control de la migración y las drogas.
Sin embargo, frente a una guerra de agresión tan clara, la posición de muchos líderes latinoamericanos parece contraria a sus propios intereses. Gabriel Boric, el izquierdista presidente de Chile, se encargó de decirlo en la cumbre de Bruselas: “hoy es Ucrania pero mañana podría ser cualquiera de nosotros […] Acá se ha violado claramente el derecho internacional, no por las dos partes. Por una parte que es invasora, que es Rusia”. Debería ser obvio que a América Latina le conviene un mundo regido por el derecho internacional y no por la ley de la fuerza.
Hay otros latinoamericanos que lo dicen claramente. “Ucrania podría parecer muy lejana pero está muy cerca de nosotros”, enfatiza Sergio Jaramillo, un colombiano que dirigió las negociaciones de paz con las FARC. En enero Jaramillo lanzó “Aguanta Ucrania”, una campaña donde intelectuales y artistas latinoamericanos abogan por la solidaridad con aquel país. Trágicamente, la iniciativa solo adquirió una difusión masiva en la región en junio, cuando Jaramillo y otros dos colombianos fueron blanco de un misil Iskander ruso que mató a su guía y amiga Victoria Amelina mientras comían en una pizzería de la ciudad ucraniana de Kramatorsk.
Nadie puede exigir a América Latina que envíe armas a Ucrania. Pero la región podría hacer mucho más para aislar a Rusia diplomáticamente. No es irrelevante que Rusia sea el principal apoyo externo para los regímenes dictatoriales en Venezuela y Nicaragua, que están desestabilizando a sus vecindades. Y América Latina podría denunciar el rechazo de Rusia a renovar el acuerdo de la ONU, que permitía la exportación de grano por el mar Negro, y su destrucción de los puertos ucranianos, que va a agravar la inseguridad alimentaria en el mundo. Es absolutamente legítimo que América Latina busque un mundo multipolar. Pero a la región le interesa que ese mundo se base en el derecho internacional y el respeto a la soberanía nacional, y que sea lo más democrático posible. ~
Michael Reid es escritor y periodista. Su libro más reciente es “Spain: the trials and triumphs of a modern European country” (Yale University Press), que publicará en español Espasa en febrero de 2024.