José Ángel Valente

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Autor de una de las obras poéticas más importantes de la segunda mitad del siglo XX en español, José Ángel Valente, nacido en Orense en 1929, es autor de A modo de esperanza, Al dios del lugar y El fulgor, entre otros títulos de poesía, y de los libros de ensayos La piedra y el cetro y Variaciones sobre el pájaro y la red. Este Perfil es el retrato de un "místico contemporáneo".
Es hora de dejar el cárabe,
es hora de cambiar de léxico,
es hora de apagar la lámpara
encima de la puerta.

Marina Tsvietáieva, 1941¿Quién dijo que hay dos Valentes? ¿Quién admite lo que la atenta lectura de sus obras desmiente? La de José Ángel Valente es una —y única— aventura apasionante, carnal, por las palabras, en las palabras y en el interior de su más significativa ausencia: el silencio; es una de las aventuras poéticas más profundas y de mayor riqueza que ha dado nuestra lengua en la última mitad del siglo XX. Valente ha sido premonitorio y salvífico para una joven generación encajonada y además ha abierto caminos inéditos y fecundos, retomado también una tradición de la poesía española casi olvidada en la península durante nuestra edad contemporánea. Tan compleja figura de nuestra literatura bien merece, de entrada, una ofrenda de copiosas reconsideraciones. Premonición, todo en Valente lo parece. Desde su primer verso: "Cruzo un desierto y su secreta/ desolación sin nombre", el poeta renuncia a rebuscar en las palabras y se pone en marcha hacia su manantial. Toda su vida queda definida en este primer gesto de su obra, en este pórtico de soledad y desasimiento del mundo que inaugura su camino por el lenguaje poético. Entiéndase que la España en la que surge —y su primer libro, A modo de esperanza, aparece en 1955— es un espacio en el que dos tendencias poéticas habían entablado un debate sobre el fin último de la poesía: una corriente realista que abarcaría muy diversas radicalidades se había abierto paso entonces frente al garcilasismo triunfante y además contestaba desde su terreno a la anterior generación de posguerra. Aquel paisaje en el que, en nombre del compromiso con la palabra poética, muchos llegaron a extremos politizantes, explica también la singular manera que Valente tuvo de abrazar el compromiso: como un solitario corredor de fondo en el desierto y en su desolación ya para siempre innominada, el poeta entablaría un fortísimo lazo con la realidad, no para su denuncia en himnos y canciones; será un compromiso absoluto con la realidad a través de la dimensión moral de la palabra poética, como bien ha apuntado Andrés Sánchez Robayna. Valente alzará su voz quizá con más altura y eficacia que el más justiciero de los iracundos cantores. Y no sólo en su obra primera. Leamos su "Corona fúnebre" de 1975, despedida inodora al dictador español, fallecido aquel año: "De la muerte nos diera innúmeras versiones./ Padre invertido: nos desengendraba./ Viva la muerte, en círculo dijeron/ con él los suyos./ Viva, con él, al fin la muerte./ La muerte, sus bastardos, sus banderas". O recordemos libros recientes, como Al dios del lugar (1989), aparecidos bajo la acusación de frialdad que acompañó al mal llamado "segundo Valente", donde figuran poemas como "Hibakusha", dedicado a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, pero sobre todo a los supervivientes del horror. Aun aquí, Valente concluye con un imperativo moral: "¿Nacer al reino/ de la calcinación? Cuerpo del hombre/ más alto que los cielos./ ¿Qué hiciste de ti mismo?"
     Pero, en el terreno fieramente humano, esto también ha marcado sus relaciones con autores contemporáneos. Valente jamás ha usado el parapeto de las generaciones, una de las cuales, la del cincuenta, le ha sido adjudicada insistentemente por la crítica. La vestimenta gregaria le ha sido siempre incómoda. Él ha entendido que puede hablarse de generación como punto de partida, pero que el término acaba siendo un refugio de mediocridades. Una vez en camino, afirma, la literatura es un ejercicio personal, una profesión de soledades, un largo y a veces tenebroso camino que puede trastocar las afinidades primeras y perturbar nociones y presupuestos. Corredor de fondo al fin y a cabo, él mismo no se ha reconocido más tarde en quienes fueron sus compañeros de partida. "Generación de un poeta y medio", llegó a decir con inclemencia este gallego tan incómodo como necesario.
     Poco queda a estas alturas de la vieja querella del compromiso en aquellos tiempos antifranquistas. Sin embargo, pasados tantos años, la noción valentiana del compromiso con la palabra poética sigue vigente: ¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?, se pregunta con Hölderlin. De ahí que el poeta cifre su compromiso con el mundo a través de esa fidelidad a la palabra. Y este es el hueso que sustenta la unidad de su obra. Por más que Valente haya cambiado de piel, comulgado con sombras; por más que su poesía se haya desprendido de adornos y acabado en fragmentos; por más que la vida y la muerte hayan cruzado cartas ante sus ojos, jamás ha renunciado a ese compromiso, a esa fuerza no sólo moral de la palabra poética. Para él es una fuerza creadora, transformadora, que permite al poeta —y también al lector— atisbar una ladera de la experiencia humana solamente asequible a través del lenguaje, a través de su más limpio aparecer. Ahí se sitúa el lugar del compromiso, en el borde inasible y cambiante de la experiencia extrema, en la frontera donde ser y no ser pueden expresarse con el mismo signo, donde la vida y la muerte se confunden como dos gotas de luz, donde la memoria encuentra su materia oscura y su raíz mítica insondable. Pero el lugar del compromiso no está fuera de la realidad, y por eso no tiene sentido dislocar la obra poética de Valente en dos periodos antagónicos. Ni su primera estación es ajena al silencio, a la búsqueda de la experiencia extrema, ni su segunda temporada ha supuesto alejamiento alguno de la realidad.
     De hecho, cuando Valente recapituló, y llamó "punto cero" a esa recapitulación, fue fidedigno. Punto cero era seguir fiel a su compromiso, continuar junto a ese borde inasible, volver a recomenzar, no negando todo el camino andado, sino descubriendo nuevas puertas a universos nuevos: la dimensión de la memoria colectiva como objeto poético, así como su nexo con la palabra; la del lenguaje como materia estratigráfica, sedimento de siglos que ya sólo la poesía puede descifrar. Pero todos estos acontecimientos en la obra de Valente jamás tuvieron una sombra de impostura intelectual. La propia biografía del poeta está prendida a esa recapitulación, porque no se llega impunemente a punto cero. Y en este sentido la unidad de su obra adquiere su verdadera dimensión, porque cuando ha llegado a los puntos de inflexión de su poesía, Valente siempre ha ido con una mano en la vida y con la otra aferrada a su voz singular. Es decir, que no hay dos Valentes desde el momento en que ni su vida es ajena a una rara búsqueda de la ampliación de la experiencia a través de la palabra ni su obra —menos la reciente— tiene un sustento puramente metafísico. "Pues también está escrito que el que sube/ hacia ese sol no puede detenerse/ y va de comienzo en comienzo/ por comienzos que no tienen fin", dice al final de "Punto cero". Tratemos, pues, de ver a Valente como un solo poeta y entremos en materia, en memoria.
     Memoria de otra premonición. En su primer poema, Valente alza en las manos las cenizas quevedescas, el polvo enamorado: "Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,/ cuanto se me ha tendido a modo de esperanza". Nos hallamos en un punto de partida próximo al adagio de los Malatesta: "Nec spe, nec metu", forma de estar en el mundo que derrama el perfume de un tiempo pagano. La nueva voz descubierta por Adonais en 1954 invoca este tipo de desafío entre el cielo y la tierra. Y ya no lo abandonará. Su segundo libro, Poemas a Lázaro, incide desde el título en esa búsqueda de una experiencia extrema, del borde donde la materia oscura viene a la luz, donde la ceniza y el vino tienen el mismo gusto (podría ser el "fondo del dios bebido hasta las heces" del poema que abre "Al dios del lugar"), donde la vida y la muerte quizá se confunden, como en el impactante "Lázaro" de Luis Cernuda. Por entonces, Valente escribe un poema hamletiano, "La cabeza de Yorick", donde es trocado el "Considerando en frío, imparcialmente" de Vallejo por "examinemos/ la cabeza de Yorick/ el bufón y dejémosla/ caer de nuevo al polvo como/ si nos decapitásemos". El joven poeta entrechoca, como vemos, una y otra  vez sus versos contra su esperanza y contra el miedo. Pero todas estas inquietudes que figuran desde el arranque de su obra las sustenta alguien que confiesa por entonces cojear aún del lado de Dios.
     En su libro La memoria y los signos, Valente ya asume una postura frente al conocimiento muy querida por los místicos: "Aguardo sólo la señal del canto./ Ahora no sé, ahora sólo espero/ saber más tarde lo que he sido". O, como dice San Juan de la Cruz: "Para venir a lo que no sabes/ has de ir por donde no sabes". Nada más coherente con su afirmación posterior: "Borrarse. Sólo en ausencia de todo signo/ se posa el dios", de su ya citado libro de 1989, Al dios del lugar. ¿Diríamos que es quizá, parejo, este poema al "Quedeme y olvideme" de "La noche oscura"? Cuanto más pensamos en la mística más caemos en la tentación de analizarla desde nuestra visión descreída. Adoramos a San Juan por sus coplas plenas de espiritualidad y armonía y condescendemos con las arduas explicaciones en prosa que amurallan cada una de sus metáforas, de las que él mismo opina que "no hay para qué atarse a la declaración, porque la sabiduría mística […] no ha menester distintamente de entenderse para hacer afecto y afición en el alma". Pues bien, si por un momento quisiéramos detenernos, veríamos lo difícil de acomodar nuestra visión de la mística al sonido de sus instrumentos originales. La lira de San Juan no suena igual en el 2000, debido en parte a los caminos que han abierto las ciencias y la filosofía desde 1591, cuando Juan de Yepes fallece. La muerte de Dios proclamada por Nietzsche o el exilio del Ser heideggeriano bastarían para darnos cuenta de esta aberración de la perspectiva. Lo que jamás debemos olvidar es que la mística de San Juan supone el empleo de la palabra poética para expresar la frontera ulterior de su fe cristiana y de la inteligencia mística. Es decir, el uso de la palabra para explicar lo indecible de su fe, la utilización de la poesía amatoria para sondearnos allende la muerte, como luminosa metáfora de salvación. No otra cosa es el encuentro del Alma y el Amado "más adentro en la espesura", salvo una experiencia radical, y en vida, de la muerte y de su aquietada eternidad.
     Por todo ello, y aunque quede aquí solamente apuntado en espera de mejor ocasión, considero necesario acercarse a la obra de José Ángel Valente (y muy especialmente a la reunida en Material memoria, que incluye seis libros desde 1977 hasta 1992, así como al hasta hoy inédito Fragmentos de un libro futuro) desde una perspectiva nueva. Ya en Tres lecciones de tinieblas había emprendido el viaje a través de los signos, tratando a las palabras, a las letras del alfabeto hebreo, como objeto poético para lanzarle anzuelos al origen. Difícil responder a la pregunta de qué hay en la memoria antes del lenguaje: "Inmersión de la voz. Las aguas. Entraste en el origen. Cabeza decapitada junto al mar. Después no quedan más silencios", dice el poeta. Lentamente, Material memoria, Mandorla, dedicado a Celan, El fulgor y Al dios del lugar desarrollan ese proceso hasta sus últimas consecuencias. Pero será con No amanece el cantor con el que su obra vuelve a un punto de inflexión semejante a "Punto cero". Otra vez la experiencia tiene exactas raíces biográficas. La pérdida de un ser querido empuja al poeta más allá del borde de la luz. Por amor, empujado a zambullirse en sombras: "Soy débil. No sé dónde apoyarme. Vacío está de todo ser el aire. No estás. No estoy. Qué giratorio cuerpo el de la nada". La palabra poética permite al autor arrojar las redes a lo oscuro, pisar con la planta del pie desnudo la espesura, y regresar, como el Lázaro de su segundo libro o, como apunta José Luis Pardo, igual que un Dante, de esa experiencia radical. Creo que Valente es, desde entonces, plenamente un místico, el autor de una mística del siglo XX, construida con una coherencia palmaria. La idea, sólo apuntada, merece reflexión. Nada es igual en este mundo, ni los hombres ni los dioses. Pero no sería tan extraño que la tierra española, que dio místicos a las tres grandes religiones, judía (el Zohar, tan amado por Valente), islámica (el gran murciano Ibn Arabí) y cristiana (San Juan, Santa Teresa), sea también el escenario donde Valente haya podido construir una mística no ya basada en la creencia, sino en un principio de incertidumbre agnóstica. Sólo así se entiende en todos sus matices el proceso de fragmentación que sufre la obra del poeta gallego en sus últimos libros, así como la audacia que alcanzará su contención expresiva.
     Valente ha descubierto que la palabra poética sembrada en los límites de la memoria y en la frontera de la experiencia humana da frutos exóticos. Y el más importante de ellos es la mística ventura que rodea la creación de un poema, un puro poema de amor, escrito desde el lado oscuro, desde la vasta espesura allende toda frontera: "Qué dolor el morir, llegar a ti, besarte/ desesperadamente/ y sentir que el espejo/ no refleja mi rostro/ ni sientes tú,/ a quien tanto he amado,/ mi anhelante impresencia" ("Nadie"). –

José Angel Valente
El yo y la máscara
J. R. J. llevaba sus ojos como una máscara. De pronto se le llenaban de crepúsculos. Y él descendía, sin dejar su máscara, a contemplarse en el espejo de la tierra. Yo deseante y deseado. El yo y la máscara. Fue un místico invertido. Se acariciaba con una larga media negra el yo inexhausto. Fue, pues, piedra de escándalo. Lo amábamos, lo amamos. Por la perfección que nunca se perfeccionaba. Porque no amó jamás al prójimo como a sí mismo. Porque abrió cuando quiso ventanas al sarcasmo. Porque nunca ingresó en la Academia. Porque parió más poesía que cuantos, mal o bien, le sucedieron y él había engendrado. Porque hizo la "Obra" deshaciéndola. Y así la dejó viva. Porque entró en la vejez sin morir. Y porque la palabra no lo abandonó. Ni él a ella. –

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