Jorge Edwards falleció en Madrid. Morir en esta ciudad cada día más viva tiene algo de broma irónica. Pero Edwards amaba esta “villa y corte”, castiza y cosmopolita, e insistió en volver a ella apenas terminaron los confinamientos de la pandemia. Dejar Chile para reinstalarse acá fue una decisión arriesgada, acaso imprudente: tenía casi noventa años y estaba demasiado frágil y cansado para disfrutar de la vida madrileña como lo había hecho antes. Por eso alguna vez, en sus últimos meses, le sugerí que regresara a Chile. Lo hice indirectamente, de una forma que creí astuta: le hablé de su querido balneario de Zapallar en la costa chilena. Evoqué la brisa fresca y el silencio entre los pinos solo turbado por esa ola rotunda que revienta sobre la pequeña playa amarilla: “¿No te gustaría estar allá ahora, escribiendo en un altillo con vista al mar?”
“Quiero quedarme en Madrid”, me respondió tajante, casi enfadado, como un niño al que han amenazado con quitarle su juguete favorito. Y se empeñó en quedarse hasta el final.
Aparte de su probado amor por España, es posible que ese postrero empecinamiento madrileño de Edwards expresara un reproche. Morir en Madrid pudo ser un modo de rezongar –como lo hiciera tantas veces en sus libros– contra la mezquindad del ambiente cultural de nuestro país. Pudo ser una protesta final contra “la inteligencia mediocre, esa tan peligrosa y destructiva entelequia de nuestras latitudes”, contra el chilenísimo arte del “chaqueteo”: cuando alguien va subiendo tiramos de su chaqueta hacia abajo hasta sumirlo de nuevo en la insuficiencia general. Durante los últimos años hemos perfeccionado tanto ese arte ancestral que ahora practicamos una hazaña: el “autochaqueteo”. Hemos permitido que el extremismo ideológico y la violencia política –en plena democracia– malogren nuestras expectativas de desarrollo.
Así las cosas, la decisión de Edwards de morir en Madrid se parece a la decisión de Borges que fue a morirse en Ginebra. El biógrafo de este último, Edwin Williamson, sospechó que ese autoexilio postrero expresa tanto la nostalgia de una adolescencia idílica como una protesta contra la decadencia de Argentina. No es posible asegurar esta semejanza, pero hay indicios que la sugieren. En todo caso, en los autoexilios finales de Edwards y de Borges aflora una rebeldía evidente y esencial: si no podemos escoger nuestros orígenes al menos nos queda el derecho de elegir el aire que exhalaremos en nuestro último suspiro.
Parece contraintuitivo asociar la rebeldía con el carácter de Edwards, tan autocontrolado. Y, sin embargo, en los buenos artistas, en los escritores creativos, suele esconderse una fisura que aloja un descontento básico con la realidad. Por eso, en primer lugar, cedieron al llamado peligroso de sus vocaciones.
En el caso de Edwards la literatura fue su rebeldía. Escribiendo se alzó contra sus orígenes sociales que lo predestinaban a “el orden de las familias” (título de un famoso relato suyo). Inventando ficciones se rebeló contra su propio carácter razonable, contemporizador y escéptico. A menudo, las obras de Edwards escenifican una batalla entre razón e ilusión.
La rebeldía de Edwards es más singular porque, en su edad madura, en lugar de amainar, aumentó. En sus obras tardías constatamos una insatisfacción crónica que crece sostenidamente. Esa inconformidad creciente podría explicar una notoria anomalía: Edwards creó sus obras mayores después de sus setenta años, cosa muy rara en cualquier artista. Sus mejores novelas –y por “mejores” quiero decir las más creativas y profundas– son El inútil de la familia (2004) y La casa de Dostoievsky (2008). Ambas son obras marcadas por la desazón y la angustia literarias. Los protagonistas –Joaquín Edwards Bello y Enrique Lihn, aunque este último bajo otro nombre– son escritores rebeldes y neuróticos. Ni siquiera al final de sus vidas pactan con el mundo y menos aún se resignan a una madurez conformista y reblandecida. En las últimas páginas de El inútil de la familia hay una escena inquietante: el narrador, que es el propio Jorge Edwards, recibe la pistola con la que se quitó la vida su tío Joaquín. La recibe “para que esta quede en la familia”. En ese gesto hay una clara invitación al suicidio que el narrador rechaza con evidente angustia.
En apariencia, esas dos obras tardías de Edwards son producto de su madurez. Sin embargo, podrían ser casi lo contrario. Son obras que se resisten a una madurez convencional, entendida como sinónimo de sabiduría y serenidad. Son novelas empapadas de inconformismo e intranquilidad. Donde mejor se nota esta intranquilidad es en el estilo narrativo. La prosa es fluida, pero la composición –la arquitectura de ambas novelas– se caracteriza por las rupturas y las asimetrías. Las voces narrativas chocan entre sí y con la propia voz del autor que se entromete, objeta su relato y queda perplejo e inconforme. Lejos de ser defectos, estas asimetrías cimentan el poder artístico de esas novelas que trasmiten su inconformismo al lector.
En su ensayo Sobre el estilo tardío Edward Said reflexionó acerca de algunas obras postreras: “¿Qué hacemos con esas obras tardías que no ofrecen armonía y resolución sino intransigencia, dificultad e irresuelta contradicción?”, se pregunta Said. Y enseguida ofrece ejemplos magníficos, entre ellos las obras tardías de Beethoven que “rehúsan dejarse reconciliar o cooptar por una síntesis superior”.
Esas ideas de Said son aplicables a las dos novelas tardías de Edwards, rebeldes e irreconciliables. Ambas son obras creadas a una edad avanzada que, en vez de cerrar una evolución artística, intentan reiniciarla. Parece que el escritor, frustrado y exasperado con sus resultados anteriores, decidiera empezar de nuevo. Parece que Edwards se dejara arrastrar por emociones largamente reprimidas intentando liberarse del dominio de la razón que había enfriado algunas de sus obras precedentes. Estas novelas reabren interrogantes angustiosas sobre el sentido de la literatura y sobre la propia vocación del autor, como si estas fueran viejas heridas mal cicatrizadas.
Dichas interrogantes angustiosas reaparecen en el ensayo biográfico (mal rotulado como novela) La muerte de Montaigne (2011). En este ensayo Edwards, que ya frisaba los ochenta años, revisa la vida y obra de Michel de Montaigne. Destaca, sobre todo, que en su madurez el ensayista gascón renunció al mundo para encerrarse en una torre y dedicarse solo a leer, pensar y escribir. En apariencia este libro parece una celebración de la madurez reflexiva. No obstante, de esas páginas desborda una nostalgia patente: el autor elogia el renunciamiento al mundo que hizo Montaigne mientras reconoce que ese ideal es inalcanzable para él. Jorge Edwards, mundano, sensual y sociable, se sabía visceralmente incapaz de encerrarse en la torre de la literatura (excepto, y por periodos breves, en la “torre” de Zapallar). En otras palabras, desde siempre había sabido que la realidad era insuficiente y ahora debía reconocer que la literatura también lo era.
Cuando la insatisfacción artística hace que tanto el mundo como la torre sean insuficientes quedamos en una suerte de exilio mental. Edward Said lo describe así: “El artista que ha llegado al máximo dominio de su medio queda aislado de su orden social al tiempo que alcanza una relación contradictoria y alienada con el mismo. Sus obras tardías constituyen una suerte de exilio.”
Esa “suerte de exilio”, inducido por la rebeldía, también invade los libros autobiográficos de Edwards publicados cuando ya era un octogenario. Por ejemplo, en sus memorias, Los círculos morados (2012), confiesa: “A veces pienso que la escritura es lo que provoca mis impresiones, no al revés. No escribo para describir impresiones, en buenas cuentas, sino para provocarlas, quizá para inventarlas.” La vieja batalla entre razón e ilusión también se libra en el reino de la memoria.
Las buenas obras tardías de Edwards forman un cuarteto que se completa con El descubrimiento de la pintura (2013). Pese a algunas debilidades formales, propias de una obra escrita al borde de la ancianidad, esta novela es una hermosa parábola acerca de la vocación artística. El protagonista es Rengifonfo: un solterón, pintor de día domingo, que lleva una vida burocrática cuyo único brillo es su pasión ingenua por la pintura. Ya maduro, el protagonista sorprende a sus parientes y amigos casándose con una viuda rica. Estos novios cincuentones parten a Europa de luna de miel. Rengifonfo, que nunca ha salido de Chile, recorre los grandes museos: del Prado, el Louvre, el Palacio Pitti. La gran pintura universal lo deja tan deslumbrado que le ocurre una desgracia. Dice: “se me olvidó pintar. O, a lo mejor, nunca supe”. A partir de ese descubrimiento el pobre Rengifonfo queda incapacitado para su arte y muere poco después.
A diferencia de las otras obras tardías de Edwards, El descubrimiento de la pintura no es un libro marcado por la inconformidad o la rebeldía. Esta es una parábola tragicómica “escrita con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía”, como solía decir Jorge, citando al admirable Machado de Assis. El final de Rengifonfo es triste, pero al terminar el libro concluimos que su existencia fue afortunada porque tuvo una pasión artística. Su único error fue haber intentado conocer su arte a fondo. Ese conocimiento mató el entusiasmo ingenuo de toda una vida.
Jorge Edwards no fue un artista ingenuo; todo lo contrario. Sin embargo, quienes lo conocimos sabemos que en él persistió el entusiasmo. De viejo todavía se ilusionaba con muchas cosas: comidas, viajes, ideas, mujeres. Pero sobre todo se entusiasmaba con las historias que estaba escribiendo. Le brillaban los ojos cuando las relataba a sus amigos y gozaba haciéndolo. En esos momentos parecía un niño con un juguete nuevo.
Edwards esquivó la desgracia de Rengifonfo: su conocimiento profundo del oficio no le aguó la fiesta de la creación. Esto no es poco, es mucho. Que, en su ancianidad, una inteligencia empapada de escepticismo pueda convivir con el entusiasmo creativo es una rara bendición. Sospecho que esa bendición fue un premio a su rebeldía. La misma que lo llevó a morirse lejos de su tierra, en este Madrid cada día más vivo. ~
Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.