A pesar de su posible patetismo, siempre me ha gustado la descripción que hace Hans Blumenberg del animal humano como un “ser necesitado de consuelo”; y me gusta por su liberadora contingencia. Para el filósofo de Lübeck, lejos de establecer relaciones inmediatas con una realidad indolente –una suerte de status naturalis donde imperanlas fuerzas y magnitudes incalculables, inaccesibles e impredecibles de lo desconocido, que lo amenazan de forma incesante pero desinteresada–, la vinculación del ser humano con ella es “indirecta, complicada, aplazada, selectiva y, ante todo, ‘metafórica’”, anota. Con una prudencial distancia de espectador, asegura Blumenberg, nos vamos acercando a la hostilidad de la realidad y su indiferencia creando herramientas de dotación de sentido portadoras de un beneficio existencial consolatorio. Entre estas estrategias se encuentran el mito, la narración, la ciencia, la técnica, las instituciones y, por supuesto, la metáfora. De acuerdo con la experiencia empírica, estas estrategias se van corrigiendo progresivamente para aumentar nuestras posibilidades de sobrevivir. Así, a través de innumerables artimañas buscamos llegar a “la suposición de que hay algo familiar en lo inhóspito, de que hay explicaciones en lo inexplicable, nombres en lo innombrable”.
Ahora que leo el más reciente libro de ensayos en español de Vivian Gornick, El fin de la novela de amor, pienso que tal vez el amor romántico, simbolizado en la institución del matrimonio, es para la escritora estadounidense una suerte de estrategia de compensación caduca, sencillamente porque ya no ofrece los beneficios consolatorios que tal vez ofertaba antes. Con la caída de esta herramienta de dotación de sentido, también se agotaron los relatos que la impulsaban, primordialmente la novela de amor. Para dar cuenta de esta tesis, Gornick –tan aguda lectora como escritora– traza un recorrido por importantes obras de la literatura en lengua inglesa del siglo XX, en donde busca evidenciar cómo ni el amor romántico ni el matrimonio representan ya para nuestra época la realización personal y la conquista de la felicidad que antes parecían asegurar.
En los once ensayos que conforman el libro, Gornick recorre la obra y algunos episodios de la vida de autoras y autores como Virginia Woolf, Raymond Carver, Grace Paley, Richard Ford, Willa Cather, Hannah Arendt, Jean Rhys, Christina Stead, Kate Chopin y Jane Smiley, entre varios otros. La escritora desarrolla un minucioso escrutinio en sus formas de representar y narrar la idealización, el rechazo, la desilusión o el declive marital; para concluir que la novela de amor es ya un género inútil para el autoconocimiento del lector y su mundo.
No obstante, como lo ha hecho ya en otras obras suyas (por ejemplo, Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente), la escritora estadounidense no se limita a mostrar sus talentos críticos con una prosa eficiente, fluida, divertida en ocasiones, y llena de remates contundentes y estremecedores, sino que introduce reflexiones sobre sus propias experiencias de vida –como niña, como mujer, como amante o como lectora–, para demostrar las potencialidades de la literatura como herramienta para el autodescubrimiento; al final, como es bien sabido: la ficción es un tipo de verdad.
Gornick creció en un barrio de clase obrera e inmigrante del Bronx, un lugar marcado por una importante indiferencia emocional y una atmósfera de conflicto; y sin embargo, cuenta la autora, la palabra clave en ese mundo era “Amor”; ese amor romántico tan impulsado por Occidente que supuestamente revolucionaría su vida pequeña y timorata, así como la de cualquiera a su alrededor; un amor con poderes transformadores capaz de, finalmente, poner en el centro de la experiencia a quien lo vive. “Yo creo que nunca puse un pie en una casa donde sintiera que los padres se querían o se habían querido en algún momento. Fui consciente desde bien pronto de que los matrimonios de mi alrededor se habían casado por un conjunto de necesidades más fuertes que la ausencia de pasión. Aún así, todo el mundo creía en el amor”, escribe Gornick. Y continúa: “Por supuesto que también en el Bronx sabíamos que el amor era el logro supremo. Lo sabíamos porque nosotras también llevábamos toda la vida leyendo Anna Karénina, Madame Bovary o La edad de la inocencia, así como las diez mil versiones más populares de esos libros y las novelas de quiosco.”
La literatura, como tantas otras estrategias compensatorias, hace insinuaciones a nuestra educación sentimental, pero también da muestras de su transformación y de la orfandad que puede generar la disolución de algunas de estas herramientas de consuelo, así como la pérdida del discernimiento que estas parecían traer consigo:
Cuando Emma Bovary se aflojaba el corsé ante un hombre que no era su marido, o Anna Karénina huía del suyo […], estaba realmente arriesgándolo todo por amor. La respetabilidad burguesa tenía el poder de convertir a todos esos personajes en parias sociales. Se requería fortaleza para soportar el ostracismo. De asumir semejante riesgo, podía surgir la fuerza de sufrimiento que trae consigo lucidez y discernimiento. En nuestros días no hay penas que pagar, ni un mundo de respetabilidad del que puedan excomulgarte.
Sabemos ya demasiado del amor, dice Gornick, y tanto más del matrimonio; después de la psicoterapia, el divorcio, los feminismos y tantas otras cosas, cuando ya ninguno de ambos consiguió “llevarnos a la tierra prometida que contenían, llegaba la tristeza, la furia, la confusión”. Ese momento desconsolador, del que emergió literatura sobre la desolación conyugal de escritores como John Cheever, tendría que desembocar después, reflexiona la autora, en una literatura en donde el amor romántico ya no podría ser el principio organizador: “la idea del amor como medio de iluminación –tanto en literatura como en la vida– llega ahora como una especie de anticlímax. Si en una historia (así como en la realidad) ni los personajes ni el narrador comprenden, de partida, que el amor no es sobre lo que gira todo, entonces la historia sabrá al concluir solo lo que sabía al principio”.
Hace cien años, afirma Vivian Gornick, gracias a la metáfora del amor romántico, la literatura prometía la comprensión de nosotros mismos y tal vez algo del adiestramiento del mundo; ofrecía ser una luz que iluminara parte de las respuestas a las irrenunciables pero incontestables preguntas sobre quiénes somos y cómo llegamos a ser quienes somos. Pero “hoy, el amor como metáfora, a mi entender, es un acto de nostalgia, no de revelación”. A ojos de la escritora, la literatura tendrá que encontrar nuevas metáforas que nos arrebaten esa nostalgia de la luz para brindarnos una nueva forma de acercarnos a nuestra oscuridad. ~
(Ciudad de México, 1994) es escritora. Ha publicado, entre otros medios, en Revista de la Universidad de México, Tierra Adentro y Gatopardo.