Las tres primeras novelas de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) circularon en pequeñas editoriales españolas y latinoamericanas entre, más o menos, 2012 y 2016, mientras la autora, que se hacía un nombre en ferias del libro y festivales culturales con adaptaciones teatrales de sus textos y una descomunal capacidad retórica, iba y volvía desde su casa en Francia a Latinoamérica, bien custodiada, además, por el relativo consenso que la ubicaba como la nueva sorpresa literaria del continente. Su primera obra, Matate, amor, fue adaptada al teatro en diferentes lenguas (en esa primera Harwicz todavía es posible una pequeña disección de los eventos que se suceden), y el año pasado fue cedida para que Scorsese produzca una versión en largometraje.
En 2014 apareció La débil mental, acaso su ejercicio más radical: páginas en que se adivina la relación insolente e incestuosa entre una hija viciada y su madre que no lo está menos. La lengua de la que echa mano la autora provoca una suspensión del aparato argumentativo y parece acaparar toda ilación lectora. Así también ocurrió con Precoz, publicada primero en Argentina y luego en España, que puede leerse como una suerte de exploración del vínculo entre un hijo las más de las veces normal y su madre alucinada. En 2019 Anagrama editó Degenerado, que narra, si en Harwicz es posible que ocurra ese verbo, las vicisitudes que debe encarar un hombre supuestamente pedófilo. Finalmente, hace algunos meses, y bajo el título de Trilogía de la pasión, la misma editorial imprimió sus tres primeras novelas, que circulaban dentro y fuera de su país de nacimiento con la cautela de quien tiene un secreto y desea compartirlo solamente con elegidos.
Hay una pequeña similitud entre los textos de Harwicz y su suerte editorial. Parece que han transitado caminos pequeños, rutas y poéticas menores, pero han terminado su marcha de una forma más bien venturosa: con la legitimación que tiene lo alternativo y lo dificultoso, aunque con un cauce más amplio, ese que le brinda la gestión de su obra desde España y que se proyecta a toda América Latina. Difícil creer que la autora se fabricó la buena suerte de sus libros. Más bien es el asombro general por un proyecto a contrapelo de sus coetáneos, o la manifestación de que es posible una divergencia radical en el campo literario en español. Sin ser tiempos de vanguardia, al menos se puede aspirar a ser una pequeña revolución.
Aquí tres hipótesis sobre la literatura de Harwicz: a) su prosa, heredera díscola de las escrituras de Alejandra Pizarnik y de Osvaldo Lamborghini, reacciona ante el pacto de lectura diáfana de los autores de su generación con textos en que mucho menos importa el argumento que la experimentación del lenguaje; de ahí que su enorme léxico relate principalmente la historia misma del lenguaje en lugar de una historia en particular. Es más, si de resumir sus obras se tratara, no se requiere de más de cuatro líneas para producir una síntesis honrosa y cabal de lo que ha escrito; b) sus mínimos argumentos, que se recapitulan en relaciones tormentosas y equívocas entre madres e hijos, parejas recién juntadas, o en un viejo hombre acusado de pedofilia, se amplían en esa búsqueda de lenguaje rítmico y por momentos preciosista de modo tal que, si bien son pretextos para desplegar la escritura, son también respuestas a las novelas biempensantes, las novelas de las mujeres emancipadas, de los hombres deconstruidos y de una cierta sordidez. Aquí no hay matices: Harwicz apuesta por ella con brío salvaje y lo que queda, después de angustiosas horas de lectura, son pistas de lo que pudo haber ocurrido con una literatura independiente durante los años en que se privilegió la entereza y la ejemplaridad de la narración perfecta, plana, frugal; c) las técnicas de escritura de Harwicz se repiten y repiten en imágenes borrosas (“Todos están cargados de vino. Las bocas cloacas”, Trilogía) desafiando, nuevamente, el realismo de sus pares, el jueguito hoy inocente de las literaturas fantásticas contemporáneas, el tropicalismo de las aventuras sexuales de personajes cuyo mayor refilón político constituye la colección de veces que viven o relatan un coito.
El crítico no está seguro de que el sexo sea el brío necesario con que continúan las novelas de la novelista argentina. Lo que sucede es que el sexo, esa emancipación forzosa de los cuerpos y del decir, también está constreñido a la calibración de una lengua tempestuosa. Harwicz escribe así y es muy posible que continúe haciéndolo. Por eso sus relatos son continuidades deformes de lo que puede pasar en un mismo lugar, donde parece haber estado y que, en todo caso, la condujeron a la escritura: las afueras campesinas de un país desarrollado, muy posiblemente Francia. Por eso, también, se abre la pregunta de si la escritura ha de ser un florilegio de investigaciones estancas o de si ha de ser como un remolino que se ahoga en sus propias aguas. El escritor escrutador o el escritor que repasa la misma fórmula hasta extraer de ella la ecuación perfecta, ya simplificada: la literatura que cuenta el mundo y la que se resigna a contar sobre sí misma, sobre su imposible margen de acción. El destilado de la lengua no es la tradición, las obras perfectas que se comunican con las siguientes, como parecen pensar los inadvertidos. No: la savia misma de la literatura es condensarse hasta que el sentido sea relegado por su poética, es decir, por lo que no se consigue decir.
La casa está llena de ronquidos y solo somos dos. Soy un espectro, camino con la panza apretujada, con el demonio en la panza, cae a mis pies, me muevo entre habitaciones. No hay nada, tampoco diría dolor, no es ni eso, son más bien azulejos fríos, si no sirve meter la cabeza en el tigre, para qué días. Busco por la casa algo y no sé qué. Deambulo, veo a mamá sin contornos lavarse, rayarse. Me meto en la cama, no la despierto, me subo a ella y la abrazo, estoy perdiendo consistencia y solo soy una especie de idea (Trilogía).
La autora pertenece al segundo grupo y obtiene con su literatura resultados raros y excepcionales. Quizá sea más preciso anotar que lo que queda de sus textos tan pulidos y sofocantes es la negativa a dialogar con ese lugar común que dicta que lo sustancial que hace la novela es relatar. Harwicz se obceca en poner la narración en crisis: la ahoga hasta el punto en que de ella solamente quedan pistas. El crítico se imagina que de estas pistas surge erotismo sin territorio, acaso una franja de deseo que pulula libremente por esa lengua suspendida en el limbo. El sentido, su elaboración, piensa el crítico, es la tarea del lector atento. ~
es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.