Una breve historia de la sombra, de Charles Wright

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Si Wright fuera pintor, los colores en su paleta serían escasos. Negro, verde, el ocre. Ocasionales pinceladas de azul, rojo, amarillo. Si afirmar que ciertos libros deben leerse de la misma forma como fueron escritos es un postulado valedero, aquí cabría la contemplación silenciosa. Atender las detalladas gradaciones de este mínimo repertorio cromático, infinitas variaciones que un ojo como el suyo, educado en el arte de la lentitud ascética, reconoce. La obra del poeta sería una sola serie: narración de las transformaciones, del paisaje, cada poema una nueva mirada que reordena los mismos elementos.

Charles Wright (Tennessee, 1935), uno de los poetas norteamericanos vivos más importantes, es autor de una intensa obra lírica de casi una veintena de títulos. Lector apasionado de Dante, traductor de sus pares italianos, cumplió su servicio militar en Italia, y años después regresaría a sostener un extraño encuentro con Ezra Pound –llovía sobre los pórticos de la Plaza de San Marcos, en Venecia; ninguno dijo nada–, en cuyos Cantos encontró un modelo para la estructuración poemática de sus propias divagaciones.

Su obra central es una trilogía compuesta por los libros Country music, The world of the ten thousand things y Negative blue, cada uno conformado a su vez por tres colecciones de poemas. En español conocemos apenas dos de los poemarios del conjunto final, cimas innegables de su producción: Zodiaco negro, publicado por Pre-Textos en 2002 (traducción de Jeannette L. Clariond), y Apalaquia, publicada por El tucán de Virginia en 2003 (traducción de Valerie Mejer y E. M. Test).

El joven Wright quería escribir narrativa, pero las tempranas anotaciones de su cuaderno negro del ejército fechadas en 1959 tenían ya otro sino. Poeta de la reiteración dislocada, inventó el término sotonarrativa para definir una forma, su forma de leer el mundo. La idea se le presentó cuando viajaba por China en tren. Las vías atravesaban túneles que suspendían su observación del paisaje oriental; sin embargo, este seguía latente en la consciencia del pasajero, oculto pero continuo. El autor ha afirmado que trabaja con esta idea sus poemas largos, pero dicho método de estructuración es perceptible en sus libros completos, describibles grosso modo como largos paneos sobre las montañas y el campo abierto visible desde su traspatio en Charlottesville, interrumpidos por lecturas, digresiones, autobiografía, visiones de su querida Italia.

En Una breve historia de la sombra, de 2002, el paisaje es una pista de despegue para reflexiones que vagan sin llegar a una conclusión unívoca; los versos se alargan como la línea del horizonte, se ramifican, derivan en preguntas. De sutiles ecos bíblicos, templadas como una oración ceremoniosa y reverente, las epifanías resultan de la precipitación del mundo interior a través del paisaje, como en la lírica oriental antigua. El paisaje: una urna a exhumar, pero también una matriushka cuyo corazón es un pensamiento. Ambiguo en sus mensajes, el paisaje tiene y no una segunda lectura, hay algo más y no lo hay, está, desaparece; metáfora que suele negar su naturaleza de sustitución y se presenta como imagen muda. La parte de monje zen que hay en Wright renuncia a toda ambición de trascendencia, y la alcanza por vía negativa. Tocar el mundo no con la presencia sino con ideas, dejarlo intacto para que se revele.

Wright sale al patio a mirar y escribir sus poemas a mano. Ni ventanas ni computadoras. Este contacto con la mecánica más natural y rústica de las cosas es una potencia sensible en su escritura. Es raro que los poemas citen autores de forma directa, pero sus lecturas están presentes –también sus acercamientos a pintores, Morandi, Mondrian, Cézanne–, frecuentemente en paráfrasis y comentarios: “espero ser el instrumento de un bien mayor,/ o de algo que aún desconozco./ Dino Campana pudiera haberlo dicho”. El paisaje como lienzo; el poema como diario, crítica, cuaderno de apuntes.

Una idea antigua vertebra el poemario: las sombras son ángeles “a los pies de todas las cosas”, la forma visible del alma nos sostiene ante la violencia de la luz. El bello “Elogio de Thomas Hardy” ahonda en ese territorio: “Cada segundo la tierra es impactada/ por dos mil gramos de luz solar./ Cada segundo./ Intenta imaginarlo./ No me extraña que el alma anhele una sombra profunda,/ y no, como solemos pensar, la luz.”

La diferencia entre sombra y oscuridad es que mientras la primera es humana y se descifra, la segunda, en tanto fuerza natural, se habita. El hombre, atrapado entre lo visible y lo invisible, presiente su conexión última con el mundo en esa “parte nuestra que es real”. Sobre nuestras cabezas penden las luces del cielo, que nos miran y en su inmortalidad confunden cuerpos y sombras. Ambas materias que tan fácilmente se borran. En Wright la fragilidad del hombre, en contacto con la divinidad, entraña una “insignificancia soportable”.

Cierra el libro el texto “Narrativa de la imagen”, un intercambio epistolar entre Wright y Charles Simic, una polémica acerca de las diferencias entre metáfora e imagen, lección de charla y generosidad, de elegancia y buena fe. Un detalle: Simic contesta cada saque de su amigo con cierta suspicacia, incluso, pareciera, con ligereza. Wright, más serio, entiende el juego del “Commendatore”, y le reprocha: “Está bien, está bien, veo por dónde va, usted será Larkin, y yo tendré que ser el gruñón Yeats, usted Pound, y yo el solemne, viejo Rilke […] Así sea.” La complejidad y riqueza del texto bien merecen un comentario aparte, que no atreveré por motivos de espacio.

“El segundo chino dijo: si quieres encontrar poesía/ enciende una linterna.” Pero no para provocar un deslumbramiento; la luz trabaja para dar forma a la oscuridad que habitamos. Un pequeño brote sirve para narrar la historia natural de la negra materia que nos forma. ~

 

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