El reporte noticioso del asesinato de Boris Nemtsov.

Rusia: violencia, rumores y certezas

El sistema que encabeza Putin no admite reformas: es una dictadura con ecos estalinistas centrada en un solo hombre, y una cleptocracia que se ha apoderado de los recursos del país.
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En la que fue la última entrevista que dio a la prensa internacional antes de ser asesinado en el corazón de Moscú, literalmente bajo la sombra de los muros del Kremlin, Boris Nemtsov pintó en unas cuantas palabras precisas el estado comatoso de la oposición en Rusia. En 2011, explicó al Financial Times (que publicó la entrevista días después de la muerte de Nemtsov, el 2 de marzo), refiriéndose a las multitudinarias manifestaciones de quienes se oponían a que Vladimir Putin asumiera de nuevo la Presidencia en 2012, “había una oposición. Ahora la oposición no existe, solo hay disidentes”.

Nemtsov era, junto con Alexei Navalny, el disidente más visible dentro de Rusia. Murió haciendo llamados a los hoy apáticos y asustados oponentes de Putin para que acudieran a la manifestación que encabezaría —dado que Navalny estaba en prisión por distribuir panfletos críticos al gobierno— en contra de la guerra en Ucrania, el 1 de marzo. La manifestación se convirtió en un homenaje multitudinario a Nemtsov, un hombre carismático, comprometido y valeroso. Los asesinos habían logrado su cometido. Nadie habló del tema que Nemtsov planeaba exponer ese domingo: la guerra injusta que Putin ha emprendido contra Ucrania con la participación, que Putin niega, de soldados y paramilitares rusos.

El gobierno intentó zafarse en un principio de cualquier responsabilidad en la muerte de Boris Nemtsov, con una declaración no solo ofensiva, sino falsa y hasta políticamente suicida. Vladimir Putin no tenía que ver con el asesinato, porque Nemtsov no representaba ninguna amenaza ni para el Estado, ni para el presidente, dijo el portavoz del Kremlin.

El sustrato, políticamente suicida y ominoso, es que el gobierno ruso sí se tomaría el trabajo de asesinar a sus críticos si, de acuerdo con sus criterios de relevancia política, tuvieran un perfil más alto y visible.

La mentira, que se ha convertido en el corazón de la omnipresente propaganda gubernamental, es que Nemtsov no era una amenaza para el presidente. Si la crítica no fuera un peligro para Putin, jamás se habría tomado el trabajo de expropiar a las televisoras, la radio, y la prensa. Ni hubiera convertido en ley sanciones draconianas para sus críticos. Tampoco habría montado un aparato aplastante de propaganda en todos los medios encaminado a convertir a una mayoría de la opinión pública en zombis malinformados, y a sus opositores en una “quinta columna” de “traidores”.

Esos eran los cargos que la propaganda goebbelsiana de Putin, cuyo signo es el odio, endilgó a Boris Nemtsov: sus certeras críticas habían golpeado por años al régimen en su talón de Aquiles, la corrupción, y desde 2013, en su afán por mantener el dominio ruso sobre Ucrania. En esa atmósfera, Putin no necesitaba ordenar directamente el asesinato de Nemtsov.

El gobierno ha financiado a muchos grupos de protofascistas y ultranacionalistas fanáticos. Su última creación es el grupo ”anti-Maidan”, que busca evitar que Rusia viva una revuelta como la que escenificaron los ucranianos. Cosacos, paramilitares chechenos, veteranos de la guerra en Afganistán y delincuentes que se autodenominan “los lobos nocturnos”, aplican la violencia extrajudicial a los opositores del gobierno. Su primera y heroica acción fue atacar a seguidores de Navalny que se habían reunido en un café moscovita. Son los mismos que desfilaron días antes del asesinato de Nemtsov por las calles de Moscú, acusándolo de encabezar una revuelta como la ucraniana y advirtiendo que Putin y Ramzan Kadyrov —el sátrapa aliado del presidente que gobierna Chechenia— evitarían un Maidan ruso.

En días pasados, con una eficiencia policíaca inédita tratándose de asesinatos de sus oponentes, el Kremlin anunció la detención de los probables asesinos de Boris Nemtsov. Zaur Dadayev y cuatro chechenos más. El mismo guion que el gobierno había seguido para cerrar el caso del asesinato de la periodista Anna Politkovskaya en 2006. Varios chechenos declarados culpables y ni una palabra de quién ordenó el crimen.

Las cosas empezaron a complicarse cuando Kadyrov aventuró la descabellada idea de que Nemtsov había sido asesinado por apoyar a los caricaturistas de Charlie Hebdo —la cual nadie tomó en serio— y defendió a uno de los acusados calificándolo como “un verdadero patriota” —lo que abrió la caja de Pandora—. Zaur Dadayev había sido, en efecto, miembro del Batallón del Norte, un grupo de fuerzas leales al sátrapa checheno. ¿Había ordenado Kadyrov el asesinato para complacer a Putin?, o bien ¿el presidente le había tendido una celada a su crecido aliado checheno y matado dos pájaros de un tiro al deshacerse también de uno de sus críticos más visibles? La respuesta a estas preguntas se ha perdido en la avalancha de rumores que han convertido a Moscú en una olla de grillos en esta semana. Primero corrió el rumor de que Igor Sechin, el zar de los hidrocarburos y un asesor tan cercano e indispensable al presidente que más de uno lo ha calificado como el “cerebro de Putin”, seria despedido. Y en los últimos días, el hashtag #Putinhamuerto se ha vuelto viral. Sechin sigue en su puesto y el presidente ruso está con toda probabilidad vivo.

La única certeza es que la muerte de Boris Nemtsov ha resultado ser el tiro de gracia para la oposición. Una oposición que vivía ya una tragedia política porque había emprendido una lucha inútil, al menos a corto plazo. El sistema que encabeza Putin no admite reformas: es, a la vez, una dictadura con ecos estalinistas centrada en un solo hombre, y una cleptocracia que se ha apoderado de los recursos del país (110 billonarios controlan, nada menos, que el 35% de la riqueza total de Rusia). Pasarán muchos años antes de que el país pueda liberarse de esta oligarquía predadora y violenta. 

 

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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