El huracán de Mallorca

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Rafael Nadal, el mejor tenista del mundo, es un bicho raro. Fuera del rectángulo blanco que demarca la cancha, es sólo un niño. En una entrevista reciente, Nadal confesó que no le guarda rencor a ningún contrincante. Todos son sus amigos, en especial el maltrecho Roger Federer. Quizá buscándole algún ángulo macabro al zurdo de 22 años, el periodista le preguntó sobre la infancia. Resulta ser que Nadal no sólo no era un malcriado como McEnroe o un rebelde como Agassi: a Nadal le daba miedo la oscuridad… y le sigue dando. Cuando está solo en casa de sus padres –que también es la suya– prefiere irse a dormir temprano antes que soportar el peso de la noche: “Cuando uno de pequeño ha tenido problemas para dormirse, de mayor siempre le queda un poco.”

Pero luego llega el día y, con él, la hora del partido. Para entonces, Nadal ya no es un chico normal. Y ya no le tiene miedo a nada. Verlo jugar es ser testigo del rebote y rebote de esos juguetes inflables a los que uno cacheteaba sólo para verlos reaparecer, desafiantes, después de golpear al piso. A Nadal no se le puede noquear. Como el arcillista de antología que es, sabe alargar el punto hasta convencer al rival de la cercanía de su propio error. Nadal vence con la rotación mediterránea de su pelota. Pero no sólo con eso: debe ser abrumador el agotamiento que genera su tenacidad. Mientras se arregla los pantalones y raspa el piso antes de cada servicio, parece más un gato que un toro. Y luego están los gritos: esos españolísimos “¡vamos!” que reivindican algo poco conocido en el castellano: su capacidad para intimidar.

Cuando el partido termina y el adversario camina hacia la red resignado, Nadal se tira al piso y festeja, regresando del trance de los cinco sets, retomando la ternura infantil. Y entonces el felino se le va de la mirada y Nadal es todo suavidad. El brazo izquierdo deja de pulsar y el bíceps descansa. Cuando llega la entrega del trofeo, es casi incomprensible cómo ese querubín de manga corta, que carga el botín como un juguete nuevo (ese lugar común, en el caso de Nadal, es un símil preciso), pueda haber sido, hasta diez minutos antes, un energúmeno incansable, un hombre que blande la raqueta como una extensión natural del cuerpo. Quizá fue ese misterio el que, tras la inevitable conclusión de la final del Abierto de Australia, hizo llorar a Roger Federer, el autómata que, con toda su perfección, parece ahora sólo el telonero de ese concierto tenístico que es el huracán de Mallorca. Lo dicho: Nadal es un bicho raro. ~

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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