Cuando supe que Coral Bracho acababa de ganar el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2023, pasaron por mi mente las imágenes de mi vínculo con ella. En realidad, la he visto un total de tres veces en la vida y, debido a una timidez compartida, hemos hablado poco. Mi trato con ella, me temo, es en buena medida unilateral: aquel que una lectora tiene con una autora que admira, con quien conversa, por medio de la palabra escrita, con frecuencia. Me recordé de veintitantos leyéndola en mi deshilachado sofá mientras caía la tarde. También años antes, en un grupo de lectura que compartía con tres amigas en el jardín botánico de la UNAM. Sobre todo, recuerdo leerla por primera vez en mi adolescencia, antes de dormir. Encontré Ese espacio, ese jardín fuera de sitio en el librero de mis padres. Ellos no son grandes lectores de poesía, pero por azares del destino tenían un ejemplar de ese libro. De adolescente aún vivía engañada, creyendo que la lectura antes de dormir me ayudaría a evitar el insomnio. Esa noche tampoco dormí. Recuerdo, de esa primera aproximación, una sola cosa: el personaje de la muerte, esa emanación tan mexicana, esa muerte niña que se oculta en cada espacio, detrás de cada objeto del libro, que juega a las escondidillas con nosotros.
En mi relectura de la obra de Bracho, me detengo de nuevo en esa muerte socarrona y tornadiza. Me parece ahora que esa protagonista tras bastidores, que me dejó sin sueño una lejana noche del 2005, desestabiliza y altera la poética de la autora, inserta en su prolijo y proliferante lenguaje una fisura. A lo largo de los nueve apartados que componen el libro, la muerte ostenta una ominosa inestabilidad semántica, puesto que suele darse cuenta de ella por medio de analogías y aparece siempre usando un rostro nuevo. La muerte es “el hilo de oro que enredamos entre los muebles”, es “la palabra del inicio”, aparece “a gatas” y “canta suavemente en el umbral del patio” o es “como un laurel” que “bebe los ecos de las casas”. En resumen, está por todas partes, acechando. El lenguaje, pareciera sugerirnos Bracho, todas las palabras que tenemos, nos sirven tan solo para nombrarla a ella.
En Ese espacio, ese jardín, la muerte pone en entredicho la presencia perpetua del cuerpo y del instante que poblaba los primeros libros de la autora. Las palabras ya no son lo que son, tan plenas que se desbordan, sino que esconden algo más, significan otra cosa, se señalan no a sí mismas sino a la muerte. El espacio que cartografía la autora en su quinto libro no es ese universo dúctil, productor interminable de sentido de Peces de piel fugaz o El ser que va a morir. Mientras que en este último la conciencia de la muerte sirve para colmar de plenitud el instante, darle peso al cuerpo, en Ese espacio, ese jardín la muerte ejerce una gravedad contraria: despoja al mundo de su significado.
En el libro que me ocupa, Bracho vuelve a aliarse a la proliferación exacerbada de la naturaleza que germina en sus primeros libros, pero la trasplanta a un ambiente controlado y definido por sus límites: el jardín. Trasluce una insistencia por las fronteras y, sobre todo, los umbrales, pero ya no se trata de esos márgenes porosos y maleables de Peces de piel fugaz, que nos remiten a membranas, sino de límites trazados por nosotros. Desde esos confines, nos observa la muerte: “Canta suavemente […] / en el umbral del patio, / bajo el silencio de los limoneros” o “Mira desde las puertas”.
En ese punto de la compleja escenografía que Bracho construye a lo largo de sus libros, entra un nuevo elemento. La puerta, como manifestación humana del umbral, se convierte en un motivo recurrente, una obsesión a la que la autora vuelve una y otra vez en el resto de su obra. Este poema, por ejemplo, pertenece a Cuarto de hotel:
¿De dónde a dónde?
¿De dónde a dónde abre esta puerta?
¿Qué va dejando
poco
a poco
fuera?
Bracho vuelve a preguntarse por esa frontera ambigua, franqueable, en Si ríe el emperador y Debe ser un malentendido. Este objeto franco y cotidiano adquiere un tamiz casi onírico y un peso sin duda simbólico. “Hay puertas que se abren, / y una cuna”, nos dice, herméticamente, en Debe ser un malentendido o “unos abren la puerta / y los otros / se van”. Muchos de sus poemas de esta época desembocan en la imagen de este límite doméstico: “En un matiz está la puerta, / el espacio que se abre, pesando con suavidad.”
A pesar de ser un artificio humano, la puerta, al igual que las membranas maleables de la naturaleza, también es un borde hecho para atravesarse. Y pareciera ser esa característica, esa ambivalencia de barrera y umbral, la que obsesiona a Bracho. Al leerla de nuevo, creo entender por qué. Bracho, me parece ahora, escribe desde este umbral, desde esta puerta entreabierta que funciona como vaso comunicante entre dos formas de percibir el mundo y de entender la relación entre realidad y lenguaje.
De un lado de esa puerta, está la poética de sus primeros libros. Versículos sinuosos y envolventes, palabras saturadas y rotundas, todo cuerpo e instante, vitalidad y estupor. Es un universo para el más próximo de nuestros sentidos, para el tacto. Y la mirada no puede seguirle la pista: las imágenes, atomizadas, no son legibles de manera lineal. La vista, con una voluntad a la vez microscópica y lasciva, busca acercarse tanto al mundo que solo distingue destellos fragmentarios, discontinuos. Así, Bracho gesta un universo de texturas y viscosidad léxica. Se trata de una poética distintiva aliada al neobarroco y compuesta bajo el influjo, como la autora misma reconoce, del ensayo/manifiesto de Deleuze y Guattari, Rizoma. En la estructura conceptual que describen los autores franceses “no hay puntos o posiciones. En un rizoma solo hay líneas”. Los textos rizomáticos “evolucionan por tallos y flujos subterráneos” en los cuales cualquier instante puede estar conectado con cualquier otro. Un texto de esta naturaleza no puede codificarse o resumirse en una estructura clara. A esa consigna responden los poemas largos de Peces de piel fugaz o El ser que va a morir y también, aunque de una forma menos exuberante, de Tierra de entraña ardiente. Bracho, en estos libros, sintoniza menos con la lógica humana, lineal y áspera, y más con los ritmos y rumores del mundo natural, su estado de constante transformación.
Del otro lado de la puerta y de la poética de Coral Bracho encontramos el cuarto de hotel, la estancia del emperador, el asilo. Se aleja del lenguaje vegetal, proliferante de sus primeros libros y desemboca en los espacios humanos, decodificables, repetibles que solemos habitar. Pero Bracho entra en estos lugares y sabe, cosa rara, mirarlos no con los ojos trillados de la costumbre sino con renovación de la extrañeza. En Cuarto de hotel, el libro que escribió después de Ese espacio, ese jardín, noto una alianza improbable entre la poeta mexicana y los inframundos burocráticos que describe Franz Kafka en sus cuentos y novelas. Bracho observa nuestra endeble arquitectura y descubre que nuestros intentos por categorizar y ordenar la realidad desembocan en todo lo contrario: sitios sin pies ni cabeza, lugares sin sentido, inquietantes cárceles de palabras: “Vivimos entre las ruinas del hotel. / Largas estancias sin puertas / son escenario de este ralo y callado / laberinto de camas, de sillas, de roperos.”
No es trivial que, al preocuparse por las fronteras entre estos dos espacios tan distintos, no hable de murallas sino de puertas. La puerta no es una barrera absoluta, sino permeable, que le permite transitar entre dos mundos diferentes. Los dos universos de Bracho no están escindidos, sino que dialogan continuamente entre sí. Cada lado de la puerta contamina, inocula, trastoca el espacio contrario. La puerta siempre está entreabierta o es, quizá, una puerta giratoria, de manera que la autora, si viaja suficientemente rápido sobre su lenguaje, desdibuja los límites entre el adentro y el afuera, puede habitar los dos sitios casi de forma simultánea. El jardín de Ese espacio, ese jardín le da cuerpo a ese ámbito liminal, es la encarnación de esa frontera e inserta un punto de inflexión en esta poética.
Ahora que Coral Bracho ha recibido el Premio FIL de Literatura 2023, me gustaría recordar un pasaje de su discurso al recibir el Premio Villaurrutia en 2003. Para ella, el habla cotidiana le resta poder al lenguaje; la poesía, en cambio, busca “recuperar lo que en él ha desgastado y opacado su uso habitual. Recuperar el brillo, el peso, el color original de las palabras, reencontrar su densidad –de materia moldeable, de fuerza conducible, de movimiento”. No lo sabía entonces, pero la muerte, esa actriz versátil que interpreta todos los papeles en Ese espacio, ese jardín, no solo reorganiza el paisaje semántico de la obra de Bracho, sino que le enseña un nuevo color para las palabras. ~
es poeta y traductora. Es autora de Principia (FETA, 2018).