Bob Dylan made in Japan

Cuatro cd acompañados de libro y facsímiles de pósters y tickets y flyers y programa de allí y entonces y, Japón, 1978, están compilados en Bob Dylan/The complete Budokan 1978.
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Lo cuenta el dylanólogo Clinton Heylin en The double life of Bob Dylan/Far away from myself (Vol. 2, 1966-2021). Cita de un puñado de hojas de puño y letra de 1974. Páginas sueltas pero bien atadas y depositadas junto a todo su archivo –unos 6.000 manuscritos y objetos– en el flamante Bob Dylan Center de Tulsa, Oklahoma, dedicado al cantautor (indispensable su voluminoso volumen cuasi catálogo Bob Dylan: Mixing up the medicine que acaba de publicar Libros Cúpula). Allí, la confesión y acaso la clave de su eterno misterio que, a la vez, lo vuelven más intrigante e irresoluto y abierto en su cerrazón que nunca. Dylan se refiere a sus periódicas “amnesias” creativas que hacen que se olvide de quién fue y lo obligarían a reinventarse: renunciar a la protesta, electrificarse, cristianizarse, desilusionarse, redescubrirse y, a finales de milenio, por fin recordarse a sí mismo como songwriter primordial y vintage de esos que admira desde sus inicios para llegar a ser, por ahora, el inolvidable Dylan actual y definitivo.

De ser esto verdad y no otra de sus máscaras (o una más que ingeniosa y elegante coartada), entonces –entre febrero y diciembre de 1978 y durante los 115 conciertos de su primera gira mundial desde 1966– un Dylan de 37 años estaba en uno de sus lapsus más voluntariosamente amnésicos de su vida y obra. Dylan venía del doble éxito de Blood on the tracks y Desire y de su carnavalesca Rolling Thunder Revue como divorciado en llamas, y se dirigía rumbo a una impensable comunión gospel/espiritual con Cristo en Slow train coming y Saved y Shot of love. Entre uno y otro, Dylan grabó el apresuradamente producido y entonces despreciado Street legal, título que puede traducirse como “soltero en toda regla”. Un puñado de canciones paganas y amorosas/desamoradas y apocalípticas (incluyendo al sorpresivo hit-single europeo “Baby, stop crying”) que alteraban por completo su sonido llevándo al terreno de la big band (“orquesta”, la presenta Dylan) envuelta en coros de sirenas. Dylan como Elvis en Las Vegas, se burlaron algunos (otros teorizaron que se trataba de una suerte de tributo al King). O incluso peor: Dylan como Neil Diamond. O a quemarropa: nada más y nada menos que un “Alimony tour” destinado a pagar su multimillonario divorcio. En cualquier caso, amplia sección de bronceados bronces y trajecitos recamados en brillos y lentejuelas, y lo más desconcertante de todo: el repertorio más greatest hits jamás ofrecido, pero con modales de científico loco. Flamantes e inesperados (des)arreglos de sus clásicos con aires de Nelson Riddle cruzado con Tijuana Brass y coristas a las que les exigió sonar como “faraonas egipcias”. ¿“Don’t think twice, it’s alright” reggae?, ¿“I want you” torch ballad? ¿“It’s alright ma (I’m only bleeding)” trueno casi hard-rock? ¿“You’re a big girl now” poseída por Ray Charles? ¿“Mr. Tambourine man” arropada en flautita casi Hamelín? ¿“The man in me” con mandolina y solo de saxo y sin esos la-la-las con los que soñaría Jeff “The dude” Lebowski? ¿“Love minus zero/No limit” en clave calypso de Barrio Sésamo? ¿“Oh, sister” vudú? ¿“Maggie’s Farm” con ventoso y enloquecedor funk-riff? ¿“The times they are-a-changin’” y “Forever young” casi como himnos (inter)nacionales? Sí. Y mucho más y lo confieso: yo, a mis agridulces dieciséis, escuché la versión de “Like a rolling stone” made in Japan antes que la original made in usa y sigo siendo una persona con todas mis f-a-c-u-l-t-a-d-e-s intactas, creo.

Todo eso se hubiera perdido si por entonces no se hubiese registrado un casi exigido por CBS/Sony Japan álbum doble en exclusiva para el mercado local (junto al recopilatorio Masterpieces) al que Dylan visitaba por primera vez para actuar once fechas. Álbum doble que –al arreciar importaciones y pirateos– decidió lanzarse a los seis meses en todo el mundo como Bob Dylan at Budokan.

Ahí, un destilado de dos noches en el Nippon Budokan Hall por primera vez incluyendo letras de canciones en sobres internos que no servían de mucho porque, sí, la gracia siempre estuvo en cambiarlas en vivo y en directo.

Ahora –en box de cuatro cd acompañados de libro y facsímiles de pósters y tickets y flyers y programa de allí y entonces y, sí, esas breves liner-notes entre cursis y emocionantes con saludito a geisha from the East Country y “mi corazón latiendo en jardín zen de rocas”– al completo en Bob Dylan/The complete Budokan 1978. 58 tracks (incluyendo dos blues ajenos) de los cuales 36 suenan por primera vez justo antes de un alto en el viaje en el que Dylan regresa a usa para grabar a toda velocidad Street legal. Y, sí, de nuevo, otra vez, todos juntos a reconsiderar lo que entonces pareció capricho y ahora se aprecia como a otro de sus tantos y muy logrados experimentos-metamorfosis. Así, lo que por entonces fue tan lapidado como el muy posteriormente también por fin entendido Self-portrait ahora se celebra como arriesgada voluntad de enfrentarse a sí mismo y ponerse a jugar con melodías y letras que muchos juzgaban intocables y como esculpidas en mármol o fundidas en acero. The complete Budokan pone al Dylan de entonces en su justo lugar y perspectiva como “no un mal álbum sino uno de sus discos más fascinantes”. Uno y otro exponen no a un Dylan transformado sino durante el proceso mismo de su mutación. Es decir: aquí suena la mejor parte de la película con los mejores afectos y efectos especiales.

Entrevistas y crónicas de por entonces retratan a un Dylan teniendo que soportar a Sid Vicious en un backstage llamándolo “Bob Dildo” a la vez que gruñón frente a los micrófonos y quejándose porque “muchos periodistas definen lo que hago ahora como ‘showbizzy’ o ‘disco’ o ‘vegas’ y no es nada de eso… Nunca dejará de impresionarme cómo se les ocurren esas cosas”. El también dylanista Greil Marcus, en cambio –después de condenar Street legal como “pastiche de The Eagles” y luego de admitir que le costó un poco acostumbrarse al, sí, changing of the guards– no pudo sino por fin reconocer que nunca había visto a Dylan disfrutar tanto de sí mismo y de lo suyo llegando a presentar sus canciones con largos y a menudo crípticos monólogos estilo ajuste de cuentas y de cuentos.

La fiesta (que, se dice, le depositó a Dylan unos 20.000.000 de dólares en su cuenta bancaria) dejó de girar para Navidad en Florida. Allí –un mes después de que alguien le arrojara al escenario del San Diego Sports Arena– Bob Dylan estrenó nueva canción: “Do right to me baby (do unto others)”, a la que subiría, reconvertido otra vez, al formidable y devocional Slow train coming del siguiente verano.

Y es que noches antes, Dylan (quien, no nos engañemos, se acordará y no olvidará nada de todo hasta el fin de sus días y de ahí que, como dijo hace poco, no deje la carretera para obligarse a recordar todos esos versos de todas esas canciones) había sentido algo. Había sentido a alguien, una presencia sobrenatural, que había movido su cama de hotel para despertarlo y abrirle los ojos y ordenarle que volviese a salir a cantar, pero esta vez no en su nombre sino en el de Él.

¿A que no saben quién era?

Sí saben. Era el Rey de Reyes.

Y –aunque sí muy all shook up– no: no era Elvis. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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