Charles Simic (1938-2023)

Fascinados por el humor y la riqueza imaginativa (visual, sensorial) de sus libros de madurez, solemos olvidar que Simic empezó como un poeta ascético, capaz de hacer hablar al silencio y dar a cada poema su contorno preciso.
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La primera vez que me topé con el nombre de Charles Simic (1938-2023) fue hace más de treinta años, en una entrevista con Paul Auster incluida en su libro de ensayos El arte del hambre, editado al calor de esa primera ola de austermanía que siguió a la aparición de la Trilogía de Nueva York. Es un cameo característico en el que reconocemos de inmediato el tono del poeta: “Hace doce años, cuando nació mi hijo, Charlie Simic, un viejo amigo mío me escribió una carta de enhorabuena donde decía: ‘Los hijos son maravillosos. Si yo no tuviera hijos, iría por ahí creyéndome Rimbaud.’” La frase de Simic, con esa mezcla tan suya de ternura y humor iconoclastas, apunta a la raíz de su proyecto literario, esa modestia implícita que es también una forma de la mesura, del equilibro, por irónico y travieso que sea: hemos crecido en la lectura y la admiración de Whitman y Rimbaud, de Neruda y Perse, pero nosotros somos distintos, no cabe replicarlos ni seguirlos acríticamente. El mundo ha cambiado y nosotros con él. Somos seres perdidos en la multitud (Poe) de sociedades complejas y el viejo papel de bardo o el más reciente de poeta maldito se agotaron, quedaron desfasados. Algo así viene a decir en un poema en prosa de El mundo no se acaba (1989) en el que traduce o actualiza otro anterior del serbio Aleksandar Ristović:

La era de los poetas menores se acerca. Adiós Whitman, Dickinson, Frost. Bienvenidos aquellos cuya fama jamás traspasará la frontera de vuestros familiares cercanos, y tal vez un par de buenos amigos congregados después de la cena ante una jarra de áspero vino tinto… mientras los niños se caen de sueño y se quejan del ruido que haces al revolver los cajones buscando tus viejos poemas, temeroso de que tu mujer los haya tirado a la basura después de la última limpieza general […]

Fascinados por el humor y la riqueza imaginativa (visual, sensorial) de sus libros de madurez, solemos olvidar que Simic empezó como un poeta ascético, capaz de hacer hablar al silencio y dar a cada poema su contorno preciso. Visto ahora, su aparición en 1971 con los poemas de Desmontando el silencio tiene mucho de acontecimiento. Aquellos poemas se movían en el extremo contrario a la locuacidad desatada de los poetas beat o la enésima vuelta de tuerca vanguardista de los Black Mountain y la escuela de Nueva York. Su laconismo, la dureza escéptica de la mirada, el brillo de quitina de unas palabras bien plantadas y recortadas sobre la página, todo era como un imán que arrastraba al lector hasta un lugar extraño, hecho de sueño y sospecha y recuerdos de un desastre lejano:

Cada mañana olvido cómo es.
Veo subir el humo
a grandes pasos sobre la ciudad.
No pertenezco a nadie.

Me acuerdo entonces de mis zapatos,
de cómo he de ponérmelos,
de cómo, al agacharme para atar los cordones,
me veré con la tierra.

Sabemos que ese desastre fue la Segunda Guerra Mundial y lo que el niño Simic vio y vivió entonces en las calles de Belgrado y en su posterior exilio en París y en el Chicago de mediados de la década de 1950. Que el poeta maduro trasmutara sus recuerdos de infancia y juventud en una sucesión de estampas absurdas y hasta cómicas no desmiente su carácter traumático. El tono siniestro y expresionista de esos primeros poemas (hasta la publicación de Austeridades en 1982) testimonia su deuda con la poesía de la Europa del Este, desde Vasko Popa a Zbigniew Herbert pasando por el checo Miroslav Holub, entre otros. Es un mundo en blanco y negro (un “lugar iluminado por un vaso de leche”, como reza el título de su segundo libro), de resonancias folclóricas y ruralistas, fuertemente supersticiosas, un mundo que parece vivir a trasmano de los grandes acontecimientos pero que una y otra vez padece sus consecuencias, las secuelas del desastre. Hay humor en estos poemas, pero es un humor sombrío, resignado: el humor del insomne que fue durante muchos años. Es verdad que Simic coquetea con la magia implícita de los objetos, explorando sus posibilidades ocultas en poemas como “Tenedor”, “Escobas”, “Tapiz” o “Piedra” (“Adentrarme en la piedra, / tal es mi vocación”), pero el horizonte de la visión es oscuro, fatalista. Se parece a ese mandil que cuelga de un gancho en “Carnicería”: “manchado de sangre / como un mapa de los amplios continentes de sangre, / de los amplios ríos y océanos de sangre”.

La poesía de Simic da un quiebro a mediados de la década de 1980 y rompe de manera elocuente con la tentación castradora del silencio y la oscuridad. Él mismo me confesó en nuestro primer encuentro personal (en Londres, en el otoño de 1998) que se había cansado “del prestigio del silencio, de los espacios en blanco […] No deja de ser una retórica gastada y a mí, personalmente, me llevó a un callejón sin salida. Sentía que me estaba vaciando como poeta, que no podía expresarme plenamente”. Expresarse plenamente, en su caso, era dar cabida al humor, a la ironía, al caudal exuberante no ya del mundo, sino de su percepción personal, hacer sitio para una fantasmagoría propia que seguía tomando elementos de sus maestros (no solo los poetas del este europeo, sino el cine mudo, ciertas vetas del surrealismo, la obra de Joseph Cornell, etc.) para crear una Norteamérica de su invención, en la que (en palabras de Seamus Heaney) “el método mítico se alía con Bart Simpson”. A partir de Blues interminable y sobre todo de El mundo no se acaba, Simic da con el surco de su escritura más genuina y ya no se aparta de ella. Alimento para seguir en la brecha no le faltó, porque, según confiesa en El monstruo ama su laberinto:

Mi alma está constituida por miles de imágenes que no puedo borrar. Lo recuerdo todo vívidamente, desde una mosca en una pared de Belgrado a una calle de San Francisco a primera hora de la mañana. Soy una vieja película de mucho grano que parpadea y muchas veces parece muda.

La referencia a la película muda es sintomática: muchos de los escenarios de sus poemas parecen sacados de las viejas cintas de Chaplin o Buster Keaton, a los que profesaba devoción, o también de ciertas películas de cine negro: negocios de mala muerte, edificios ruinosos, ventanas con los vidrios rotos o cegadas con tablones, un ambiente de Gran Depresión que se superpone a lugares y referentes contemporáneos para crear un efecto de relieve y atemporalidad. Esto sucede ahora, nos dice Simic, pero lleva en sí un poso de años, lleva ocurriendo siempre y nunca dejará de ocurrir. La pasión americana del poeta es la de alguien que llegó a ella de joven y es capaz de verla desde fuera, como un todo, convertida en una gran bola de cristal que incluye su mitología pop, su forma rutilante de presentarse al mundo. Sus poemas son el único lugar que conozco donde la avenida de Nueva York por la que camina el Travis Bickle de Taxi driver desemboca en las callejas destartaladas de El niño de Chaplin.

La capacidad plástica y evocadora de las imágenes de Simic está también detrás del éxito de sus memorias, Una mosca en la sopa, que vienen a darnos el marco de referencia o el contexto del que brota su poesía: una escritura ágil, cortante, que rehúye cualquier forma de ensimismamiento para testimoniar el retrato del poeta como joven outsider, amante del jazz, poeta caudaloso que quema etapas a ritmo vertiginoso para terminar –literalmente– quemando los frutos de su aprendizaje y así empezar de nuevo. Lo mismo cabe decir de sus cuadernos de notas (reunidos en El monstruo ama su laberinto), estructurados en forma de fragmentos y ráfagas de pensamiento que no aspiran a otra coherencia que la que procuran las insistencias de su autor: el humor como antídoto y disolvente frente a las imposiciones del poder; la aversión a cualquier forma de dogmatismo y teoría simplificadora; la creencia en que somos mente y espíritu, pero también cuerpo que come y duerme y defeca; el amor a la paradoja y el carácter maravillosamente contradictorio y extravagante de la realidad; la fe en el carácter libre y abierto de la escritura… Simic, el poeta, fue haciéndose más ligero y burlón y hasta despreocupado con los años, como si quisiera combatir así las sombras ideológicas y civiles que fueron creciendo sobre su país de adopción. Camus tenía razón, afirmaba: “la lucidez heroica ante el absurdo es más o menos todo con lo que contamos”. Incluso en la era de Trump, al que llamaba moron-in-chief con mucho sentimiento, “Charlie” supo no perder la perspectiva ni caer en formas de melancolía más o menos narcisistas. Tantos años de insomnio le habían enseñado, entre otras cosas, que no hay noches eternas: “El cielo es azul. El ruiseñor canta en un soneto renacentista, e inmediatamente alguien se va a la cama con un dolor de muelas.” ~

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(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).


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