Contagios de lector a lector

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El vicio de leer se adquiere por admiración. Admira ver a una persona absorta en el trance de leer: desconectada de la realidad. Y los padres, maestros y otras personas que hablan de sus lecturas con animación despiertan la curiosidad, la emulación, el deseo de viajar silenciosamente por ese mundo aventurado y distinto, el deseo de pertenecer. Así se llega a la imitación, al experimento de leer y a encontrarle el gusto, aunque al principio no guste (como sucede en las primeras experiencias de fumar). Es un gusto adquirido, que se va refinando por exploraciones propias y la conversación con otros lectores. Es una tradición de lector a lector.

Cuando esta tradición se debilita, ¿cómo reanimarla? No partiendo de cero, que es ilusorio, sino reforzando lo que existe. En particular, concentrándose en los vectores del virus (sobre todo los maestros, por su efecto multiplicador) y en los focos de infección (sobre todo la escuela), como hacen los epidemiólogos; aunque, naturalmente, con el propósito contrario: facilitar el contagio.

No llegarán muy lejos los programas destinados a que lean los alumnos de un maestro que no lee. Les falta lo fundamental: el ejemplo. Hay que hacer programas para que lean los maestros, empezando por apoyar a los que leen. El problema es localizarlos. No es fácil, porque en el mundo de la educación y la cultura, abundan las personas que nunca le encontraron el gusto a la lectura, pero saben disimularlo.

Hay, sin embargo, un método indirecto, que funcionó cuando Fernando Solana y Roger Díaz de Cossío crearon El Correo del Libro de la Secretaría de Educación Pública, en 1978. Era una revista para los maestros, de papel barato, pero excelente producción editorial y gráfica. Cada número (mensual, de unas 32 páginas, sin forros, pero a todo color) incluía una selección de libros para el lector común (no libros de texto, ni profesionales). De cada uno, ilustraba la portada a color y dedicaba un cuarto de página a platicarlo. Empezaba con un artículo breve de interés general, y todo lo demás eran reseñas (sin firma), con un cupón para hacer pedidos. Díaz de Cossío se inspiró en el Book of the Month Club. Hay un ejemplo análogo en español: la revista del Círculo de Lectores, que ha llegado a tener millón y medio de suscriptores en España, el 80% de los cuales no va a las librerías (The Economist 15 V 08, “Book clubs”).

La SEP nunca ha tenido las direcciones de los maestros. El Correo del Libro se mandaba en paquetes a las escuelas, donde se repartía. El maestro interesado en comprar algún libro llenaba el cupón y enviaba el pago. La selección era buena, los precios atractivos y el surtido de los pedidos (a vuelta de correo) cumplidor. Por eso, llegó a tener más de 100,000 compradores: la décima parte de los maestros, pero una cantidad impresionante. El sistema de distribución (bodega y envíos) fue eficaz y estuvo en el origen de EDUCAL, que acabó absorbiendo el programa y desapareciéndolo: se transformó en una cadena de librerías. El directorio de maestros que sí leen y compran libros se perdió.

Sería bueno reanudar El Correo del Libro, con un sistema que favorezca la creación de clientela para las librerías: encargos surtidos en las 80 librerías de EDUCAL. El maestro recibiría la revista (inicialmente en paquetes que lleguen a las escuelas, como la primera vez) y encargaría (por correo electrónico o postal) el libro que le interese para que llegue a la librería de EDUCAL que le convenga, a donde pasaría a recogerlo y pagarlo, cuando le avisen que llegó. Paulatinamente, se reduciría el envío de paquetes a las escuelas, finalmente sustituido por el envío directo de un ejemplar a cada suscriptor. La revista sería gratuita, como es normal en los folletos de promoción. El sistema puede extenderse (una vez que funcione bien) a todas las librerías del país. También a las educadoras de las guarderías infantiles y a cualquier persona que desee suscribirse.

El servicio a los lectores consistiría, en primer lugar, en seleccionar honestamente (es decir: en defensa del lector, no del autor, el editor, los amigos o las buenas causas) un número limitado de libros (para no desanimar con demasiados) que les puedan gustar y no sean caros. En segundo lugar, en dejarlos escoger dentro de la selección, ejerciendo libremente su curiosidad (en vez de regalar a pasto libros que no escogieron ni pagaron). En tercer lugar, en conseguirles los libros que prefieran (a un costo de surtido menor, porque ahora se tiene la cadena de librerías). En cuarto lugar, en darles la oportunidad de asomarse al mundo de las librerías. En quinto lugar, en afinar la selección (tanto en la revista como en las librerías), conociendo mejor sus preferencias. En sexto lugar, en crear un directorio de lectores de libros que puede servir para muchas otras cosas, por ejemplo: organizar clubes de lectores entre los que hayan escogido un mismo libro. Nada refuerza más la tradición de la lectura que la oportunidad de compartir la experiencia platicando. Es ideal hacerlo en una reunión personal, pero también puede hacerse virtualmente en un blog o en los “circuitos cerrados” de Facebook.

Hablar de libros libremente es una tradición que se remonta a las tertulias de Atenas y el Renacimiento. Y el blog ha traído la grata sorpresa de cuánta gente quiere hablar de lo que lee. La lectura pasiva no acaba de ser lectura, requiere reexpresión de algún tipo, poner en palabras propias lo leído. Por eso, Mortimer Adler (How to read a book) recomienda la barbaridad de subrayar y escribir comentarios en los libros (puede ser con lápiz, para borrar y reconsiderar después). Además, desarrolló un método socrático para enseñar a leer a los que supuestamente saben. Los participantes leen un texto y lo discuten, con un instructor que dirige el debate y les enseña a fijarse bien en lo que dice el texto y escuchar realmente lo que dicen sus compañeros. También a leer en voz alta con dicción, entonación y pausas que transmitan la comprensión del texto.

Cuando Robert Hutchins fue rector de la Universidad de Chicago, llegó a decir que la universidad era un conjunto de facultades y escuelas conectadas por un sistema de aire acondicionado. Y para superar el aislamiento de los feudos, propuso renovar la “gran conversación” de “los grandes libros” con un programa común, desarrollado por Mortimer Adler. De ahí salieron los clubes de discusión de clásicos antiguos y modernos, la colección Great Books of the Western World y The Great Books Foundation. La fundación difunde esos programas desde 1947 y los ha extendido al público en general y hasta los niños. Puede verse un ejemplo notable del método para niños en un video de la sección Junior Great Books de www.greatbooks.org.

Los maestros que sí leen son candidatos ideales para aplicar este método. La SEP pudiera contratar a la fundación para desarrollar sus programas en México, y un buen lugar para empezar serían las 76 unidades de la Universidad Pedagógica Nacional. Es deseable que todos los maestros salgan de la universidad sabiendo leer libros, que adquieran el gusto de leer y lo contagien, y que algunos se especialicen como instructores en la lectura de los grandes libros.

El Instituto Politécnico Nacional editó una traducción del libro de Adler (Cómo leer un libro) que deberían vender la librerías de EDUCAL y pudiera servir como libro de texto en la Universidad Pedagógica.

Ningún maestro debería dar clases, si no es capaz de leer en voz alta con claridad, comunicando la comprensión del texto. Ninguna persona debería recibir un título universitario (de cualquier especialidad), si no es capaz de escribir el resumen de un libro.

Hay que aprovechar las bibliotecas de aula para crear en cada una el embrión de un club de lectura. Bastaría con que el maestro leyera en voz alta alguno de los libros disponibles, dentro del horario normal de clase. Este mínimo puede ampliarse con otras actividades y la participación de los niños, lo cual requeriría un manual y un video ilustrativo para el maestro de primaria. De la secundaria en adelante, sería mejor un maestro especializado.

Los clubes de lectura se han multiplicado en los Estados Unidos. Los hay de muchos tipos. Algunos son reuniones sociales de amigos que se reúnen para cenar y discutir un libro, previamente elegido. Otros son negocios de venta por correo, cada vez más difíciles, porque ha aumentado mucho el costo de pepenar direcciones de compradores de libros y el costo de surtirles a domicilio. Otra forma posible (quizá intentada en alguna parte) sería aplicar los métodos de Avon y Mary Kay: lectoras que inviten amigas a su casa para hablar de libros y vendérselos. Y están, por supuesto, los grupos de discusión en línea.

Susana Alexander ha creado obras de teatro relacionadas con la lectura, que viajan por el país y se presentan, por ejemplo, en las secundarias. Sería bueno que creara una obra rashomónica: la discusión de un libro leído desde perspectivas distintas, pero no arbitrarias; ilustrando el método de Adler (tomar en serio el texto, escuchar en serio a los otros). Habría que incluir escenificaciones de buenas y malas lecturas, con una campana socrática que suene cuando la lectura (por la simple entonación) revele incomprensión del texto. Y que suene para descalificar los comentarios ignorantes, tontos, irrespetuosos o mal intencionados. Lo cual sería, de paso, un ejemplo cívico. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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