Comezón otra vez. Allá va la mano: Sísifo alpinista camino a la montaña. Cosas sabe el cuerpo que ignora la res pensante. ¿Cómo localiza la mano el lugar del barco que naufraga en la piel? Allá el rítmico SOS en la noche de la piel, doña Comezón, léxico de verdulera, gritona, demandante como un niño, y acá vuela la mano, peregrina en su patria y torbellino de Noruega, vuela, y en picada, Robin Hood en el torneo, siempre da en el centro del aullido.
Picazón, oh picazón, cifra de humanos anhelos, microsegundero caballo de la China, todo género de sabandijas reconcentra ahí, ahí, su baile febril de puntas de alfiler, pululante y picosilla clave Morse del prurito.
Entremos al asunto, dijo el notario, rascándose la ingle.
Qué cosa tan rara es la comezón, ¿verdad? Instructivo: (1) intente aislarla del rasquido (póngala así, entre paréntesis), epojé, picazón pura en un sentido no kantiano, reducción fenomenológica, de mírame y no me toques, dice Reyes, a la cárcel de la atención.
Ahora (2) ¿es la comezón algo más que urgencia de rascarnos? ¿Puede aislarse de la mano que viaja a rastrillas? Inténtelo. ¿No? ¿Sí? Ahí la tiene, mero llamado, clamor inaudible y puro, un loco gritando en la torre deshabitada: aquí estoy, aquí estoy.
Y observe que en la comezón ya hay una profecía del ritmo del rasquido. Ritmo, es decir, ondulación (la naturaleza ama el está, no está, está, no está). El prurito es la materia y el rascarnos la forma. Viven el uno para el otro, Romeo y Julieta de los melodramas de superficie.
En la sensación de prurito, como en el amor, hay una especie de prisa, de mera perentoriedad; propiamente no podemos hablar de dolor, sino de un grito de auxilio y a la vez de una promesa de placer: es el canto de sirenas de la epidermis. Podemos imaginar que han atado a Ulises el mástil para que no se rasque las costras sangrantes de la sarna, frecuente en los largos viajes por mar; él vocifera y se contorsiona, escultórico y musculoso, marmóreo esclavo de la comezón (eso sería todo y las leyendas de los marineros fabricaron lo demás).
Llegamos así al costado moral del vicio solitario. Cosas sabe (y quiere) el cuerpo que ignora la res pensante. Un presto de perro con la pata en las costillas o un sencillo andante para picazón vaga y modesta son menos interesantes que el crescendo fortísimo del gran rascar desbocado con resultado de sangre. Con cuánta contrición nos dejamos ir a la sensualidad restregante, alimentando el prurito que deberíamos anular, ya sin gobierno de nosotros mismos, en el frenesí de la pasión desordenada (“déjate de eso, déjate, por Dios, ya no te toques”) que hincha, enrojece y devasta el campo de batalla del placer. Qué espectáculo. Todo lo que puede hacerse, dice el filósofo, puede hacerse con elegancia. ¿Sí? ¿También rascarnos frenéticamente?
El asunto es que el placer de rascarnos solo es saciativo en prácticas superficiales e insignificantes, llevado a fondo trae su propia sed y es al mismo tiempo la causa y el efecto, el bálsamo y el tósigo. Qué pasmoso atavío del buitre de la tentación: la sed disfrazada de agua. Ante la duda, abstente, firmeza, deja que el escarabajo corra hasta cansarse, no empieces, va a ser peor, anuda una mano con la otra, piensa en los osos polares, en la elipse, en lo que sea, firmeza, firmeza.
Por otra parte, la operación es personal e íntima: nada ilustra mejor las adversidades de la comunicación humana que solicitar de alguien que nos rasque la espalda. No importa cuánto amor diligente se ponga en la tarea, todo es imprecisión, error, imperfecciones: la localización vaga tentaleante (“No, ahí no, más arriba…”), la presión inadecuada, demasiado o muy poco, no acierta, y el ritmo es irregular y sin firmeza, de principiantes. Porque el trabajo de la uña, hábil en lo chiquito (como opinó Buonarroti del talento de Cellini), ha de ser precisión milimétrica, y a tanto no puede llegar el amor al prójimo. A tanto ni a mucho menos: ¿por qué no dispuso Proust una escena en la que Albertina y el protagonista se intentan rascar mutuamente, una especie de terso grupo escultórico de dos adolescentes, bien trabajados por el arte del maestro, muy serios, muy concentrados, fracasando maravillosamente en el mutuo entendimiento?
Pero en Plutarco se lee que la manera de rascarse la frente de Julio César, lenta y reflexivamente con el dedo meñique, revelaba a todos una interioridad peligrosamente fría, astuta, dictatorial. Y, bueno, ¿no es una consabida imagen del pensamiento la del hombre rascándose meditabundo la cabeza? Preguntémonos cautelosos: ¿no habrá una conexión secreta entre pensamiento y rasquido?
Comezón, oh comezón, cifra de humanos anhelos, tú, rítmica promesa de placer. Oh comezón, lugar de encuentro del alma y el cuerpo, pasión modesta, placer humilde y a la mano, gloriosa precisión y supremo tacto y maestra incomparable de las ansias de la piel, no queda sino honrarte rascándonos, rascándonos ceremoniosa y circunspectamente… ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.