90 años de libertades imaginarias

José de la Colina no solo destacó como escritor, sino también como animador de publicaciones periódicas y crítico de cine. A noventa años de su nacimiento, recordamos su pluma ágil que siempre hizo de la literatura un espacio para la invención sin amarras ni límites.
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I

A la edad de quince años, José de la Colina (Santander, 1934-Ciudad de México, 2019) se presentó al casting de lo que entonces se llamaba La manzana podrida y que terminó por ser una de las grandes películas del siglo XX: Los olvidados. Al verlo, el productor lo descartó; dijo que no parecía un niño mexicano, demasiado güerito para el papel. Décadas después, Luis Buñuel le decía de broma a su íntimo amigo: “¡Hombre, le quebramos a usted la carrera! Usted iba a ser Pedrito.”

De la Colina tuvo un paso efímero como actor radiofónico en la XEQ, en un programa que se llamó “La legión de los madrugadores” y que José Emilio Pacheco recuerda en Las batallas en el desierto. Más bien, desde sus comienzos, supo que su vocación era la literatura, sin embargo, a principios de los sesenta, ganó renombre como crítico de cine escribiendo y fundando la revista Nuevo Cine. Se convirtió en uno de los primeros críticos profesionales de este género en México. Más cercanos a John Ford que a Pedro Armendáriz, los jóvenes del grupo Nuevo Cine –los más destacados curiosamente fueron hijos del exilio español– dieron carpetazo a la concepción nacionalista que seguía en boga por entonces. Escribieron páginas extraordinarias sobre películas de directores como Victor Fleming o Jean-Luc Godard. Tres años después de la muerte de Buñuel, e imitando el libro donde Alfred Hitchcock fue entrevistado por François Truffaut, De la Colina y Tomás Pérez Turrent publicaron Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior. Esa gran entrevista –que aún es referencia de cabecera entre los estudiantes del Centro de Capacitación Cinematográfica– cierra un capítulo de amistad y admiración. Valga como muestra de ese vínculo una breve anécdota: poco antes de morir, Buñuel les obsequió a varios de sus amigos más queridos ciertos objetos que apreciaba. A De la Colina le regaló los dieciséis tomos de la edición príncipe de The book of the thousand nights and a night, traducidos por Richard F. Burton, que en momentos de necesidad económica vendió al crítico e historiador José Luis Martínez. Estos tomos aún se pueden consultar en la biblioteca personal de don José Luis que se encuentra en La Ciudadela y son, de alguna forma, símbolo del cariño y admiración entre estos grandes artistas.

Pasó el tiempo y José de la Colina –la pasión por el cine duraría por siempre– optó por alejarse de la crítica cinematográfica para ocuparse principalmente en su obra literaria y el periodismo cultural –como él llamaba a sus columnas semanales y trabajos editoriales– que fue el modus vivendi de toda su vida. Decía que la crítica de cine lo estaba “vampirizando”. Prefería ser reconocido como narrador y autor de textos literarios. Su primer cuento, “Si morir no tuviera ninguna importancia”, apareció en 1954 en el suplemento de El Nacional que dirigía Juan Rejano y marca el comienzo de su trayectoria como narrador. Un año después, publica su primer libro Cuentos para vencer a la muerte en la ya clásica colección Los Presentes dirigida por Juan José Arreola, obra que desecharía luego de reunir sus cuentos casi completos en el volumen Traer a cuento. En 1959 sale de imprenta Ven, caballo gris, en la editorial de la Universidad Veracruzana capitaneada por Sergio Galindo donde aparecen algunos de sus relatos más conocidos. Ese libro le gustaba mucho a su roomate por un periodo, Juan Vicente Melo, quien escribió en su Autobiografía precoz: “Me descubrió a Faulkner y a Conrad. Su libro, Ven, caballo gris, ha influido en todo lo que escribo, al igual que sus pláticas, sus opiniones, sus obsesiones.” De ahí en adelante no pararía de publicar narrativa, crónica y ensayos; libros que resultaban de poner en orden el vasto número de textos que publicaba por todas partes.

Quisiera mencionar a los primeros maestros de José de la Colina. Se reunían en los cafés y restaurantes del centro histórico –en el Kiko’s, el Papagayo, el París, el Chufas, hasta finalmente asentarse en El Hórreo– un grupo de exiliados que autodenominaron sus tertulias “El Aquelarre”: Francisco Pina, Simón Otaola, José Ramón Arana, entre muchos otros. Trazaban puentes entre la nación perdida y México. Pina había tratado a Baroja y a Valle-Inclán. Otaola –a quien dedicó el cuento “Los viejos”– le contagió su gusto por Gómez de la Serna y los juegos de palabras. Estas reuniones causaron una profunda huella –queda constancia en los textos “El Aquelarre” y “Aquellos refugiados, aquellos cafés”–, mas nunca se identificó del todo con ellos. Lo llamaron apátrida y recibió el adjetivo como elogio. Le molestaban las idealizaciones fantasmagóricas que estos amigos de mayor edad tenían sobre España. Creía, más bien, con Jules Renard, que había nacido en el centro del mundo porque el centro del mundo está en cualquier parte.

II

Me pregunto, ¿por qué leer a José de la Colina ahora que su emocionante presencia cumple noventa años? ¿Qué encontrará quien tome libros como Libertades imaginariasPersoneríoZigZag o Traer a cuento? Hallará al creador de cuentos inolvidables, de prosas breves y epigramas geniales –aquí no es exagerado el adjetivo–, de crónicas que son capítulos de la historia cultural de la Ciudad de México, al creador de neologismos como arreolidad (forma de lo pomposo), galindiano (estilo del autor de Polvos de arroz), izclesia (la religión de la izquierda), Esmógico (capital contaminada), proseizar, peatonizar, presentización, refugachos, etc. Se reirán y divertirán sus lectores. El estilo de José de la Colina se espejea con Julio Torri, le da continuidad. Ambos comparten la contundencia de la brevedad y una mirada sobre el erotismo, por no decir lo pornográfico –el libro que más se ubica en esta veta es Álbum de Lilith que es un destilado de la primera edición de Tren de historias–. Creo que quienes disfrutan de la imaginación de Hugo Hiriart, del humor negro de Jorge Ibargüengoitia o del sarcasmo juguetón de Augusto Monterroso quedarán encantados con cuentos como “Caballo en el silencio” o “Gato trepado”, ensayos como “Historia universal de la adivinanza” o “Gregorio Samsa en 12 versiones”. Hay algo de ellos en José de la Colina y algo de José de la Colina en ellos. Resulta además conmovedora su sala de retratos que incluyen a Gerardo Deniz, Emilio Prados, José Revueltas, Efrén Hernández, el olvidado Juan Manuel Torres y el casi olvidado Jorge López Páez. Es también un atento lector “de la música callada de la escritura” que ejerció la crítica literaria con una prosa que Alejandro Rossi calificó de “libre, con mucha serpentina y muy rica en miradas laterales”; es el traductor del francés de Étienne de La Boétie y Gérard de Nerval, el invitado a un par de programas de televisión con Octavio Paz –quien le dedicó el poema “Paisaje inmemorial”–, el animador de revistas como la Revista Mexicana de LiteraturaPlural Vuelta y suplementos culturales como Sábado o El Semanario Cultural de Novedades, el supervisor de imprenta y corrector de estilo al que no le asustaba meter mano en textos de escritores sin importarle las jerarquías, el dibujante y fotógrafo disfrazado con el seudónimo de “Colia”, el antitaurino que denuncia e intenta convencer: “ante un animal noble y estatuario, que no entiende de valentonadas y pizpiriterías, tal espectáculo, lejos de tener solemne grandeza, solo delata la pobretería y la locura humanas”; el polemista y colérico de mecha corta que el poeta –y polemista mayor– Roberto Villarino trae a la memoria en esta estampa: “Recuerdo a Eduardo Deschamps y José de la Colina trenzados en el suelo, liándose a golpecitos.” ¿Cuántos “personeríos” no fue Pepe?, como lo llamaban sus amigos. Adolfo Castañón resume muy bien la chispa que brota al acercarse a esas páginas: “Todas estas raíces imaginarias cristalizan en una prosa tersa y sugerente, sedosa y delicada, pero sobre todo magnética, con el magnetismo pegajoso de los sueños. Pepe es un escritor soñado porque nos sueña.”

En su obra se nota que los primeros textos tienden a cierta solemnidad y, conforme los años avanzaron, la prosa fue soltándose, adquiriendo su sello y particular sentido del humor. Disfrazaba el género de la crónica con el ensayo y también con el cuento. Su apasionada relación con casi todas las formas del arte –música, poesía, cine, teatro, pintura, etc.– es visible en el amplio abanico de sus temas. La melomanía, por ejemplo, apareció con mayor intensidad en la generación a la que él perteneció, la llamada “generación del medio siglo”, y no se había dado antes con tal intensidad, ni se repetiría después. Junto a Inés Arredondo, Jorge Ibargüengoitia y Juan García Ponce –tal vez los más representativos–, fue artífice de una pequeña o gran revolución estética, que renovó particularmente el género del cuento en la literatura mexicana, como señala Armando González Torres: “El cuento, para estos autores, suele ser un terreno fronterizo, que permite fusionar lenguajes artísticos, explorar realidades alternas y transitar esas tenues fronteras entre la cotidianidad y la fantasía.” Publicó mucho más a partir de los años noventa y comienzos del siglo XXI. Cortaba, combinaba y recalentaba sus ediciones. Y es verdad, como dice Christopher Domínguez Michael en su Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005): “parecía que […] estaría condenado a ser otro oiseau triste, como su amigo Carlos Valdés, un escritor de aquellos que parecen tenerlo todo y a quienes el imperio de las circunstancias va liquidando. Pero al acercarse a sus sesenta años, dejó de castigar a su obra con ese remordimiento de mendicante que pasaba por autocrítica, como lo prueba Traer a cuento, la reunión de sus cuentos, algunos de los cuales nos sobrevivirán en las antologías”.

Queda mucho por publicarse: una larga e inédita conversación con José Luis Martínez, su autobiografía titulada La mar en medio, una buena selección de sus columnas del suplemento cultural Laberinto, las “Cartas de Esmógico City” en Milenio Diario, el “Correo fantasma” de Letras Libres

III

En un evento del Encuentro Vuelta titulado “De la literatura cautiva a la literatura en libertad”, donde comparte mesa con Czesław Miłosz, Irving Howe, Tatyana Tolstaya, Norman Manea, Ivan Klíma, Alberto Ruy Sánchez y Octavio Paz, José de la Colina recuerda una escena de la novela Rojo y negro de Stendhal, que transcribo como constancia de la oralidad delacoliniana: “Julien Sorel, que ha estado practicando una especie de escuela de la hipocresía para poder prosperar en la sociedad que ha eliminado la idea napoleónica, decide matar en él toda reacción que exprese su indignación moral. Es invitado a cenar con un grupo de personas importantes a la casa de un alcaide, que es el director de una prisión. Y él está, por supuesto, accediendo a todas las convenciones, a todas las mentiras, a toda la cortesía, para seguir asegurando su posición. El lugar donde se da la cena está adjunto a la cárcel. Y mientras están conversando se oye a lo lejos la canción de un preso. Un preso que está cantando. Entonces esto incomoda al alcaide. Llama a un subalterno y discretamente le da una orden. El subalterno se va, se oyen unas voces brutales, secas, y deja de oírse la canción del prisionero. Sorel siente una viva indignación y dentro de sí se dice: miserables. Callar a un preso que canta.” Este breve pasaje resume una ideología, es el pivote del trabajo literario del autor de Libertades imaginarias: el arte pertenece, en sí mismo, al reino de la libertad. El simple acto de cantar es un acto de libertad.

IV

El lunes 4 de noviembre de 2019 falleció José de la Colina a los 85 años. Por medio de José Luis Martínez S. y Armando González Torres sabemos que murió alrededor de la una de la tarde, mientras transmitían en la televisión Los cañones de Navarone. Fue la última película que pasó frente a sus ojos. Me puse a verla intentando encontrar el final de estas reflexiones. Es la historia de un grupo de soldados que deben llegar a una isla ficticia llamada Navarone para destruir dos cañones que mantienen asediado al mar Egeo. Un viaje épico en donde, durante buena parte, vemos cómo los héroes cargan a un herido a través de hermosos paisajes llenos de acantilados, costas y ruinas de la antigua Grecia. Es una película acuática, llena de mar, en donde siempre se ven y se escuchan las olas al fondo.

Abro las páginas de ZigZag y leo el emotivo ensayo “Jenaro mirando al mar” dedicado a su padre, Jenaro de la Colina, quien fue capitán de infantería en la Guerra Civil española. El hijo dibuja el momento en que el padre se despidió de este mundo: “Se sentó en una banca frente al panorama de la bahía, donde una embolia le dio la muerte como siempre la quiso: ‘de un trallazo’, sin haber pasado por una larga agonía. Cómo le envidio esa muerte rápida, compasiva, que seguramente no tendré: morir en un instante y mirando fijamente a la bahía santanderina. Looking at the sea, como un viejo marinero en alguna página de Stevenson o de Conrad.” ~

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(Ciudad de México, 1992) es escritor y editor. Autor de Perfil del viento (Ediciones Sin Nombre, 2021) y editor en Ediciones Moledro.


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