Esta visión de un gran hombre corroído por un pasado que él no ve como especialmente glorioso Lo demás, hay que aceptarlo, es un desvergonzado y muy efectivo chantaje sentimental.
Hacia la última parte de Lazos de vida (Reino Unido, 2023), ópera prima en el cine del veterano realizador televisivo británico James Hawes (quien ha tenido a su cargo varios episodios de Doctor Who, Snowpiercer, Penny Dreadful, Black Mirror y de toda la primera temporada de Slow Horses), el morigerado corredor de bolsa retirado Nicholas Winton (sir Antonhy Hopkins, demostrando que con actores como él, más es menos) se encuentra sentado, como un invitado más, en el popularísimo programa televisivo de la BBC, That’s Life.
Estamos en 1987 y sucede que casi medio siglo después de que el entones joven financiero “Nicky” Winton fuera pieza clave para salvarles la vida a varios centenares de niños de la entonces Checoslovaquia recién invadida por los nazis, su heroica historia ha empezado a salir a la luz sin que él lo haya buscado ni deseado. Nicky es un tranquilo hombre mayor que vive en una espaciosa casa en Maidenhead, Inglaterra, con un nieto a punto de nacer. Ante la presión constante de su puntillosa mujer Grete (Lena Olin irreconocible), decide finalmente deshacerse de todos los papeles que ha acumulado a lo largo de las décadas, el típico “nido de cucarachas” que, me ha dicho el primo de un amigo, cría toda persona que tiene un estudio.
Diligente y decidido, Nicky vacía la bodega, limpia su estudio, tira lo que debe de tirar, quema pilas de papeles pero es incapaz de deshacerse de un viejo maletín en donde guarda las evidencias de su máximo triunfo y de su más terrible fracaso: un maltratado libro de recuerdos en donde se encuentran fotos, datos, cartas y recortes de periódicos de cierta admirable épica financiera/burocrática que Nicky lideró, cuando entre 1938 y 1939 logró, con la ayuda de algunos valientes activistas de Praga y su indómita mamá insumergible Babette (Helena Bonham Carter robándose cada escena), salvarles la vida a 669 niños, la enorme mayoría de ellos judíos.
El Winton de los años 30 no era más que un hombre común y corriente, ilustrado y de clase acomodada, descendiente de abuelos judío-alemanes, pero criado como cristiano y, a esas alturas del juego, sin religión alguna. No tenía razón para viajar a Checoslovaquia ni arriesgar su trabajo en un banco londinense ni, mucho menos, para luego regresar a su país y organizar, cual febril hormiguita, una red que permitiera acoger como refugiados a centenares de niños judíos en el Reino Unido, conseguirles patrocinadores, visas permanentes, certificados de salud, 50 libras por cada chamaco –exigidos por el pichicato gobierno de Su Majestad– y, por supuesto, casas de acogida con familias británicas dispuestas a recibir a cada niño, a cada niña. Dicho de otra manera, Nicholas WInton no solo fue un hombre bueno sino algo mucho más raro: un hombre bueno y eficaz. Esta clase de personas no nacen en macetas.
En la escena descrita al inicio, cuando el casi octogenario Winton accede a ir como invitado al talk show de la BBC, su conductora le tenía preparada una trama sentimental. A su lado se encontraba una de las niñas salvada por él, convertida ya en una mujer madura que, con lágrimas en los ojos, lo abraza y le agradece todo lo que hizo por ella y los demás niños. El siempre silencioso y modesto Winton no puede evitar doblarse: abraza a la mujer, a la que recuerda como una vivaz chamaquita a la que le gustaba mucho nadar, y se limpia unas lágrimas de los ojos. Al llegar a su casa, su esposa Grete lo recibe para felicitarlo, pero lo encuentra aislado en su jardín, llorando desconsoladamente. Grete lo abraza y le promete que no permitirá que lo vuelvan a usar de esa manera en la televisión nacional.
Al ver la escena descrita, es inevitable no sentirse como Grete: uno sabe que ha sido chantajeado sentimentalmente, pero al mismo tiempo uno entiende que lo que hizo Sir Nicholas Winton –quien fue nombrado Caballero por la Reina Isabel después de que se hiciera público su heroica labor– fue realmente admirable. Entre esta irresoluble tensión se mueve precisamente Lazos de vida, una película que tiene la convencional estructura dramática de cualquier telefilme, solo que con muchos mejores recursos de producción y un intérprete doblemente oscareado como actor protagónico.
En sentido estricto, no hay nada en Lazos de vida que el espectador no haya visto en otras películas más, como la inevitable y multioscareada La lista de Schindler (Spielberg, 1993), por supuesto, y la también oscareada cinta documental Into the arms of strangers: Stories of the Kindertransport (Harris, 2000), que cuenta con lujo de detalles logísticos la historia de los niños salvados por Winton y otros activistas más. Incluso la estructura narrativa es previsible a leguas: el pasado, protagonizado por un Winton juvenil (Johnny Flynn, imitando a la perfección los manierismos y el tono de voz del Winton de Anthony Hopkins), con una ambientación perfecta y el uso de colores más fríos y metálicos; y el presente, ubicado en 1987, con un Winton anciano, rodeado de colores más cálidos y luminosos en su apacible hogar clasemediero. Los cortes directos entre estos dos espacios temporales –montaje de Kate Amend– son tan eficaces como faltos de imaginación.
De hecho, llega un momento que uno como espectador quisiera que las escenas del pasado se recortaran para privilegiar el presente, no solo porque en él se encuentra un extraordinario Anthony Hopkins, tan frágil como decidido, sino porque el guion escrito por Lucinda Coxon y Nick Drake –basado en la biografía de Winton escrita por su propia hija– está centrado, en el presente, en explorar al viejo “Nicky”, no tanto en su irreprochable grandeza moral –que vaya que la tuvo– sino en su paradójico sentimiento de fracaso. Es cierto, Winton logró salvar a 669 niños, pero él sabe que pudo haber salvado a muchos más, si hubiera tenido más tiempo, si hubiera recolectado más dinero, si el gobierno de Su Majestad hubiera sido más generoso. Esta visión de un gran hombre corroído por un pasado que él no ve como especialmente glorioso –“fuimos muchos”, “no soy nada especial”, “soy un tipo común”– es el ángulo más interesante del filme y, acaso, el único genuinamente novedoso.
Lo demás, hay que aceptarlo, es un desvergonzado y muy efectivo chantaje sentimental. Y si usted se siente acorralado con la escena del programa de televisión, prepárese para el final. Y si aun así no tiene suficiente, vea la escena real, tal como sucedió en febrero de 1988 en That’s Life. Está en Youtube, pero que conste que no incluye pañuelos desechables. Créame, chantaje o no chantaje, los va a necesitar. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.