La historia patria como religión civil

México, la nación doliente. Imágenes profanas para una historia sagrada

Tomás Pérez Vejo

Grano de Sal/Secretaría de Cultura/INAH

Ciudad de México, 2024, 376 pp.

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En “Arte, modernidad y nacionalismo (1867-1876)” (1967), pionero artículo de Jorge Alberto Manrique en Historia Mexicana, se sostenía que el arte mexicano posterior a la Reforma había sido fundamentalmente cristiano y clasicista. En contra de lo que cabría esperar de una modernización liberal y laica, los pintores mexicanos, la Academia de San Carlos y los propios coleccionistas –también coleccionistas de arte prehispánico como Felipe Sánchez Solís y Gumersindo Mendoza– cultivaron una idea del arte heredada de las antiguas Grecia, Roma y el Renacimiento italiano, y temáticamente volcada a la historia sagrada.

Esto fue así hasta un momento preciso, cuando “Cuauhtémoc desplazó a Cristo”, como narra con elocuencia Tomás Pérez Vejo en su libro La nación doliente. Imágenes profanas para una historia sagrada. Entonces, sin mayores alteraciones del canon estético clasicista, la trama de la pintura de fines del siglo XIX comenzó a girar en torno a la historia indigenista y patriótica, como se observa en la obra de artistas como José Obregón, Rodrigo Gutiérrez, Tiburcio Sánchez de la Barquera, Luis Coto, Félix Parra y Leandro Izaguirre.

Hasta un liberal resuelto como Justo Sierra llegaría a afirmar que, con sus grandes lienzos religiosos, la llamada “escuela mexicana” de pintura no hacía más que confirmar la “actualidad del cristianismo”. Esa búsqueda de una antigüedad propia conduciría a la idealización del pasado prehispánico, facilitada por la temprana lectura oficial de la independencia como recuperación de una soberanía perdida con la conquista. Desde el Plan de Iguala se repetía que una nación preexistente, llamada América Septentrional, Anáhuac o México, tutelada durante tres siglos por España, había recuperado su independencia originaria.

A diferencia de otros estudios sobre las narrativas históricas nacionales del liberalismo o el conservadurismo en el siglo XIX, como los de Enrique Florescano y Enrique Krauze, este de Tomás Pérez Vejo no se concentra en la historiografía sino en la pintura. Unos noventa cuadros del siglo XIX son leídos aquí como documentos visuales que transcriben relatos de la nación mexicana con las mismas pautas de los grandes textos históricos de Ignacio Manuel Altamirano, Justo Sierra o Vicente Riva Palacio.

Pérez Vejo siguió la ruta de cada lienzo desde su contratación por el Estado o por particulares. Luego reconstruyó su recepción en la prensa escrita y en la muy incipiente crítica de arte profesional. El historiador también se tomó el cuidado de observar cuáles de aquellas pinturas fueron a exposiciones universales como las de Filadelfia en 1876, París en 1889 o Chicago en 1893. Este ángulo le permitió medir el grado de circulación mundial que alcanzaron algunas de aquellas piezas, tradicionalmente interpretadas desde claves demasiado locales.

Así, Pérez Vejo recuerda que pinturas religiosas de Santiago Rebull, José Salomé Pina, Ramón Sagredo y Joaquín Ramírez viajaron a Filadelfia en 1876, cuando se conmemoró el primer centenario de la revolución de independencia de los Estados Unidos. Allí, en el hogar de Ben Franklin, el México juarista de la República Restaurada estuvo representado por telas atestadas de figuras bíblicas: Jesús y Moisés, Abraham e Isaac, Sansón y Dalila.

También recuerda el historiador que El suplicio de Cuauhtémoc de Izaguirre fue encargado para la Exposición Universal de Chicago, en 1893, coincidiendo con las celebraciones del cuarto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América. Ese y otros cuadros anteriores, como El descubrimiento del pulque (1869) de José Obregón y El senado de Tlaxcala (1875) de Rodrigo Gutiérrez, contratados por Sánchez Solís, se convertirían en verdaderas artes poéticas de la pintura histórica mexicana y alcanzarían su plena canonización política y estética en el porfirismo tardío.

A la vez que se perfilaba aquella imagen negativa de la conquista española, en el consenso liberal-conservador del porfiriato, Pérez Vejo observa la emergencia de un patriotismo pictórico en cuadros de Primitivo Miranda, Atanasio Vargas, Tiburcio Sánchez de la Barquera, Luis Coto, Natal Pesado y Antonio Fabrés. Todavía en El héroe de Iguala (1851) de Miranda, poco después de la guerra del 47, aparecía un Iturbide digno y tricolor. Ya para fines de la centuria, el centro de la iconografía liberal lo ocuparía el cura Hidalgo, que en la versión de Fabrés estaría casi levitando, junto con el pendón de la Guadalupe, después de la batalla del Monte de las Cruces.

Sostiene Pérez Vejo que, en aquella transición hacia una pintura patria como religión civil del Estado liberal mexicano, tuvo lugar una superposición de misterios. A los “misterios gozosos” de la representación de la Arcadia prehispánica se contrapusieron los “misterios dolorosos” de la espada y la cruz, que Félix Parra captaría como ninguno en Fray Bartolomé de las Casas (1875) y La matanza de Cholula (1877). A estos últimos se impondrían los “misterios gloriosos” de un imaginario de la guerra de independencia como gesta anticolonial y nacional, que la historiografía académica ha revisado seriamente en las últimas décadas.

Pero, como apuntábamos más arriba, el tema de este libro no es la historiografía sino el mito y, tal vez, la memoria, en el sentido originario de Simónides de Ceos y la historiadora inglesa Frances Yates. Es decir, la memoria como la disposición de la imagen para la retención y el reconocimiento por parte de una comunidad. En este sentido, la conclusión del libro de Pérez Vejo pareciera inobjetable: hacia 1910, cuando se conmemora el Centenario de la Independencia, la religión civil del nacionalismo mexicano ya estaba construida en sus imágenes centrales.

La Revolución habría transformado la liturgia y sus rituales, pero no necesariamente la trama narrativa heredada de la pintura académica del siglo XIX. Los últimos intentos de reinventar una historia oficial y reactivar la iconoclastia nacionalista encuentran en este libro una refutación anticipada. Todo parece haberse intentado ya en ese viejo hábito de dibujar el dolor de la nación y hacer de su pasado un inventario de héroes y traidores, verdugos y víctimas. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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