Contra la terapia

La terapia ha sustituido la conversación: no le cuentas tus problemas a tus amigos, sino que pagas a alguien para que te escuche.
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No sabría decir exactamente cuándo y cómo empezó la cosa. Íñigo Errejón habló en el Congreso de salud mental y hubo cierta burla, lo que señaló el asunto como polarizador, o sea, rentabilizable electoralmente. Diría que el asunto estaba en el ambiente, en las redes sociales, en las tazas con mensajes positivos, en lo tocados que salimos todos de la pandemia, pero quizá más quienes en ese momento estaban alrededor de la veintena, la generación Z. Y así, poco a poco, de la desestigmatización de la enfermedad mental se pasa a hablar de salud mental, convertido un poco en significante vacío, y se pasa a convertir la terapia en marca de estatus, y algo que se siente como necesario. Es una aplicación un poco literal del mens sana in corpore sano: el ocio de los jóvenes consiste en la obligación de ir al gimnasio y acudir a terapia. 

El psiquiatra Pablo Malo compartió un artículo de Cureus, la traducción es suya:

En el mundo actual, cada vez es más importante abordar no solo la necesidad de concienciar sobre las enfermedades mentales, sino también la glorificación indebida de las mismas por parte de ciertos segmentos de la sociedad. Las redes sociales han ejercido una gran influencia en la Generación Z en lo que respecta al autodiagnóstico de enfermedades mentales y su romantización. Cada vez más personas han empezado a reconocer las tendencias en línea de autodiagnóstico de enfermedades mentales, y es cada vez más plausible en el proceso de normalización de la conversación en torno a la salud mental a través de memes, vídeos de TikTok y tuits virales; esto ha tenido el efecto paradójico de la romantización de las enfermedades mentales en ciertos segmentos de la sociedad.

Los profesionales de la salud deben navegar por este complejo terreno con empatía y discernimiento. Si bien la desestigmatización de las enfermedades mentales sigue siendo un objetivo crucial, debemos actuar con cautela para garantizar que la conversación en torno a la salud mental no se desvíe inadvertidamente hacia el terreno de la romantización. Abogamos por un enfoque equilibrado que reconozca los momentos de bienestar sin dejar de ser sensible a las realidades de quienes se enfrentan a auténticos retos. En otras palabras, así como está bien no estar bien, también está bien estar bien.

La terapia ha sustituido la conversación: es decir, no le cuentas tus problemas a tus amigos, sino que pagas a alguien para que te escuche. Pagas por su atención. Hay algo profundamente perverso en eso y entre las consecuencias –o causas, ya no sé– está la empresarización de las relaciones. Hay que ser eficaz y productivo en los afectos, venir trabajado de casa, gestionar las emociones bien. De entre todas las expresiones que vienen del léxico del mundo de la empresa, la que más detesto es la de “trabajarse”; es la alarma que me hace dar un respingo cuando lo escucho en entrevistas a personajes públicos –a los actores les encanta–. La amistad, el afecto y los lazos se construyen a base de conversaciones, de compartir lo que nos inquieta y de pequeños reajustes. No es que haya que hacer un camino en solitario, prepararse para ser una persona buena y luego empieza la vida; es al revés: la vida es el aprendizaje. Pongo un ejemplo. Tuve una intensa amistad con una chica algo mayor que yo. Cuando nos conocimos yo estaba embarazada de cuatro o cinco meses; cuando nació mi hija, la amistad se esfumó. Digo que la cosa fue intensa porque estuvo en el parto. No pasó nada, no hubo discusiones ni desavenencias. Lo que pasó fue que yo tenía una hija y ella no. Mi madre me dijo: pues que se lo haga mirar. Mi examiga iba a terapia, no creo que hablara de mí, pero sí de su relación con la maternidad. No en ese momento, claro. Me la imagino perfectamente diciendo “he tenido que trabajármelo”. 

Cuando vas a terapia cuentas lo que te pasa, es decir, haces un relato de tu vida y de tus sentimientos. Ahora son los terapeutas, antes fueron los curas. El cuento de nunca acabar, de Carmen Martín Gaite, que es un libro sobre escribir, entre otras cosas, puede leerse también como una arenga a que no cedamos el monopolio del relato de nuestras vidas a nadie, sea sacerdote, sea el psicoanálisis –Martín Gaite leyó con interés y curiosidad a Feud–. Lo formula de otro modo en El cuento…, la cita que tengo a mano es de Cuadernos de todo: “Tanto el profesor, como el confesor, como años más tarde el psiquiatra o el periodista nos presionan a contarles historias porque su profesión les obliga a hacerlo. Son interlocutores pagados, mediadores de oficio. Hay que pasar por el desencanto de comprobar su falacia e inautenticidad, su falta de interés real por el cuento que nos instan a contarles, para que sintamos en nuestro interior, como un aldabonazo al margen de la ley, la necesidad de contarlo de una forma libre donde no imperen ciertos criterios de escolaridad.” 

Las causas, como siempre, son múltiples y están mezcladas, convive el oportunismo, con la superficialidad y la inmediatez de todo, la búsqueda del aplauso, una cierta romantización del trauma y la tendencia a la victimización. Nunca hay que descartar la estupidez, suele ser el camino más corto hacia el desastre.

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(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).


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